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 Carlos Pezoa VélizEntierro de campo
 Con un cadáver a cuestas,
 camino del cementerio,
 meditabundos avanzan
 los pobres angarilleros.
 
 Cuatro faroles descienden
 por Marga-Marga hacia el pueblo,
 cuatro luces melancólicas
 que hace llorar sus reflejos;
 cuatro maderos de encina,
 cuatro acompañantes viejos...
 
 Una voz cansada implora
 por la eterna paz del muerto;
 ruidos errantes, siluetas
 de árboles foscos, siniestros.
 Allá lejos, en la sombra,
 el aullar de los perros
 y el efímero rezongo
 de los nostálgicos ecos...
 
 Sopla el puelche. Una voz dice:
 -Viene, hermano, el aguacero.
 Otra voz murmura: -Hermanos,
 roguemos por él, roguemos.
 
 Calla en las faldas tortuosas
 el aullar de los perros;
 inmenso, extraño, desciende
 sobre la noche el silencio;
 apresuran sus responsos
 los pobres angarilleros,
 y repite alguno: -Hermano,
 ya no tarda el aguacero;
 son las cuatro, el agua viene,
 roguemos por él, roguemos.
 
 Y como empieza la lluvia,
 doy mi adiós a aquel entierro,
 pico espuela a mi caballo
 y en la montaña me interno.
 
 Y allá en la montaña oscura,
 ¿quién era?, llorando pienso:
 -¡Algún pobre diablo anónimo
 que vino un día de lejos,
 alguno que amó los campos,
 que amó el sol, que amó el sendero,
 por donde se va a la vida,
 por donde él, pobre labriego,
 halló una tarde el olvido,
 enfermo, cansado, viejo.
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