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LA SORTIJA MACARENA
Había dejado al mayor en la puerta trasera del Palacio de las Dueñas, al mediano en la Casa de Pilatos y al pequeño se lo había llevado con él a la sopa boba de las Cinco Llagas, donde, si no era viernes y acompañaba la suerte, se podía encontrar un tropezón de carne entre los fideos.
En la cansina hora de la siesta, cuando los árboles parecen dibujados sobre el aire, se echó, imaginario tullido, bajo el Arco por ver si tintineaba el cobre entre sus dedos.
Una hora habría pasado sin que se produjera el milagro, cuando, embriagado quizá por el aroma a azahar que lo envolvía, bien es sabido que la flor del naranjo embota los sentidos y afloja las voluntades, dio en fijarse en un ventanuco que porteaba en la parte más alta de la basílica.
Huyendo de indiscretas miradas, pocas había ciertamente pues a esas horas andan los ojos posados en las enredaderas de los sueños, se encaramó como pudo al tejado y los afilados huesos del hambre le hicieron cruzar sin problemas el mínimo vacío de la ventana.
Sólo una vela roja indicaba que desde arriba un ojo triangular le estaba vigilando, se santiguó ante el altar y dirigió su mirada hacia el hermoso rostro de La Esperanza, engalanada ya para su vespertino paseo por Placentines.
Sintió sus ojos heridos por mil irisados reflejos, entre los cirios inmaculados la mano ensortijada de la Virgen parecía llamarlo a su lado. Brillos de esmeraldas, zafiros, topacios...brillos imposibles que le hacían pensar en milagrosos caldos de gallina.
“¡Perdóname!”, susurró al oído de la Macarena, al tiempo que arrancaba las joyas de sus dedos e iniciaba una loca carrera hacia el arrepentimiento. No tardó este en llegar, apenas si había depositado en las manos del perista el sagrado botín, se le anudaron las tripas en el estómago y el más grande de los desconsuelos embargó su conciencia.
Suplicó al punto la devolución de las joyas, se arrastró ante el silencio y el asco del callado usurero, pero todo fue inútil; intentó por las bravas recuperar lo vendido, consiguiendo a cambio una tunda de palos de la que difícilmente iba a olvidarse en su miserable vida.
Se acercaba la hora de la salida y a él le corrían hormigas por las entrañas. La gente se arremolinaba en torno a la Iglesia, los “armaos” pasaban haciendo ondear sus penachos de pluma, la Niña de los Peines aclaraba su voz en los rincones del alma, los Hermanos Mayores recorrían una y otra vez la puerta de la basílica, todos los ojos de los cofrades parecían acusarle desde su misterio de terciopelo. De pronto cesó el jolgorio y se escuchó clara la voz del capataz “¡A esta es, valientes! ¡Al cielo con ella! “
Crepitaban los cirios... olía a jazmín, a menta, a incienso, a cera virgen. La Señora salía lenta, majestuosa, solemne y triste. Pastora Pavón inició su saludo de amor y pena y una saeta de fe se clavó en los corazones de todos los presentes.
El no quería mirar, tapó sus ojos con las manos dejando entre sus dedos un pequeño resquicio por el que observar la herida de su sacrilegio.
Cuando frente a donde él se encontraba pasó la imagen buscó sus ojos para pedirle perdón una y mil veces, pero ella parecía mirarle sonriendo; casi sin resuello quiso ver el vacío robado de sus manos...y no lo encontró, entre las nubes de incienso un milagroso reflejo de esmeraldas, zafiros y topacios le bendecía.

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