La noticia me produjo envidia de la buena. Personalmente, ya no
recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga
y profunda, bebiendo café o chocolate, sin que mi interlocutor
me deje con la palabra en la boca, porque suena su celular
(que tal los que mantienen el auricular y el micrófono puestos y no
se sabe si hablan con uno o con el que esta al otro lado de la linea!!).
En ocasiones es peor. Hace poco estaba en una reunión de trabajo que
simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos
en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular.
Era un caos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo.
Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en un esbozo
telegráfico que no llega a ningún lado. El teléfono se ha convertido
en un verdadero intruso. Cada vez es peor. Antes, la gente solía
buscar un rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor.
Todo el mundo grita por su móvil, desde el lugar mismo en que se encuentra.
No niego las virtudes de la comunicación por celular. La velocidad,
el don de la ubicuidad que produce y por supuesto, la integración
que ha propiciado para muchos sectores antes al margen de la telefonía.
Pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia,
menos nos hablamos cuando estamos cerca.
Me impresiona la dependencia que tenemos del teléfono.
Preferimos perder la cédula profesional que el móvil, pues con
frecuencia, la tarjeta sim funciona más que nuestra propia memoria.
El celular más que un instrumento, parece una extensión del cuerpo,
y casi nadie puede resistir la sensación de abandono y soledad
cuando pasan las horas y este no suena. Por eso quizá algunos
nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de uno contestar
en voz baja para decir: 'Estoy en cine, ahora te llamo'.
Es algo que por más que intento, no puedo entender.
También puedo percibir la sensación de desamparo que se produce
en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está
a punto de despegar que es hora de apagar los celulares.
También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena
uno de los timbres más populares y todos en acto reflejo nos llevamos
la mano al bolsillo o la cartera, buscando el propio aparato.
Pero de todos, los Blackberry merecen capítulo aparte.
Enajenados y autistas. Así he visto a muchos de mis colegas,
absortos en el chat de este nuevo invento. La escena suele repetirse.
El Blackberry en el escritorio. Un pitido que anuncia la llegada
de un mensaje, y el personaje que tengo en frente se lanza sobre
el teléfono. Casi nunca pueden abstenerse de contestar de inmediato.
Lo veo teclear un rato, masajear la bolita, y sonreír; luego mirarme
y decir: '¿En qué íbamos?'. Pero ya la conversación se ha ido al traste.
No conozco a nadie que tenga Blackberry y no sea adicto a éste.
Alguien me decía que antes, en las mañanas al levantarse, su primer
instinto era tomarse un buen café. Ahora su primer acto cotidiano
es tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes.
Es la tiranía de lo instantáneo, de lo simultáneo, de lo disperso,
de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo
virtual que terminará acabando con el otrora delicioso placer
de conversar con el otro, frente a frente.