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¡Y amé! Tal vez mi vida no fuera dolorosa si hubiera conservado por siempre mi niñez, si nunca hubiera visto los ojos de una hermosa, lo rojo de sus labios, lo blanco de su tez!
¡Felices aquellos que nunca han amado! ¡Felices!... ¡Felices que no han apurado el cáliz terrible de un fiero dolor!
¡Qué amargo es el amor! ¡Qué amargo es el amor! ¡Así exclamando, yo cruzaré el desierto de mi vida, mostrando a todos mi profunda herida, que lágrimas y sangre está manando!
Y al compás de canciones sombrías, cantaré de mi amor la memoria... Y sin gloria, llorando siempre, pasaré mis días ¡entre polvo, entre lodo, entre escoria!
Y al ronco mugir de las olas; la noche con su lobreguez; y el trueno que silva en los aires, serán mi tormento también. Me place lo triste y lo alegre: me gusta la selva y el mar... Yo siempre estaréme contento; y algunos, reirán al mirarme, ¡y a veces, pondréme a llorar!
Cantaré si el ancho río murmurando triste va; si el ruiseñor me encantare con su arpegio celestial; cuando mire a las estrellas esparcir su claridad sobre las peñas negruzcas y las espumas del mar. ¿Por qué?... Porque sin amor, vuelan dolientes, sin calma, las avecillas del alma entre el viento del dolor.
¡Daré dulces canciones a los fugaces vientos, para que entre sus alas las lleven lejos, lejos, del mundo hasta el confín! Iréme a las montañas... iréme a los oteros... y allí tal vez, ¡Dios santo!, tal vez seré feliz.
¡Y en las alas del viento, oirá mis canciones la ingrata!... La ingrata a quien adoré. Aquélla que rióse de ver mi desgracia... Aquélla a quien dile mi amor y mi fe!
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