Cuando mi abuela, que era maestra, se sentía nerviosa, iba a sentarse sobre una silla pequeña frente al corralón de las gallinas. Aquel cloqueo, aquel sonido tan característico de las aves cluecas que parecía entrar en la orilla del calor de las tardecitas veraniegas, la hacían sentirse bien, y entonces, emulando a las ponedoras, cantaba alguna canción aprendida en la adolescencia.