Mi cuerpo a muerto, y los sentimientos… esos sentimientos de dolor y pesar; de odio, ira y rencor; o los mas puros, de felicidad y amor; los cuales antaño me llenaban de incertidumbre y desespero, no son ya mas que el mero escaparate de una tienda que, tras su fino y delicado cristal, se atisba andrajosa y oscura.
Ya no existen para mi más que la pureza y la belleza de la eternidad.
Un magnánimo mar azul… Un inmenso lienzo de pequeños y relucientes diamantes que se extiende, bajo el etéreo peso de mi espíritu, hasta el infinito. Y el hermoso cántico de las feroces olas al rugir, incontenibles e indómitas, contra el negro refulgir de las férreas rocas del arrecife.
Mi conciencia se eleva entre los vientos; y mi cuerpo, poblado ya por un millar de pequeños parásitos, alimenta con su carne y su vida el caprichoso mundo que en otros tiempos lo había guardado.
Poco a poco mis recuerdos se van perdiendo entre la grandeza del todo.
Los recuerdos de mí alocada vida juvenil, o de mi madurez…
Los recuerdos de mi mujer… de mis hijos… y los de mis amigos.
La melodía de mi vida se extiende por entre el misterioso horizonte, dejando así conocer a todo aquel ser ávido del místico mundo que lo envuelve, el trágico final de mi existencia.

Los vientos cantan mi llegada a la perdida isla.
Cantan como mi cuerpo, desgastado por la ferocidad de los excelsos mares, se encontraba inconsciente por sobre el fino terciopelo amarillento que era la arena junto al mar.
Tan solo una inmensa soledad y una perpetua oscuridad eran comparsa de mí ser. Al menos hasta que desperté del sueño de mi inconsciencia.
Mis manos arañadas y mis uñas carcomidas por la erosión, al aferrarme yo a la arena y la roca de la isla en un intento por conseguir asirme de la tempestad.

El candente y cegador sol se elevaba, majestuoso, sobre la exquisita textura de la playa. Mas la espesa sombra del oscuro bosque se extendía a pocos metros mas allá.
Al principio el lugar inspiró una ligera sombra de pavor en mi ser. Pero luego, cuando la apremiante sed y él insistente hambre hicieron mella sobre mi delicado cuerpo, ese temor se convirtió en una misteriosa y seductora atracción.
Me adentré titubeante entre la espesura, y el oculto espíritu del bosque me envolvió por entero.
No conozco cual fuera la razón de tan excelsa belleza; puede que se debiera al intenso bailar de sombras que por entre los inmensos árboles se sucedía, o tal vez se tratase de la intensa penumbra que siempre poblaba cada pequeño rincón del paraje. Tan solo se que en esos instantes mi instinto se encontraba vivo y alerta, expectante del más nimio detalle de ese magnánimo cuadro en el cual me encontraba.

Caminé durante largas y tortuosas horas, fijando mi vista en el intenso brillar de las hojas de los árboles cuando la humedad del clima las envolvía, pero no era capaz de encontrar más que la fría hierva que calmaba el ardor de mis pies.
Mi estómago rugía cuan demonio intentando aferrar a su presa, y mis fuerzas se desvanecían entre el débil silbar de los vientos que surcaban el lugar.
Poco a poco mi vista iba haciéndose más y más borrosa, como si hubieran tapado mis ojos con un fino pañuelo de seda y luego me hubieran dejado a mi suerte en mitad de un macabro juego. No parecía que pudiera acertar a ver mas allá que una fina silueta de todo cuanto en esos momentos me envolvía.
Creí que iba a morir, creí que el haberme salvado de la incisa barbarie que había atacado a mi barco y el haberme escapado del furibundo abrazo de los gélidos mares no había sido mas que una inútil forma de alargar, tan solo unos pocos días, la llegada del tipo de la hoz. Y en cierto modo, a resultado ser así, pero mi última visión… su belleza, su sentir... se extenderá entre los vientos de la eternidad y se hará inmortal.

Los vientos cantan como, en esos momentos de desespero, el feroz rugir del bosque se acercó a mí.
Podía sentir su fétido hedor ardiendo incluso entre la robusta madera de los enormes árboles.
No sabía que tipo de animal se estaba acercando, mas incluso las mismas hojas de los pequeños arbustos que me arropaban entre la soledad, comenzaron a tiritar al saber de su llegada.
Busqué entre el frío suelo algo con lo que poder defenderme, pero cuando lo vi aparecer, con sus magnánimas fauces abiertas de par y sus lacónicos colmillos clamando por mi cálida sangre, supe que ni tan siquiera poseyendo yo un ejercito de fuertes hombres podría haber acabado con semejante ser.
Cerré los ojos, atenazado incluso en la oscuridad de mi ignorancia por la dantesca imagen de la bestia, y esperé a que el dolor de sus colmillos me desgarrase el cuerpo.
Imaginé sus negros ojos fijos en mi carne, saboreando mi sangre antes incluso de haberla probado.
Vi, sin siquiera ver, al poderoso animal, con su negro pelaje y sus fuertes patas, lanzándose hacia mí.
Imagine mi cuerpo desangrándose por entre la espesura; el verde de la hierba tiñéndose por el intenso carmesí de mi sangre; y a los pocos rayos de luz que entre el espesor del bosque lograban colarse, esconderse tras el mas mínimo asidero que encontraban, intentando huir de la macabra escena que a los pies del bosque se sucedía.
Fueron tan solo unos indelemnes segundos ahogados en el inmenso mar de cristalinas aguas de la eternidad, aunque para mí el tiempo había expiado, y esos segundos se me antojaron años enteros perdido por entre un furioso torbellino de terror y oscuridad.
Cuando al fin conseguí reunir valor suficiente para abrir mis temblorosos ojos, atisbe la magnánima figura de la bestia postrada entre las hierbas del suelo.
Su cuerpo inmóvil…
Si mirar fijo en la lejanía del bosque…
Al principio no alcanzaba a ver aquello que retenía la atención de la bestia, pero luego de unos segundos de espera, llegó a mi oído una bellísima melodía.
Los vientos arrastraban consigo la hermosa e hipnótica voz de una chica. Liviana y pasional, la voz cantaba entre la calidez del aire preciosas historias de felicidad y amor.
Miré entre la distancia, disipando la espesa nube de tinieblas que oscurecía mi visión, y al fin alcancé la procedencia de la voz.
Nunca había soñado siquiera con que existiese semejante hermosura.
El destello de sus dorados cabellos llamándome entre la penumbra, igual que un faro llama a un barco en los últimos tramos de su intenso navegar. Y sus azules y brillantes ojos, los cuales incluso en el trecho que nos separaba conseguía inundar mi corazón con su candorosa pasión.
Sin darme yo cuenta comencé a caminar, acercándome a cada paso más y más al dulce aroma a flores que vertía la suave seda de su rosada piel.
En un instante mi corazón había quedado preso tras los inamovibles barrotes del más cálido de los amores, y de la más salvaje de las pasiones.
Ya nada me importaba, ni la enorme bestia que hace tan solo unos segundos había ansiado devorar mi carne, ni la apremiante sed que en el interior de mis entrañas me consumía.
Tan solo la visión de aquella increíble muchacha y el susurro de la melodía de su voz tenían cabida ya en mi razón y en mi corazón.

Cuando apenas había ya unos cuantos pasos separándonos, la visión de su desnudez anuló mis sentidos. No intenté pensar en el motivo que había llevado a aquella chica a aquel lugar, tan solo fui capaz de sumergirme en la refulgente visión de sus perfectos pechos; escondiendo tras de si un sinuoso río de infinita pasión, de igual modo que una montaña que en su interior esconde el secreto de su belleza; y en la rosada palidez de la piel que la abrigaba.
En ese momento el tiempo se perdió entre el olvido, y mi sentir se ahogó en una candente orgía de sentimientos y emociones, de fuegos y pasiones, los cuales nunca antes había experimentado.
La ardiente piel de su mano rozó mi rostro, mis brazos, mi pecho. Y antes de que yo supiera siquiera lo que estaba sucediendo, caminaba a su lado, atravesando el ingente bosque de fornida madera y verde vegetación.
La seguí; fijando mi visión en el misterioso refulgir de sus cambiantes ojos, los cuales en un momento estaban teñidos del hermoso y frío azul del mar y al siguiente momento tornaban del color del ardiente sol; durante horas que se me antojaron como segundos tan solo, asta que finalmente nos detuvimos frente a la excelsa visión de un secreto lago.
Los árboles desaparecían en ese trecho, y tan solo el frío refulgir del lago y el sublime brillar de la luna entre los cielos combinaban con la imagen de la ingente hermosura de la chica.
Sin mediar palabra siquiera, y tan solo con la compañía de la ilustre melodía que entonaba su preciosa voz, la joven se adentró entre el gélido latir de las aguas.
Yo la seguí.
Creí que mi cuerpo sería recibido por un exacerbante frío que cortaría mi delicada piel y desgarraría mis sentidos, mas erré.
Tan solo la calidez y la pureza envolvieron mi cuerpo, y al instante, el cansancio, el hambre y la sed dejaron de existir.
La chica se acercó, sus manos rozaron mi piel y sus labios bebieron del calor de mí ser.
Hicimos el amor durante horas… días tal vez. Nuestros cuerpos bañados por la calidez de las cristalinas aguas y por el sentir del brillo de la luna, hasta que mi corazón se quebró y mi cuerpo, inerte y sin vida, se perdió por entre el intenso azul de las aguas.
Un instante tan solo fui ávido de lo que en realidad sucedía. Un instante tan solo en el cual fui capaz de discernir el verdadero cuerpo de la chica, plagado por un millar de pequeñas escamas y por una decena de gelatinosos tentáculos que se aferraban a mi calor y a mi cuerpo, absorbiendo su vitalidad y su vida.

Los vientos cantan el final de mi vida. La dulce melodía de su silbido cuenta como un pobre hombre, engañado por sus deseos, es arrastrado hasta su fatídico final. Pero estos también cantan la historia de como los recuerdos de sus vivencias, y sobre todo los recuerdos de la belleza hallada en sus últimos días, navegan, incorruptos e inmortales, por entre el infinito mar de lo eterno.