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EL VISLUMBRAR DE LA ERA DE ACUARIO
 
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VARIOS AUTORES: ZANONI...(I) Sir Edward Bulwer Lytton
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De: moriajoan  (message original) Envoyé: 05/08/2009 15:26

 

 

 

 

ZANONI

Novela Ocultista Original de

Sir Edward Bulwer Lytton

 

En la segunda mitad del siglo XVIII, vivía y florecía en Nápoles un honrado artista

llamado Cayetano Pisani. Era un músico de gran genio, aunque no de reputación

popular, efecto de que había en todas sus composiciones algo caprichoso y

fantástico que no era del gusto de los dilettanti de Nápoles.

Pisani, en realidad, era muy amante de asuntos poco familiares, en los cuales

introducía tonadas y sinfonías que excitaban una especie de terror en aquellos que

los oían. Entre sus composiciones hallé los títulos siguientes: La fiesta de las

harpías, Las brujas en Benevento, El descenso de Orfeo a las cavernas, Mal de ojo,

Las Euménides, y muchos otros por el estilo, que demuestran en él una grande

imaginación complaciéndose en lo terrible y en lo sobrenatural; pero que a veces se

elevaba hasta lo sublime. En la elección de los asuntos que tomara de la fábula,

Cayetano Pisani era mucho más fiel que sus contemporáneos al remoto origen y al

primitivo genio de la ópera italiana. Cuando este descendiente afeminado de la

antigua cópula del canto y del drama, después de una larga oscuridad y

destronamiento, volvió a aparecer empuñando el débil cetro y cubierto con más

brillante púrpura en las riberas del Arno o en medio de las lagunas de Venecia,

sacó sus primeras inspiraciones del desconocido y clásico origen de las leyendas

paganas; y El descenso de Orfeo no era más que una repetición mucho más

atrevida y tenebrosa, pero más científica, del Eurídice que Jacopi Peri puso en

música cuando se celebraron las augustas bodas de Enrique de Navara con María

de Médicis(1). Sin embargo, como he dicho ya, el estilo del compositor napolitano

no halagaba del todo los oídos delicados, acostumbrados a las suaves melodías del

día; y los críticos, para manifestar este desagrado, se apoderaban de las faltas y de

las extravagancias del músico, que no eran muy difícil descubrir en sus

composiciones, y las ponderaban con frecuencia con maligna intención.

Afortunadamente —pues de lo contrario hubiese muerto de hambre, — Pisani no

era solamente compositor, sino que sabiendo tocar algunos instrumentos,

especialmente el violín, había conseguido encontrar una colocación decente en la

orquesta del Gran Teatro de San Carlos. Aquí, las horas que tenía que emplear en

los estudios que requería su colocación, servían necesariamente de barrera a sus

excentricidades en materias de composición; y aunque nada menos que cinco veces

se le había depuesto de su plaza por haber disgustado a los inteligentes y puesto en

confusión a toda la orquesta, tocando de repente variaciones de una naturaleza tan

frenética y aterradora que cualquiera hubiese creído que las harpías o las brujas

que le inspiran en sus composiciones se habían apoderado de su instrumento, la

posibilidad de encontrar un violinista más hábil en sus momentos de tranquila

lucidez le había conseguido su reposición, y el compositor casi se conformaba a no

salir de la estrecha esfera de los adagios o alegros escritos en su papel. Esto no

obstante, el auditorio, demasiado receloso de la propensión del ejecutante, cogía al

vuelo la más pequeña desviación del texto; y si el músico divagaba por un

momento — lo cual podía advertirse tan fácilmente con el oído como con la vista, o

(1) Orfeo fue el héroe favorito de la ópera antigua o

 drama lírico. El Orfeo de Angelo Politano fue

producido en 1475. El Orfeo de Monteverde se representó en Venecia en 1667.

bien por alguna extraña contorsión del semblante de aquel o algún signo fatal de

su arco, — un suave murmullo del público volvía a transportar al músico desde el

Tártaro o el Eliseo a las modestas regiones de su atril. Entonces Pisani parecía

despertar sobresaltado de un sueño, y después de echar una tímida y rápida

mirada en derredor de sí, con aire abatido y humillado volvía su rebelde

instrumento al carril monótono de su papel. Pero en su casa se desquitaba con

usura de su pesada sujeción, y apoderándose con furia de su violín, tocaba y tocaba

con frecuencia hasta el amanecer, haciendo oír sonidos tan extraños y terribles,

que llenaban de supersticioso terror a los pescadores que veían nacer el día en la

playa contigua a su casa, y hasta él mismo se estremecía como si alguna sirena o

espíritu invisible entonara lastimeros ecos en su oído.

El semblante de este hombre ofrecía ese aspecto característico propio de las gentes

de su arte. Sus facciones eran nobles y regulares, pero agostadas por el sufrimiento

y algún tanto pálidas; sus negros cabellos formaban una multitud de rizos, y sus

grandes y hundidos ojos permanecían casi siempre fijos y contemplativos. Todos

sus movimientos eran particulares y repentinos cuando aquel frenesí se apoderaba

de él, y entonces andaba precipitadamente por las calles, o a lo largo de la playa,

riendo y hablando consigo mismo. Sin embargo, era un hombre pacífico, amable e

inofensivo, que partía su pedazo de pan con cualquier perezoso lazzaroni de los

que se paraba a contemplar mientras ociosamente estaban tendidos al sol. Y con

todo, Pisani era insociable: no tenía amigos; no adulaba a ningún protector ni

concurría a ninguna de esas alegres bromas de las que tanto gustan los músicos y

los meridionales. El y su arte eran a propósito para vivir aislados, y parecían

creados el uno para el otro. Ambos eran extraños; ambos pertenecían a los tiempos

primitivos, o a un mundo desconocido e irregular. Era imposible separar al

hombre de su música: ésta era él mismo. Sin ella, Pisani no era nada, o no pasaba

de ser una mera máquina; con ella, era el rey de su mundo ideal. ¡Al pobre hombre

le bastaba esto! En una ciudad fabril de Inglaterra hay una losa sepulcral cuyo

epitafio recuerda a un sujeto llamado Claudio Phillips, que fue la admiración de

cuantos le conocieron por el desprecio que manifestaba por las riquezas y su

inimitable habilidad en tocar el violín. Lógica unión de opuestos elogios. ¡Tu

habilidad en el violín, oh, genio, será tan grande cuanto lo sea tu desprecio por las

riquezas!

El talento de Pisani, como compositor, se había manifestado en música adecuada a

su instrumento favorito, que es indudablemente el más rico en recursos y el más

capaz de dominar las pasiones. El violín es, entre los instrumentos, lo que

Shakespeare entre los poetas. Sin embargo, Pisani había compuesto piezas de

mucha más fama y mérito, y la principal era su preciosa, su incomparable, su no

publicada, su no publicable e imperecedera ópera Sirena. Esta grande obra había

sido el sueño dorado de su infancia, la dueña de su edad viril, y, a medida que

entraba en años, la quería más entrañablemente. En vano Pisani había luchado

consigo mismo para dar a luz esta maravilla: hasta el amable y modesto Paisiello,

maestro de capilla, meneaba ligeramente su cabeza cuando el músico le favorecía

haciéndole oír alguno de los trozos de sus escenas más notables, y porque esta

música difería de todo lo que Durante le enseñó para brillar, ¡se permitía decir a

Pisani que atendiera al compás y que afinara su violín!

Por más que le pueda parecer extraño al lector, el grotesco personaje que me

ocupa había contraído aquellos lazos que los mortales ordinarios creen solo de su

particular monopolio: se había casado y tenía una niña; y lo que parecerá más

extraño todavía, su mujer era hija de un pacífico, sobrio y muy razonable inglés;

tenía mucha menos edad que él, y era linda y amable como una verdadera inglesa.

Esta joven se había casado con Pisani por elección propia, y le amaba todavía. De

qué manera la joven inglesa se había arreglado para casarse con él, o cómo este

hombre esquivo e intratable se había atrevido a proponérselo, solo puedo

explicármelo preguntándoos, después de haberos hecho dirigir una mirada en

derredor vuestro, cómo la mitad de los hombres y de las mujeres que conocéis

pueden encontrar su pareja. A pesar de ello, y mirándolo detenidamente, esta

unión no era una cosa tan extraordinaria. La muchacha era hija natural de padres

demasiado nobles para reconocerla o reclamarla, y la llevaron a Italia par que

aprendiese el arte que debía proporcionarle los medios de vivir, pues la joven tenía

gusto y voz; además, veíase tratada con dureza, y la voz del pobre Pisani, que era

su maestro, resultaba la única que había oído desde su cuna que no fuese para

reñirla o despreciarla. Después de esto, lo que resta, ¿no es una cosa muy natural?

Natural o no, ellos se casaron. Esta joven amaba a su marido, y, a pesar de sus

pocos años y de su belleza, podía decirse que era el genio protector de los dos. ¡De

cuántas desgracias le había salvado su ignorada mediación contra los déspotas de

San Carlos y del Conservatorio! ¡En cuántas enfermedades, pues Pisani era

delicado, le había asistido y alimentado! Con frecuencia, en las noches oscuras, le

esperaba en la puerta del teatro con su farolito encendido, dándole su robusto

brazo para que se apoyase; y otras veces, si no hubiese sido por ella, ¡quién sabe si

en sus ratos de desvarío, el músico no se hubiese arrojado al mar en busca de su

Sirena! Por otra parte, la buena esposa escuchaba con paciencia — pues no

siempre el buen gusto es compañero del verdadero amor, — y a veces muy

complacida, aquellas tempestades de excéntrica y variada melodía, hasta que, por

medio de constantes elogios, conseguía distraerle y llevarle a la cama cuando se

ponía a tocar en medio de la noche.

La música de Pisani era un parte del ser de su esposa, y esta amable criatura

parecía una parte de la música de su marido, porque cuando ella se sentaba junto

a él, se mezclaban en las tocatas pedazos de inexplicable armonía. Sin duda su

presencia influía sobre la música, modificándola y haciéndola más suave; pero

Pisani lo ignoraba, pues nunca se había cuidado de averiguar de dónde ni cómo le

venía su inspiración. Todo lo que el músico sabía era que adoraba a su esposa, y

aun le parecía que se lo decía así lo menos veinte veces al día, cuando en realidad

no desplegaba nunca los labios, pues Pisani era muy parco de palabras hasta para

su consorte. Su lenguaje era su música, así como el de su mujer eran sus cuidados.

Pisani era más comunicativo con su barbitón, como el sabio Mercennus nos enseña

a llamar al violín, una de las variedades de la gran familia de la viola. El músico

pasaba horas enteras con este instrumento, ensalzándole, riñéndole o

acariciándole; pero se le había oído también jurar por su barbitón, exceso que le

causara un eterno remordimiento. El instrumento tenía su lenguaje particular;

podía responderle. Cuando a su vez había salido de las manos del ilustre

instrumentista tirolés Steiner, era un buen compañero. Había algo de misterioso en

su incalculable edad. ¿Cuántas manos, ahora convertidas en polvo, habían hecho

vibrar sus cuerdas antes de que pasase a ser el amigo familiar de Cayetano Pisani?

Hasta su caja era venerable, pues, según se decía, había sido pintada por Caracci.

Un inglés, colector de antigüedades, ofreció a Pisani más dinero por la caja que el

que éste diera por el violín. Pero Pisani, a quien importara poco habitar una

cabaña, hubiese deseado un palacio para su barbitón, al que consideraba como su

primer hijo, no obstante tener una hija, de la cual voy a ocuparme.

 



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