Página principal  |  Contacto  

Correo electrónico:

Contraseña:

Registrarse ahora!

¿Has olvidado tu contraseña?

Fraternalmente unidos
 
Novedades
  Únete ahora
  Panel de mensajes 
  Galería de imágenes 
 Archivos y documentos 
 Encuestas y Test 
  Lista de Participantes
 General 
 Normas de convivencia en el grupo-- 
 Lee la Biblia aquí! 
 Biblia en Power Point 
 Conoce tu Biblia 
 La Biblia en ocho versiones 
 Recursos Teológicos 
 Estudios biblicos 
 Reflexiones- Hernán 
 Selección de pasajes Bíblicos- por Hernán 
 Biografías de hombres de la Reforma protestante- Por Hernán 
 Arqueología Bíblica (por Ethel) 
 Reflexiones 
 Jaime Batista -Reflexiones 
 Tiempo devocional-Hector Spaccarotella 
 Mensajes de ánimo--Por Migdalia 
 Devocionales 
 Escritos de Patry 
 Escritos de Araceli 
 Mujer y familia- 
 Poemas y poesias 
 Música cristiana para disfrutar 
 Creaciones de Sra Sara 
 Fondos Araceli 
 Firmas hechas-Busca la tuya 
 Pide Firmas 
 Regala Gifs 
 Libros cristianos (por Ethel) 
 Panel de PPT 
 Amigos unidos-Macbelu 
 Entregas de Caroly 
 Regala Fondos 
 Texturas p/ Fondos 
 Separadores y barritas 
 Retira tu firma 
 Tutos 
 Tareas HTML 
 COMUNIDADES AMIGAS 
 
 
  Herramientas
 
General: ¿DE QUÉ NOS SALVARÍA CRISTO?
Elegir otro panel de mensajes
Tema anterior  Tema siguiente
Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: Néstor Barbarito  (Mensaje original) Enviado: 10/07/2016 00:41

 

Al hablar de Jesús como de ‘El Salvador’, no pocas veces debí responder a los descreídos o poco convencidos que me hacían la pregunta: ¿De qué o de quién necesitaba yo que alguien me salvara?

Sabedor de que no era convincente para aquellos, una respuesta que hiciera referencia al pecado original, buscaba redondear una que mostrara al Padre de la mentira; el autor de nuestros males, como entre bambalinas; que lo insinuara o lo sugiriera sin mencionarlo explícitamente. Por eso siempre rondó mi respuesta en torno al pensamiento de que la salvación que Jesús nos había ganado, consistía fundamentalmente en liberarnos de las ataduras del propio yo, que nos sujetaban con fuerza irresistible a nuestra naturaleza animal: del yugo de la propia miseria y el pecado que nos alejan de Dios; del egoísmo que nos repliega sobre nosotros mismos y “nos pone a salvo” de los otros. Y de un modo especial, del temor a la muerte. Como consecuencia de todo esto, la salvación que Jesús nos trajo, nos daría la posibilidad de crecer y volar hasta el trono que Dios quiere que compartamos con Él,  y para el que fuimos creados.

 

Desde hace largas décadas vivo convencido de que su Resurrección nos mostró el verdadero rumbo de la vida del hombre, que es el que conduce a la propia resurrección, y en consecuencia nos dio una pista firme para superar el temor a la muerte. Desde entonces sabemos hacia dónde vamos y podemos exclamar con Pablo: «¿Donde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?» (1 Cor 15,55)

La carta a los Hebreos nos alienta en el mismo sentido cuando nos dice que Jesucristo vino «para liberar, mediante su muerte, a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor a la muerte.» Asimismo afirma que «por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, Él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba.» Cfr. (Heb 2, 14/18)

 

Pero gracias a la lucecita  que encendió en mi dura “sesera” el  fallecido ex Arzobispo de Milán Cardenal Carlo Mª. Martini, por medio de su libro Vivir con la Biblia, creo  que entendí más plena y cabalmente las implicancias de la Salvación y sus alcances. Ella se refiere, en sentido amplio,  a todo lo involucrado en el concepto de temor. A todos los miedos.

 

Descubrí entonces detalles importantes que se me ocultaban en aquella idea: esta liberación no se trata sólo del miedo a la muerte física. Se trata también de las mil muertes que un hombre teme y puede padecer a lo largo de su vida.

 

También son formas de ese miedo, el temor a perder a los seres queridos, la honra, el patrimonio. A sufrir el robo de sus ideas; la humillación y  el desprestigio ante los hermanos. Lo son igualmente el temor al ostracismo social, al fracaso, la pobreza, el  dolor y la soledad; al qué dirán: la crítica despiadada y el descrédito. El temor a ser pospuestos, desechados, no estimados ni respetados.

 

Todas ellas son  otras tantas muertes temidas, de las que Él nos devuelve a la vida cuando nos anima a vivir para los demás, a hacernos prójimos de los otros, y a amarlos como Él nos amó. Es decir, a despojarnos y olvidarnos de nosotros mismos, de nuestro “hombre viejo” con su natural egoísmo, y abandonarnos en manos de la gracia, que en definitiva es la que va a divinizarnos. Este es el camino que Él marcó y la enseñanza que refrendó aceptando su muerte en la Cruz.

Desaliento, temor, miedo, muerte. Muerte cívica, muerte social, muerte espiritual y sicológica, esclavitud, servidumbre. El miedo oprime, somete, esclaviza. Tan sólo la verdad libera. Y la verdad es Cristo; Cristo muerto, resucitado y triunfante junto al trono de su Padre, detrás del cual vamos.

 

Porque Jesús sabe bien cuáles son nuestros miedos, nos insta a “no querer salvar la vida”, y nos dice que «el que ama su vida la perderá» (Jn 12, 25).  Esto es: el que la atesora para sí como un bien absoluto; el que intenta prevalecer sobre los demás; el que dilapida sus talentos en banalidades, necedades o torpezas por mero egoísmo; para exclusivo “beneficio” propio. El que los entierra para que no se los roben, sin advertir que junto con ellos entierra su corazón; se entierra a sí mismo.

 

«El que desprecia su vida la conservará para la Vida eterna», sigue diciendo el Señor. “Despreciar la vida”, en el decir de Jesús, no es precisamente no valorarla, ya que ésta es un regalo precioso para nosotros, para los que nos aman, y sobre todo para Dios, que “nos amó tanto que nos dio a su Hijo único para salvarnos” (Jn 3,16), y  por eso nos insta a vivirla santamente.

El Señor apunta, con esta expresión, a animarnos a abrirle los brazos al hermano. El que desprecia su vida es el que se arriesga y la brinda para aliviar el dolor de los demás. El que ofrece a manos llenas a los otros sus talentos sin hacer cálculos, ya sean pocos o muchos, importantes o pequeños, sin miedo a ser defraudado, burlado, plagiado o ignorado.

                              

Todos los miedos y las muertes fueron clavados en la Cruz de Cristo entre dos ladrones. El resentimiento, el rencor y la cerrazón iban a empujar a uno hacia la Muerte. Así, con M mayúscula. Esta es seguramente la que Juan llama, en el Apocalipsis, “la muerte segunda” (Cf Apoc 21, 8), la única muerte temible y verdadera. El arrepentimiento y la esperanza iban a llevar al otro a la Vida. Aquél siguió el camino del odio;  este, el del reconocimiento de la propia debilidad y miseria y  la aceptación humilde y agradecida de la salvación que Jesús le ofrecía. El uno se hundió en su propia ciénaga. El otro confió y se apoyó en Él.  ¡Y le crecieron alas!

Es verdad que cada quién debe vencer sus propios demonios y fantasmas interiores: sus locas ambiciones y sus miedos; tentaciones del espíritu, del mundo y de la carne. Sin embargo, sólo en Jesucristo es posible hallar la fuerza para hacerlo; el ánimo y la firmeza que nos pueden arrancar de semejante pantano.

 

Ahora, gracias al mensaje que el Espíritu me hace llegar a través de las palabras del Cardenal  Martini, se esclarece esto en mi mente, pero también descubro que en buena medida había experimentado en mi vida estas cosas sin tener una percepción clara del camino por el que el Espíritu me iba llevando. Sobre todo en mi acción pastoral. Particularmente en el acompañamiento a los enfermos, pero también en el ministerio de la catequesis de adultos, que no es tan sólo enseñar una doctrina, sino compartir vida y esperanza. Hoy veo claramente que, sumergido en las angustias, los dolores, la soledad y los mil problemas de cada hermano, que yo siento como míos, mis propios miedos y preocupaciones pierden protagonismo, pasan a segundo término. En rigor de verdad, muchas veces se diluyen; se convierten  en agua y se me escurren de entre los dedos.

 

A esta altura de la reflexión, inevitablemente una vez más me aparece ante los ojos del alma la figura entrañable y fraternal de San Francisco. Y entiendo cabalmente por qué  tantas veces se llamó a sí mismo “pobre y menor”. Se hizo pobre y menor para servir a sus hermanos. Fundamentalmente, fue un hombre que con su amor y ardor por Jesucristo, transformó el mundo de su época.

Con la fuerza de la gracia, él un día dejó de reptar, y le crecieron alas tan fuertes como las  del Serafín que imprimió en él las llagas de Jesús. Ellas lo llevaron por encima del común de los hombres, hasta el trono de Dios, donde Cristo lo esperaba para decirle: «Venciste hermanito, vení a sentarte en mi trono, conmigo » (cf. Ap 3, 21). Ese fue Francisco. Un hombre que aceptó la salvación que Jesús le ofrecía. Fue un hombre libre.

 

Te aclaro que no pretendo con esto decir que el camino imprescindible sea para todos llevar una vida según el modelo de Francisco. Él fue asumido por Dios y llevó la imitación de Cristo hasta sus últimas consecuencias. Éste es el único modelo a imitar, y h e comprendido que Dios va extendiendo un camino distinto a los pies de cada hombre y cada mujer, y todos conducen a Él. Lo importante es andar ese camino con los ojos del alma bien abiertos y el oído atento.

Pero no querría terminar esta reflexión sin decir que la salvación que nos ofreció Cristo, consistió,  ante todo, en darnos el impulso que nos pondría sobre las alas del Espíritu para volar hasta su trono, donde «Si hemos sido constantes, reinaremos con Él.» (2 Tim 2, 12).



Primer  Anterior  2 a 2 de 2  Siguiente   Último  
Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: Dios es mi paz Enviado: 08/08/2016 23:29



Nada mas grato y maravilloso que un abrazo del Señor!! Gracias por tu mensaje!







El nos abrazó en su amor al dar su vida por nosotros! Araceli







 
©2024 - Gabitos - Todos los derechos reservados