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General: Hiram y Maat
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De: Alcoseri  (Mensaje original) Enviado: 04/03/2013 14:30
Mirad bien a ese arquitecto
. Para facilitar el paso de carretas y narrias cargadas de piedras talladas, Hiram había hecho destruir unas vetustas casas, ampliar calles demasiado estrechas. Rompiendo el dédalo de la ciudad alta, había creado una vasta perspectiva que daba al palacio de Salomón, dominando la antigua ciudad de David. Cuando los trabajos estuvieron lo bastante adelantados, el maestro de obras condujo al rey y la reina de Israel al paraje. La austera roca había cambiado mucho. Un tramo de peldaño conducía a una explanada. En el ángulo norte se erguían los muros del futuro tesoro, en el ángulo oriental los de las salas del trono y del juicio. Era preciso flanquear los muros de esta última para descubrir el palacio, cuyas numerosas estancias se levantaban en torno a un patio interior al aire libre. Los soberanos contemplaron los enormes cimientos y los bloques de cinco metros de altura, pulidos como mármol. Nagsara pasó la mano por las piedras, las consideró tan perfectas como el granito trabajado por los escultores egipcios. Hiram y sus artesanos habían realizado un auténtico prodigio, uniendo solidez y finura. Los apartamentos del monarca y de su esposa, casi terminados, estaban ya adornados con madera. Las vigas de cedro de los techos se elevaban a más de seis metros, dando una impresión de grandeza. Según la tradición, Hiram había separado la alcoba del rey de la de la reina, así como sus anexos, cuartos de baño, retretes, despachos, recibidores, vestíbulos. La pared norte del palacio le pareció a Salomón mucho más gruesa que las demás. El maestro de obras le explicó que sería medianera con el templo. En el centro abriría una puerta que comunicaría la casa del rey y la de Dios. Salomón permaneció frío y reservado. No quería manifestar el inmenso orgullo que le dominaba Jamás un rey de Israel había vivido en palacio mas espléndido, al que se añadirían salas para banquetes y conciertos, los aposentos de las concubinas, funcionarios, servidores y guardias Hiram había concebido un dispositivo tan armonioso como confortable -Viviremos aquí a partir del mes que viene -decidió Salomón -Los ruidos de las obras -objeto Nagsara -Serán agradables a nuestros oídos No habrá ya otra morada para el rey de Israel Que el maestro de obras apresure la conclusión de las estancias principales Hiram, sonriente, se inclinó Los deseos de Salomón se vieron satisfechos Los compañeros trabajaron sin descanso en el interior del palacio, bajo la atenta vigilancia de Hiram Los maestros encuadraban a los aprendices, compañeros y jornaleros, tanto en Eziongeber como en Jerusalén, tanto en las forjas como en las canteras, para que prosiguiera la producción de útiles, especialmente cinceles de cobre que se gastaban muy deprisa y piedras talladas de acuerdo con las instrucciones del maestro de obras, antes de ser numeradas y colocadas en los almacenes Jeroboam organizaba el trabajo forzoso sin rezongar Aunque sus relaciones con los maestros fueran distantes, atendía sus peticiones Los carpinteros de Hiram habían fabricado un admirable mobiliario para la pareja real Lechos, tronos, sillas, mesas, cofres de cedro, olivo o acacia, la mayoría recubiertos de láminas de oro Pedestales de bronce aguantaban antorchas de distinto tamaño, destinadas a dar una luz más o menos intensa según el lugar que iluminaban La circulación de aire se lograba gracias a una ingeniosa distribución de las ventanas, fáciles de ocultar durante los períodos fríos Pese a la insistencia del mayordomo de palacio, encargado del protocolo, Salomón no aceptó inauguración oficial alguna antes de la consagración del templo En tres años, maestre Hiram había conseguido lo más fácil edificar la residencia real Una etapa brillante, ciertamente, aunque muy alejada de la meta Cuándo la reina ocupó por primera vez el ala que le habían reservado, el rey aceptó su invitación a cenar La joven, que entraba en su vigésimo año, se había vestido a la egipcia túnica de lino transparente con tirantes, que dejaba los pechos al descubierto, pectoral de oro, cornalina y lapislázuli, brazaletes de oro en muñecas y tobillos Los cabellos habían sido trenzados y perfumados, le habían enrojecido los labios y ennegrecido las cejas ¡Qué seductora era aquella extranjera cuya pasión se revelaba en cada mirada! ¡Cómo se ofrecía en cada uno de sus graciosos gestos, en su febril aliento! Salomón desdeñó la cena La desnudó con lentitud y le hizo el amor con tanto fervor y ternura que la joven vibró con todo su ser, como una lira bajo los dedos de un músico inspirado Cuando Nagsara se durmió, ahíta de goce, Salomón la contempló. Desnuda, abandonada, era pura armonía pese a la extraña marca que adornaba su pecho, aquellas letras del más alla que formaban el nombre de Hiram Salomón sintió en la boca un gusto a cenizas No podía mentirse a sí mismo Ya no amaba a Nagsara Hiram respondió con reticencia al mensaje de la reina rogándole que fuera a examinar su sala de recepción Enfrentándose con dificultades de transporte de los materiales provenientes de las canteras, al arquitecto no le interesaba escuchar los caprichos de una soberana En cuanto el arquitecto llegó, ésta se quejó de la mala calidad de algunas maderas y de una silla de tijera mal terminada Enojado, Hiram realizó sin embargo un atento examen -¿Os estáis burlando de mí, Majestad9 No veo defecto alguno -¿Y vos, maestre Hiram, por qué mentís9 Un helado furor encendió la mirada del acusado -No permitiré que nadie me injurie de este modo Vuestro rango no os autoriza a ser injusta -Si sois tan inocente como pretendéis, explicadme por qué el plano de este palacio se parece tanto al de Tanis, por qué las técnicas empleadas son tan parecidas a las de los arquitectos egipcios, por qué, en estos muros, me siento de regreso a mi país Hiram aguantó la mirada de Nagsara, pero permaneció mudo -Me habéis salvado dos veces la vida e ignoro quién sois Afirmáis que nacisteis en Tiro Lo dudo Habéis vivido en Egipto En vos, todo me recuerda el comportamiento de los arquitectos de mi padre, aquellos hombres de alta frente, severo aspecto que, a veces, parecen estar tan lejos de este mundo Confesad, os lo ordeno Hiram se cruzó de brazos -Por fin comprendo por qué vuestro nombre esta grabado en mi carne Pertenecemos a la misma raza, nacimos en la misma tierra Sois un exiliado, como yo. Los dioses me ordenan que me acerque a vos, como si fuerais la clave de mi felicidad Pero amo a Salomón Sólo él es mi vida Quiero destruir esta inscripción que une nuestros destinos, maestre Hiram La odio y os detesto Sólo queda una solución para borrar el maleficio que impide a Salomón sentir por mí una creciente pasión vuestra marcha Salid de Israel El palacio está terminado Habéis cumplido vuestro contrato En cuanto estéis lejos de aquí, vuestro nombre desaparecerá de mi pecho Mi piel se verá purificada Sois el genio maligno que destruye mi alegría Marchaos, os lo suplico Marchaos y callaré lo que he descubierto -No temo nada de lo que podáis divulgar -declaró el arquitecto-. Vuestra imaginación está enferma Juré construir un templo y cumpliré mi palabra Luego, me marcharé -¿Cuánto tiempo falta todavía.? -Varios años -¡Es imposible! ¡E1 maleficio habrá matado el amor de Salomón! Nagsara se arrojó a los pies de Hiram -Os lo suplico , no me hagáis sufrir más Regresad a vuestro país Hiram levantó a la reina -La palabra dada se cumple, Majestad -No me comprendéis Esta marca, vuestro nombre ¡No puedo soportarlo ya! El arquitecto volvió la espalda a Nagsara No la vio enarbolar un puñal y lanzarse sobre él, pero advirtió el peligro como una bestia salvaje Con el antebrazo, detuvo el ataque y desvió la trayectoria del arma Nagsara soltó el puñal y retrocedió vanos pasos -Salid de Jerusalén u os mataré -prometió Un viento invernal barría la roca desde hacía vanos días y varias noches Sin embargo, la pareja real permaneció en su nuevo palacio, decorado ahora con azulejos. Los braseros proporcionaban una suave calidez Violentas lluvias sucedieron al viento Provocaron corrimientos de tierra que sorprendieron a los ganaderos, acostumbrados a permitir que sus rebaños pacieran en la cima de las colinas Torrentes y uadis se llenaron de furiosas aguas que corrían por las pendientes Una crecida anegó el campamento de tiendas de los obreros que residían en Jerusalén, otra las fundiciones junto al Jordán Algunos hombres se ahogaron. Entre los empleados en el trabajo forzoso, se contó un centenar de víctimas. Jeroboam se declaró incapaz de luchar contra la catástrofe Hizo a Hiram responsable de ella El maestro de obras no lo eludió. Organizó los socorros ayudado por Salomón Útiles y piedras talladas habían sufrido daños La principal cantera, inundada, sería inutilizable durante vanas semanas Los caminos de tierra, inundados por las aguas, impedían circular a los vehículos Algunas regiones se hacían inaccesibles Sadoq y los sacerdotes profetizaban el fin de los trabajos El pueblo comenzaba a murmurar contra maestre Hiram El entusiasmo de los primeros años se debilitaba El templo se convertía en un objetivo utópico. La roca era ahora ocupada por el palacio real. Salomón había afirmado su prestigio ¿Qué más querían? Ayudado por los maestros, Hiram encendió unos fuegos de campamento a cuyo alrededor se reunieron los obreros La administración real procuró que no les faltara alimento ni ropa El rey y el maestro de obras unieron sus esfuerzos. El verbo de Hiram fue un arma eficaz, con su ardor y su fuerza de convicción, persuadió a su cofradía de que la cantera no sería abandonada y de que el plan de obra se cumpliría hasta el final Salomón hizo las mismas declaraciones ante el consejo de la Corona El pueblo supo que la voluntad del rey era inflexible Cuando reapareció el sol, las aguas retrocedieron Prosiguió el trabajo Ninguno de los hebreos curados por la imposición del sello de Salomón había perecido La vuelta del buen tiempo se atribuyó a Salomón, cuya sabiduría había sido reconocida por Dios El carácter de Hiram iba ensombreciéndose. No le importaba que la belleza del palacio sirviera a la gloria de Salomón y no a la suya. Pero la edificación del templo se hacía cada vez más difícil, prolongando por lo tanto la duración del exilio. Los hombres del trabajo forzoso se quejaban. Jeroboam se expresaba en su nombre: deploraba las míseras condiciones de existencia cuyo único responsable era Hiram. Para calmar la naciente cólera, Salomón se había visto obligado a aumentar la paga, vaciando su tesoro con más rapidez de la esperada. Algunos aprendices habían accedido al grado de compañero. Pero ningún compañero había llegado a maestro. Los nueve elegidos de Hiram formaban el núcleo de la cofradía y permanecían mudos sobre los secretos que detentaban. Respondían al unísono, a los compañeros que solicitaban un ascenso y mejor salario, que no tenían poder de decisión. Sólo Hiram, si lo consideraba oportuno, podía elevar un compañero al magisterio. Un aprendiz impaciente, que se había permitido insultar al maestro de obras, fue devuelto a su aldea. La sanción se consideró severa, pero nadie la discutió. Hiram se permitía sólo un placer: largos paseos por la campiña con su perro, algunas horas por semana. Olvidaba las preocupaciones cotidianas, soñaba en una libertad perdida, pensaba en los paisajes de Egipto. Comulgaba con el sol y el aire, creía aislarse de aquella labor en la que se escapaba su vida. Se permitía la ilusión de ser un viajero que partía hacia su tierra natal. Aquella vez, al paseo le faltaba sabor, parecía una comida sin sal. La ejecución del plan de obra no satisfacía las exigencias del arquitecto. Los tiempos de descanso eran demasiado prolongados. Los obreros se relajaban. Pese a los alegres saltos de su perro y al esplendor de una naturaleza que despertaba a la primavera, Hiram no dejó de pensar en una nueva organización del trabajo. Mañana doblaría los equipos utilizando los efectivos del trabajo forzoso. Caleb, como cada víspera de sabbat, limpió la sala subterránea donde se había instalado maestre Hiram. Había llenado de aceite las lámparas y depositado en una piedra un plato de habas, galletas e higos. La tradición obligaba, el día del reposo sagrado, a no cocinar y comer frío. -¿Otra vez sabbat? -protestó Hiram, que acababa de tomar un baño. Al día siguiente, estaría prohibido lavarse. -Es nuestra tradición más sagrada -indicó el cojo-. La hemos observado de generación en generación. ¿Acaso el propio Dios no descansó el séptimo día, tras haber terminado la creación? -Yo no he terminado la mía. Estos días perdidos afectan mi plan de trabajo. Caleb consideró inadmisible la actitud del maestro de obras. -¡Tenemos que recuperar el aliento! ¿Olvidáis que el primer hombre nació a comienzos del primer sabbat, ignoráis que nuestro pueblo consiguió salir de Egipto el día del sabbat? No respetarlo sería una falta muy grave. Príncipe, no estaréis pensando en... -Barre, Caleb. Unos carpinteros, ayudados por algunos jornaleros, depositaron en tierra un gigantesco tronco de árbol. Comenzó enseguida el desramado. Hiram dio órdenes secas e imprecisas. Sólo quedaba algo más de una hora antes de que comenzara el sabbat. Hiram observaba el cielo. Aguardaba con impaciencia el momento en que los hombres quedarían liberados del trabajo. Cuando las tres primeras estrellas aparecieron en el crepúsculo, el sabbat comenzó a brillar. Sonó por primera vez la trompeta, indicando a los trabajadores que dejaran su actividad. Los jornaleros se plegaron enseguida a la costumbre. Cuando resonó el segundo toque, los comerciantes cerraron sus tiendas. Al tercero, se encendió una lámpara ante cada morada, símbolo de la presencia divina que se manifestaba en el reposo de las almas. Cenarían dentro de poco. En el menú figuraban vino y sustancias aromáticas, todo ello tres veces bendecido. Uno de los compañeros carpinteros, de acuerdo con la regla promulgada con maestre Hiram, recogió las ramas cortadas. Al finalizar el trabajo, la obra debía estar limpia. Furioso, Jeroboam tomó una piedra y la arrojó a la cabeza del compañero. Éste se derrumbó. Su sangre enrojeció la tierra. -¡Ha violado el sabbat! -aulló el gigante pelirrojo-. ¡Merecía la muerte! Los obreros se interpusieron entre su jefe e Hiram. En las familias se levantaban las plegarias de paz. Salomón, pese a la insistencia de Hiram, no había aceptado reunir su tribunal. De acuerdo con numerosos testigos, la infeliz víctima había cometido un pecado tan grave que la cólera divina había caído enseguida sobre ella. Jeroboam sólo había sido el brazo de Yahvé. ¿Quién podía atreverse a castigarlo? Frente al rey, el arquitecto no ocultó su cólera. -Fiestas religiosas, descansos sagrados, ritos inflexibles... ¿Justifican para vos el asesinato de un inocente? -Era culpable -repuso Salomón-. El sabbat es el momento sagrado en el que Dios prepara, con el reposo, una nueva creación del mundo. Es anterior a la ley de Israel y la justifica. Quien no la respeta, sabe a lo que se expone. -Ese compañero obedecía la regla de la obra. -No puede ser contraria a la de Israel. Vos sois el responsable de esta tragedia, Hiram. El arquitecto caminaba por las avenidas desiertas a orillas del Jordán. Los ojos estaban fríos, apagados desde hacía una semana. El trabajo forzoso había sido suspendido. Los obreros, refugiados en las tiendas, jugaban a los dados. En la roca de Jerusalén había cesado la actividad de los constructores. El palacio real presidía, soberbio y huraño. La acusación hecha por Jeroboam había sido anotada por el secretario Elihap y desembocaría en un proceso. ¿No había maestre Hiram, según los fieles creyentes, despreciado el sabbat, pisoteado los galones más altos de Israel? ¿No era más culpable que el compañero lapidado? El sumo sacerdote había apoyado la queja de Jeroboam, de modo que Salomón se vio obligado a presidir un tribunal de justicia. ¿Cómo dudar del resultado? Hiram había cerrado las obras. Había anunciado a los maestros que su empresa iba directa al fracaso. Si el maestro de obras era condenado, ni aprendiz ni compañero alguno aceptaría otra autoridad. Pero el arquitecto exigía que ninguna revuelta turbara el orden impuesto por Salomón. Con la entrada de la alcoba subterránea custodiada por Caleb y Anup, y la del taller del Trazo por los maestros, Hiram se había retirado a la soledad de aquellos lugares que había aprendido a amar, aquellos lugares animados antaño por gritos, cantos y palabras de aliento. El vacío le sentaba mal. Sólo la voz de los instrumentos los hacía hermosos. Sin ella, sólo quedaban las huellas del sufrimiento de los hombres, de sus esfuerzos hacia la perfección. Hiram no aceptaba que la suerte le contrariara. Un maestro salido de la Casa de la Vida se hacía indigno de su cargo si renunciaba a la Obra. Fueran cuales fuesen las circunstancias y los obstáculos, sólo se culpaba a sí mismo. Había sido estúpido, incapaz de desmontar las artimañas de Salomón que, una vez concluido el palacio, había encontrado el medio de desembarazarse de un arquitecto molesto. Cambiar su destino... Sí, un adepto egipcio, iniciado en los misterios, podía hacerlo. Utilizaba aquella forma inmortal del espíritu sobre la que ningún acontecimiento tenía poder. Orientaría de otro modo el espejo de su ser y los rayos del sol lo golpearían desde otro ángulo. Así se modificaba el curso de una existencia. Pero Hiram no abandonaría el camino que se había trazado ante él y a su pesar. Más allá de la orden del faraón y de la voluntad de Salomón, estaba el desafío que el propio Hiram se había lanzado. Le habría gustado ver nacer aquel templo para encarnar en él la sabiduría que le había sido transmitida y dar pruebas de su arte en el corazón de la enfermedad. Y ahora el rito del sabbat y la intervención de rencorosos personajes le reducía a la impotencia, al silencio definitivo incluso. Al menos, no tendrían la satisfacción de verle huir. Hiram se preparaba para comparecer ante el tribunal de Salomón cuando Caleb, alegre, le entregó un cordero. -¡Mirad, príncipe!, todavía está caliente... Acaba de morir. Dios nos lo ofrece. Tendríamos que marcarlo con tinta roja, en un lugar poco visible. -Pero ¿por qué? -¡Os digo que es un don del cielo! Mareadlo, yo me encargaré del resto. Limitaos a seguir vivo. Caleb se negó a explicarse. Cumplido su deseo, corrió hacia un destino que sólo él conocía, estrechando en sus brazos el despojo como si se tratara de un inestimable tesoro. Salomón celebraba audiencia en el antiguo palacio de David. Recibir a Hiram en el nuevo pórtico del juicio era imposible. En realidad, el lugar sólo existiría tras la inauguración del templo. El templo... ¿Quién lo construiría tras la condena del arquitecto? ¿Cómo se comportaría la cofradía que le había dado su confianza? Pero Hiram había transgredido la ley. Salomón no podía absolverle sin renegar del orden sagrado que daba vida a Israel. ¿No ocurría lo mismo en el país de la sabiduría, en aquel Egipto donde la ley divina, Maat, era la base intangible de la civilización? El rey estaba obligado a juzgar y castigar a un maestro de obras excepcional sin el que el santuario de Yahvé nunca pasaría de ser un proyecto. La regla de vida que debía preservar le obligaba a destruir la obra que daba sentido a su reinado. Prisionero de su propio trono, implacable adversario de quien debiera ser su amigo, Salomón se sentía abandonado por la sabiduría. ¿En qué desierto, en qué inaccesible barranco se había refugiado? ¿Por qué huía de él? ¿No estaría alejándose, segundo a segundo, de Jerusalén para ir a la tierra de los faraones? El sumo sacerdote estaba a punto de vencer al rey. Eliminado Hiram, Salomón se refugiaría en su palacio de la roca, creyendo dominar a un pueblo del que se separaría cada vez más. Junto al trono, Sadoq. Vestido ritualmente, el sumo sacerdote mostraba ostensiblemente el rollo de la ley. Recordaba la importancia del sabbat. En nombre del respeto a la religión, exigiría la lapidación de Hiram, culpable de sacrilegio y de subversión. Salomón no podría mostrar clemencia alguna. El arquitecto pagaría con su vida la muerte de un compañero que había cometido el error de obedecer sus órdenes. Sadoq había convocado a los dignatarios civiles y religiosos que componían una numerosa concurrencia, animado por el deseo de venganza contra un maestro de obras extranjero que no había cesado de desdeñarle. Ninguna sabiduría ayudaría a su real protector. Hiram se dirigió a la sala del juicio. No pensaba en un resultado que conocía de antemano, sino en el compañero ejecutado ante sus ojos. El maestro de obras llevaba un vestido blanco. En el pecho, un pectoral de oro. En su mano derecha, el bastón que simbolizaba su autoridad en la cofradía. El mayordomo de palacio, con la llave al hombro, introdujo al acusado en el tribunal. En cuanto apareció Hiram, unos suspiros de asombro brotaron de todos los pechos. Sadoq cambió de rostro. Pálido, con los labios prietos, comprendió que el arquitecto gozaba de una gracia sobrenatural. Como él, todos los presentes veían materializarse en la persona de Hiram al constructor de los orígenes anunciado por la Tradición.* * Figura mítica conocida en toda la tradición del Próximo Oriente. De origen egipcio, fue evocada por el profeta Ezequiel. Salomón, radiante, supo que la sabiduría no le había abandonado. -Mirad bien a ese arquitecto -ordenó-. Nadie puede juzgarle. Él lleva el bastón con el que el constructor llegado del cielo midió el futuro templo. Maestre Hiram ejecuta la palabra de Yahvé. Detenta el instrumento de su creación. Llenando el umbral con su presencia, el arquitecto blandió el bastón profético. Todos se inclinaron, salvo Salomón. - https://groups.google.com/group/secreto-masonico/browse_thread/thread/3c8c3e2da030315c/87d67ad1be9b4818?lnk=gst&q=maat#87d67ad1be9b4818


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De: BARILOCHENSE6999 Enviado: 05/07/2015 04:26

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De: BARILOCHENSE6999 Enviado: 07/07/2015 03:25


 
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