Ciertos adultos tienden a presionar a los niños para que sean los mejores en
todo lo que hacen, en especial, en la escuela y en sus prácticas deportivas.
Semejante sobreexigencia suele traer aparejados efectos secundarios no
deseados…
Cuando era una niña, mi padre quería que
figurara siempre en el Cuadro de honor. Cualquier nota que no fuera un 10 no
estaba bien vista por él. Recuerdo que me sentía demasiado presionada, ya que
sacarme un 8 o un 9 no era suficiente y era considerado un fracaso. No
disfrutaba a pleno mi vida escolar, estaba siempre pendiente de los resultados
–que por lo general no conformaban- y, con los años, me quedó una sensación de
nunca iba a llegar a alcanzar objetivos establecidos. De lograrlos, sentía que
algo faltaba o que no había hecho todo bien. Me llevó años y un gran trabajo
interno deshacerme de estas sensaciones, valorar la intención positiva que tenía
mi padre y conectarme con mis recursos internos genuinos y con lo que yo
realmente quería hacer y ser.
Con el tiempo entendí que una nota baja (o no tan alta) no es una catástrofe,
sino una dificultad a afrontar (como tantas que encontraremos en nuestro
futuro). Hoy en día, veo a muchos adultos que sobreexigen a sus hijos en la
escuela, en el deporte o en la actividad extra que practican, buscando que sean
los más exitosos. También fomentan una competitividad exacerbada en relación con
otros niños y los comparan permanentemente (¿ves que Ricardito siempre hace esto
mejor que tú?). Otros los mantienen hiperocupados constantemente (con cursos
varios) y no les dejan tiempo libre, necesario para jugar o para descansar.
Ambas posturas suelen dar resultados contraproducentes que pueden llegar a
generar enfermedades o trastornos de aprendizaje o de conducta (ansiedad,
depresión, etc.)
RAZONES
Hay adultos que por situaciones familiares o por problemas económicos no
pudieron acceder a lo que hoy les brindan a sus niños y por eso esperan el
máximo rendimiento. Otros adultos incluso buscan que sus hijos sobresalgan en
algo que a ellos les quedó pendiente o en lo mismo que ellos hacen (si soy buen
abogado, ¡mi hijo debe serlo, también!). Primero, es conveniente que los padres
solucionen sus problemas intrapersonales sin resolver en vez de hacer partícipes
a los más pequeños y no permitirles ser quienes realmente son y desarrollar su
propio potencial.
Los hijos son personas independientes de sus padres, con sus propios gustos,
talentos y deseos personales. Querer que nuestros niños crezcan a nuestra imagen
y semejanza y sobreexigirlos para que se amolden a nuestro ideal de lo que
debería ser (nuestro propio “cuadro de honor”) los pone en un lugar muy
difícil de sobrellevar y no estimula un crecimiento en términos beneficiosos.
¿Los vamos a querer más porque sean abanderados? O reformularé mi pregunta: ¿los
vamos a querer menos porque no lo sean?
Es lógico querer que un hijo o una hija se destaquen y nos hagan sentir
orgullosos. También es muy válido querer que ellos estudien y aprendan lo más
posible en la escuela. Pero no existen los hijos perfectos, así como tampoco hay
padres perfectos. Detectar sus necesidades, sus capacidades y sus deseos
contribuirá enormemente a criar futuros adultos felices, plenos y
realizados.