El rey de Prusia, Federico II el Grande (1712-1786), era muy conocido por su mentalidad abierta. Acostumbraba decir que, en sus Estados, estaba permitido que cada uno de sus súbditos se volviese santo como le pareciese. En un tiempo en el que las persecuciones religiosas aún reinaban en la mayoría de los países europeos, ese punto de vista hizo de Prusia un oasis de tolerancia y libertad mucho antes de su tiempo. Pero esta forma de proceder, práctica para el reino de Prusia, ¿es válida para el Reino de los cielos? Lo esencial para cada uno ¿es respetar la creencia de los demás practicando la suya con sinceridad? Este punto de vista no es justo. Hoy en muchos países cada uno puede practicar la religión que le conviene, hasta la más extravagante. Pero en cuanto a volverse santo, eso es otro asunto.

Para estar santificado ante Dios, la Palabra de Dios nos presenta la única manera, la cual consiste primeramente en reconocer que soy un pecador perdido y en aceptar el medio que Dios me concede para que yo pueda ser salvo. Este medio es Jesucristo, quien satisfizo la justicia de Dios entregando su vida. El castigo que yo merecía, él lo llevó en la cruz y me libró. Él murió, “el justo por los injustos”. Si creo en él, Dios puede declararme justo y santo. ¡Cuán perfecta es la obra de Cristo! Hace de un pobre pecador un “santo” a los ojos de Dios. Es mi posición, ahora tengo que demostrarlo: “Sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1ª Pedro 3:18, 1:15).