Estas palabras del Gran Confortador que visitó la Tierra hace dos mil años, vienen a la mente de todos durante la fiesta de 
Pascua, que trae alegría a millones, ya que la Humanidad está despertando, cada día más, a su verdadero significado.
 
La Pascua, que se celebró una vez por unos pocos cristianos, ya no es sólo una festividad cristiana. Ya no está reservada a
 los que aceptan el pan y el vino consagrados de las manos de sus sacerdotes. Se ha convertido en un gran día de alegría 
para los pueblos de todas las naciones y para los seguidores de todas las religiones;
 incluso para los que nunca pisan una iglesia.
 
Se ha convertido en costumbre que, tanto las gentes de los distritos rurales como las de las ciudades, elijan 
una colina para colocar allí una cruz y, en el alegre día de Pascua, se reúnan fraternalmente y adoren en comunidad, 
sin discriminaciones por razón de raza, credo o color; y, en nombre del más grande Espíritu que jamás haya habitado 
un cuerpo físico, adoren al Espíritu Universal, ofreciendo alabanzas y agradeciendo la vida y la luz que fueron su 
tarea en el gran esquema de Dios. Este espíritu universal de la alegría se expresa, precisamente, un día que 
nos trae a la memoria un hombre clavado en una cruz, que muestra a la Humanidad un rostro contraído por 
el dolor, y un cuerpo humano experimentando la agonía de la muerte. ¿Por qué se ha de regocijar la 
Humanidad en un día conectado en la memoria con un acto tal de brutalidad sucedido hace dos mil años?
 
Cristo Jesús
El hombre, en su ausencia de conocimiento, y en su vaga comprensión de la justicia de un Padre amoroso,
 ha convertido la tumba en un sepulcro sombrío, algo que produce temor, y en un final para todas sus aspiraciones y 
ambiciones. Durante edades, ha temido este final de la existencia física y ha hecho de ello un tiempo de intenso
 duelo, un período repleto de lágrimas. Pero, ese gran Espíritu que tenía poder sobre la vida y la muerte, permitió 
ser crucificado. Vino a la Tierra con ese fin. Puede, por tanto, surgir la siguiente pregunta: si afirmamos que Jesús 
el Cristo tenía poder sobre Su vida, ¿por qué permitió que se perpetraran contra él aquellas grandes indignidades y 
crueldades y por qué no se libró a sí mismo de aquella muerte indigna y cruel?
 
En la parábola del redil, en Juan 10, Jesús dijo a sus oyentes: “ Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por 
sus ovejas… Por eso mi Padre me ama, porque yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me
 la quita. Yo la doy voluntariamente. Está en mi mano desprenderme de ella y está en mi mano recobrarla. Éste es el 
encargo que me ha dado el Padre”. Hay otra afirmación hecha por Cristo, después de la crucifixión, tras haber
 experimentado la muerte en la cruz, cuando regresó de los mundos espirituales para reunirse con sus discípulos.
 En el capítulo 28 de Mateo, versículo 18 , de nuevo proclama tener ese poder: “Y Jesús llegó y les dijo: 
Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la Tierra”.
 
Vida después de la vida
Cristo vino a la Tierra a impartir a los hombres una lección especial y, estando destinado a ser el Salvador de la
 Humanidad, la lección más importante que podía enseñar era la de la fe. Fe en Su Dios y la fe en una vida tras
 la muerte. Con su misma muerte debía traer al hombre la fe y la creencia en una vida después de ella. Predicó la 
inmortalidad y, para imprimir ese hecho en la Humanidad, debió pasar por los dolores de la muerte para volver a la
 vida y traer al hombre la prueba de una existencia post mortem. Y, para completarlo, se apareció 
a sus amados discípulos en su cuerpo espiritual. En I corintios, dice Pablo: ”Después se 
apareció a más de quinientos hermanos juntos; de los cuales, muchos viven aún y otros han muerto”
. Anduvo y conversó con ellos para que creyeran que lo que les había predicado, la inmortalidad del alma, era un 
hecho y que, cuando el hombre abandona su cuerpo físico, sigue viviendo en un cuerpo más sutil y etéreo.
 
Pablo trae también al hombre mucha esperanza en una vida tras la muerte en el quinto capítulo de II Corintios,
 versículos 1 y 2: “Es que sabemos que, si nuestro albergue terrestre, esta tienda de campaña, se derrumba, tenemos 
un edificio que viene de Dios, un albergue eterno en el cielo, no construido por hombres; y, de hecho, 
por eso suspiramos, por el anhelo de vestirnos enc
ima la morada que viene del cielo.
 
En el capítulo quince de I Corintios, de nuevo predica a los que no creen en la vida después de la muerte.
 Este maravilloso capítulo se emplea por la mayor parte de los sacerdotes para proporcionar fe y consuelo a
 quienes se sienten despojados por la pérdida de un ser querido.: “Se siembra un cuerpo animal; resucita 
un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo animal, lo hay también espiritual.”
 
Durante la Antigua Dispensación, y a través de todo el Antiguo Testamento, el hombre tenía muy poca esperanza
 en una vida tras la muerte. Para él, la tumba ponía fin a todo. Se comprueba esa desesperanza cuando se lee el 
noveno capítulo del Eclesiastés, versículo quinto, donde se afirma: “Los vivos saben … que han de morir; los muertos
 no saben nada, no reciben un salario cuando se olvida su nombre”.
 
Hecho a imagen de Dios
Las enseñanzas rosacruces proclaman que el hombre es un espíritu inmortal hecho a imagen de Dios. Porque, ¿no 
se nos ha dicho, en el versículo 26 del capítulo primero del Génesis, que Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra 
imagen?” Por tanto, si Dios es espíritu y el hombre está hecho a su imagen, ¿podemos seguir negando que el 
hombre no puede morir o que si muriese moriría una parte de Dios? ¿Puede alguien imaginar a un Gran espíritu
 que crease un ser como el hombre, a su propia imagen, y luego le permitiese morir? ¿Podría tal hombre llegar a
 ser él mismo un creador, como Dios lo destinó a ser, si una vida terrestre constituyese toda su existencia y si, 
cuando hubiera vivido sus setenta años saliese de la misma sin ninguna posibilidad de llegar a ser perfecto 
como su Padre celestial? Si uno se detiene a reflexionar sobre esta materia, se convence de que el hombre 
también ha de seguir evolucionando, aprendiendo, con el fin de llegar a ser omnisciente como su Padre en el 
cielo lo es, y de que eso no puede lograrse en una cota vida de unos cuantos años. Para aprender esas
 lecciones en la Tierra, sobre la que Dios le dio poder, el hombre ha de volver una y otra vez y, en cada encarnación,
 ha de cargar con su cruz de materia, su cuerpo físico.
 
El hombre ha de aprender, mediante su cuerpo físico, a convertirse en un creador como su Padre en el cielo. Ésa
 es la herramienta que utiliza en sus esfuerzos por aprender las numerosas lecciones de vida, con el fin de ser
 reconocido como hijo por su Padre celestial. Pero esa herramienta, el cuerpo físico, se cansa y se agota; y es 
necesario darle al espíritu un tiempo para poder digerir y asimilar toda la experiencia adquirida en la Tierra. Por 
eso Dios ha dispuesto que el espíritu salga de su vieja vestimenta desgastada y funcione en su cuerpo espiritual.
 
Cuando eso ocurre, el hombre, con su limitada visión, se aflige por el cambio; y le parece la despedida final el hecho
 de que se desintegre el viejo y desgastado vestido de un ser querido, y pueda funcionar en un traje o cuerpo más 
etérico, en el que no esté limitado por la distancia, ni sea la materia física una barrera infranqueable para su 
desplazamiento. Éste es el cuerpo espiritual del que habla Pablo en II Corintios, un edificio no hecho por las manos 
de los hombres, eterno en los cielos. En ese vehículo, nuestros seres queridos pueden visitarnos y, aunque, en
 nuestra ceguera, no disponemos de la vista espiritual para percibirlos, no por eso están menos cerca de nosotros.
 Ellos siguen interesados en nuestro bienestar y, cuando los necesitamos, no nos fallan; nos animan y ayudan
 mucho más de lo que creemos, aunque con nuestra aflicción podamos obstaculizar su progreso
 en esa nueva vida a la que se les ha llamado.
 
Cuando un hombre cae en profundo sueño y su cuerpo físico queda inerte sobre el lecho, está despierto y activo 
en el reino del espíritu. El cuerpo físico ya no es un obstáculo. Sin embargo, está unido a él mediante el Cordón 
de Plata, que lo conduce de vuelta a su cuerpo al despertar. Durante la inconsciencia del sueño, está en el país 
de los muertos que viven y, si lo desea, puede comunicarse con sus seres queridos, que están siempre cerca.
 
El estudiante de la Fraternidad Rosacruz tiene la certeza de la cercanía de los que han pasado al mundo invisible
 en lo que, comúnmente, se denomina muerte, y no se aflige como los que no tienen esperanza. Sabe que sus 
seres queridos no se han alejado, sino que, como dice John McCreery en su poema “No hay muertos”: “No 
están muertos. No han hecho sino pasar más allá de las nieblas que aquí nos ciegan, a una
 nueva y mayor vida en una esfera más serena”.
 
 
 
Vida inmortal
El conocimiento adquirido por los estudiantes de estas enseñanzas avanzadas ha hecho desaparecer el aguijón de 
la muerte, pues ellos saben que quienes han abandonado sus cuerpos mortales no están muertos, sino que están
 disfrutando la libertad de la vida en los mundos espirituales. Están convencidos de que Dios no hizo el hogar
 del alma humana ni inspiró al espíritu humano con la fe y el amor, para precipitarlo en la muerte, para destruir 
la obra de sus propias manos. El hombre es la obra maestra de Dios y, como tal, esta chispa de la divinidad, hecha a 
Su imagen, no puede morir. De otro modo sería destruída una parte de Dios.
 
Cristo vino voluntariamente a la Tierra para encerrarse en un cuerpo físico, sabiendo que el resultado seria
 proporcionar esperanza y fe a la Humanidad. Debió morir y resucitar para demostrar al hombre que la muerte 
es sólo una manifestación física, una liberación de un espíritu divino. Vino a una Humanidad cegada por el miedo
 a la tumba y para la que ésta era un abismo que engullía y hacía desaparecer al espíritu. Se encontró con la 
muerte como el rey de los temores y supo que sólo Él podría devolver al hombre la fe en una vida inmortal y
 proporcionarle la certeza de que es un espíritu glorificado. Dejo estas palabras confortadoras,
 que traen solaz y fe a quienes creen en Él:
 
“No estéis agitados; fiaos de Dios y fiaos de mi. La casa de mi padre tiene muchos aposentos. Si así no fuera, 
¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os lo prepare, volveré para llevaros conmigo; 
así, donde esté yo, estaréis también vosotros.”(Juan 14: 1-3).