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~~CATECISMO~~: 1. HISTORIA BREVE DE LA IGLESIA
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Respuesta  Mensaje 1 de 26 en el tema 
De: Atlantida  (Mensaje original) Enviado: 15/12/2017 03:21



I. Historia breve de la Iglesia
Eclesiología

Desde su origen divino hasta las consecuencias político religiosas de la Segunda Guerra Mundial


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net



1. El origen divino de la Iglesia

La Resurrección de Jesucristo es el dogma central del Cristianismo y constituye la prueba decisiva de la verdad de su doctrina. «Si Cristo no resucitó - escribió San Pablo -, vana es nuestra predicación y vana es vuestra fe» (I Cor XV, 14). Desde entonces los Apóstoles se presentarían a sí mismos como «testigos» de Jesucristo resucitado (cfr. Act II, 22; III, 15), lo anunciarían por el mundo entero y sellarían su testimonio con la propia sangre. Los discípulos de Jesucristo reconocieron su divinidad, creyeron en la eficacia redentora de su Muerte y recibieron la plenitud de la Revelación, transmitida por el Maestro y recogida por la Escritura y la Tradición.

Pero Jesucristo no sólo fundó una religión "el Cristianismo", sino también una Iglesia. La Iglesia "el nuevo Pueblo de Dios" fue constituida bajo la forma de una comunidad visible de salvación, a la que se incorporan los hombres por el bautismo. La constitución de la Iglesia se consumó el día de Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos, y a
partir de entonces comienza propiamente su historia.



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Respuesta  Mensaje 12 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 03:59

 

XII. El cisma de Oriente
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El Cristianismo sufrió la contraposición entre Oriente y Occidente.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net



En el siglo VII, como consecuencia de la expansión musulmana, tres de los cuatro Patriarcados orientales cayeron en poder del Islam: Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Por eso, el Oriente cristiano se identificó desde entonces con la Iglesia griega o bizantina, es decir, el Patriarcado de Constantinopla y las iglesias nacidas como fruto de su acción misionera, que le reconocían una primacía de jurisdicción o al menos de honor. Estas cristiandades que giraban en la órbita de Constantinopla integraban la Iglesia greco?oriental.

El Cristianismo sufrió la impronta de la contraposición entre Oriente y Occidente, cultura griega y latina. Constantinopla se convirtió en el principal Patriarcado del Oriente cristiano, émulo del Pontificado romano, estrechamente vinculado al Imperio de Bizancio, mientras Roma se alejaba cada vez más de este y buscaba su protección en los emperadores francos o germánicos. En este contexto de creciente frialdad entre las dos Iglesias, las fricciones y enfrentamientos jalonaron un largo proceso de debilitamiento de la comunión eclesiástica.

Las relaciones entre Roma y Constantinopla experimentaron ya una primera ruptura en el siglo V: el cisma de Acacio, que estuvo motivado por las proclividades monofisitas de este patriarca (482) y que se prolongó durante treinta años. Más prolongadas fueron las repercusiones del problema de la inconoclastía. Como es sabido, León III Isáurico un gran emperador que salvó a Bizancio de la amenaza árabe dio origen a una grave crisis religiosa, que alteró durante más de un siglo la vida del Oriente cristiano: en 726 prohibió la veneración de las imágenes sagradas y poco después ordenó su destrucción. León III pretendió que el Papa sancionase sus edictos iconoclastas y ante la rotunda negativa tomó represalias contra la Iglesia romana. En todo caso, las luchas de las imágenes no resultaron desfavorables para las relaciones entre los cristianos orientales y Roma: los defensores de las imágenes entre los que se contaban los monjes y la gran masa del pueblo dirigieron sus miradas hacia el Papado en busca de apoyo.

El patriarca Focio, a pesar de que sabía que abriría un abismo entre griegos y latinos, convirtió en problema la cuestión de la procedencia de la segunda persona de la Santísima Trinidad. De este modo, las diferencias entre griegos y latinos no serían, en adelante, solamente disciplinares y litúrgicas, sino también dogmáticas, con lo que la unidad de la Iglesia quedaba irremediablemente comprometida. Puede afirmarse, en suma, que Focio, un sabio eminente que personificó el genuino espíritu eclesiástico de Constantinopla, contribuyó como nadie a preparar los ánimos para el futuro cisma oriental.

El cisma llegó, sin excesivo dramatismo, en los comienzos de la época gregoriana. Los violentos sentimientos antilatinos del patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario y la incomprensión de la mentalidad bizantina por parte de los legados papales Humberto de Silva Candida y Federico de Lorena, enviados para negociar una paz eclesiástica, fueron los factores inmediatos de la ruptura. Humberto depositó una bula de excomunión, el 16 de Julio de 1054, sobre el altar de la catedral de Santa Sofía; Cerulario y su sínodo patriarcal respondieron el 24 del mismo mes excomulgando a los legados y a quienes les habían enviado. El Cisma quedaba así formalmente abierto, aunque cabe pensar que muchos contemporáneos y quizá los propios protagonistas del episodio pudieron creer que se trataba de un incidente más de los muchos registrados hasta entonces en las difíciles relaciones entre Roma y Constantinopla. Lo que parece indudable es que, para la masa del pueblo cristiano griego y latino, el comienzo del cisma de Oriente pasó del todo inadvertido.

El correr del tiempo descubrió a los cristianos la existencia de un auténtico cisma, que había interrumpido la comunión eclesiástica de la Iglesia griega con el Pontificado romano y la Iglesia latina. La vuelta a la unión constituyó desde entonces un objetivo permanente de la Cristiandad. La promovieron Pontífices, la desearon en Constantinopla emperadores y hombres de Iglesia, se celebraron concilios unionistas y hubo momentos como en el concilio II de Lyon (1274) y el de Florencia (1439) en que pareció que se había logrado. No era realmente así, pero tan sólo la caída de Constantinopla en poder de los turcos y la desaparición del Imperio bizantino (1453) pusieron fin a los deseos y a las esperanzas de poner término al cisma de Oriente y reconstruir la unidad cristiana.



Respuesta  Mensaje 13 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:00
XIII. El apogeo de la cristiandad
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

Lo que caracterizó a la Cristiandad medieval fue su increíble vitalidad.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net





Los siglos XII y XIII constituyen la época clásica de la Cristiandad medieval. Si hubiera que señalar un rasgo capaz de caracterizar por sí solo los tiempos clásicos de la Cristiandad medieval, ese rasgo sería, sin duda alguna, su increíble vitalidad.
Un signo de la vitalidad espiritual de este período histórico fue el espléndido florecimiento alcanzado por la vida religiosa: cluniacenses, cartujos, cistercienses. Si los siglos XI y XII fueron los tiempos monásticos, el XIII fue el siglo de los frailes: franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, mercedarios. Los siglos de la Cristiandad fueron también la época clásica de las ciencias sagradas: la teología y el derecho canónico.

La Cristiandad medieval no sólo promovió el desarrollo de las ciencias sagradas, sino que dio vida a la institución destinada específicamente a crear la ciencia y difundir la cultura superior: la universidad. Surgen por impulso de la Iglesia, las universidades de Oxford, Bolonia, Salamanca, Alcalá.

La empresa más característica de la Cristiandad fue la Cruzada. De ordinario, las Cruzadas no fueron iniciativa de uno u otro reino, sino tarea común de la Cristiandad bajo la dirección del papa, que otorgaba gracias especiales a los combatientes. El espectáculo, tantas veces reiterado durante dos siglos, de príncipes y pueblos que tomaban el camino de Oriente, impulsados por el afán de libertar el Santo Sepulcro, es una prueba impresionante de la profunda seriedad que tuvo la religiosidad medieval.

Sería impropio concebir los siglos de la Cristiandad medieval como una época áurea, animada por los ideales evangélicos. Aquellos tiempos estuvieron llenos de miserias y pecados personales, de desórdenes e injusticias. Pero resultaría todavía más falso ignorar la profunda impregnación cristiana de la vida de los hombres y de las estructuras familiares y sociales que entonces se produjo.

La Cristiandad medieval buscaba la paz y la promovió en la sociedad. En los siglos barbáricos, un clima de violencia se había adueñado de la vida social y de las relaciones jurídicas: la autotutela y la venganza familiar aparecían consagradas por la costumbre, e incluso por el derecho escrito, y las guerras privadas eran crónicas e interminables. El esfuerzo pacificador, iniciado por la Iglesia, fue secundado desde la segunda mitad del siglo XI por los príncipes, que reforzaron con penas civiles las sanciones espirituales ya vigentes. En una sociedad como la medieval, en que la casta señorial de los guerreros detentaba el poder y la fuerza, el Cristianismo se esforzó por poner esa fuerza al servicio de la paz y el bien.

La piedad cristiana, que ha animado hasta hoy la vida espiritual de los pueblos católicos, se configuró en los siglos de la Cristiandad. Esta vida de piedad comportaba en primer término la asistencia a Misa en domingos y fiestas de precepto, un deber que existía ya desde mucho tiempo atrás; el concilio IV de Letrán (1215) reguló ahora la obligación de la confesión y comunión anual. Los ayunos y abstinencias representaban una considerable actitud penitencial para los fieles cristianos, que pagaban también el diezmo de las cosechas, con el fin de ayudar al mantenimiento económico de la Iglesia. La piedad eucarística, la devoción a la Virgen y a los santos, ocuparon un lugar eminente en la espiritualidad de la época. En esta época comienzan grandes tradiciones eclesiales como la procesión del Corpus Christi, el rezo del rosario, las peregrinaciones, las expresiones religiosas en el arte.


De entre los grupos heréticos de la edad media hay que destacar a los «valdenses» que llegaron a una ruptura total con la Iglesia y formaron una secta en el norte de Italia, que más tarde había de integrarse en el movimiento de la Reforma protestante y a los «cátaros» o «albigenses», nombre este derivado de Albi, ciudad del mediodía de Francia, que fue uno de sus principales reductos. El Catarismo era un rebrote tardío de una vieja corriente religiosa, mezcla de elementos gnósticos con otros dualistas, que en el oriente cristiano había cristalizado en diversas sectas. El Catarismo se organizó a manera de iglesia, con un grupo escogido de «perfectos» o «puros» y una masa de simples adheridos.

La importancia alcanzada por el fenómeno herético dio lugar al nacimiento de la Inquisición, la institución destinada específicamente a la defensa de la fe y la lucha contra la herejía. Rivalizaron en este empeño la potestad eclesiástica y la civil. El emperador Federico II gran adversario del Pontificado promulgó una constitución que establecía la muerte en la hoguera como pena por el crimen de herejía (1220). El papa Gregorio IX, por su parte, instituyó la Inquisición pontificia (1232), que cumplió una función de salvaguardia de la fe, considerada entonces como el más valioso bien común del pueblo cristiano. En todo caso, el procedimiento inquisitorial tuvo graves defectos que hieren a la sensibilidad del hombre de hoy. La Inquisición tuvo la desgracia de ser hija de su tiempo y de nacer en un momento de endurecimiento general de la vida jurídica, como fue el de la recepción del derecho romano.

El sistema doctrinal y político de la Cristiandad hizo crisis en el siglo XIII, con la aparición de un nuevo clima espiritual e ideológico que prevaleció en Europa durante la Baja Edad Media. El factor que de modo inmediato contribuyó más a aquella ruptura fue el enfrentamiento entre Pontificado e Imperio, representados respectivamente por los papas sucesores de Inocencio III y el emperador Federico II.

La época de la crisis se abrió con el choque entre Bonifacio VIII y el rey de Francia, Felipe el Hermoso, en la búsqueda de la primacía en cuanto a poder sobre los destinos de los hombres. A la muerte de Bonifacio VIII, Clemente V traslada el papado de Roma a Aviñón, Francia. En Aviñón, el Pontificado se afrancesó y perdió universalidad: franceses fueron los siete papas que allí se sucedieron y casi el 90 por 100 de los cardenales.

La vuelta del papa a Roma era el común anhelo de los mejores espíritus de la época. Por fin, Gregorio XI (1370-1378) se resolvió a abandonar definitivamente Aviñón e hizo su entrada en Roma, entre el fervor popular, en enero de 1377.

Dos fueron los grandes protagonistas que jugaron un papel decisivo en los orígenes del Cisma occidental: el Colegio de cardenales y el pueblo romano. El Sacro Colegio, llamado a elegir en Roma al sucesor de Gregorio XI fallecido poco después de su vuelta de Aviñón, contaba con una gran mayoría de miembros franceses, como ocurrió durante todo el período aviñonés. El pueblo romano deseaba ardientemente la elección de un papa italiano, para eludir el peligro de un nuevo retorno del Pontificado a Aviñón. En un clima de pasión popular y tumultos callejeros, el Cónclave eligió papa el 8 de abril de 1378 al italiano Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, que tomó el nombre de Urbano VI (1378-1389). Pocos meses más tarde, la mayoría francesa del Sacro Colegio abandonó Roma y denunció como inválida la pasada elección papal, por haber votado los electores sin libertad, bajo el peso de la coacción del pueblo. Este grupo mayoritario de cardenales en septiembre del mismo año designó papa a uno de ellos, el cardenal Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Clemente se instaló de nuevo en Aviñón, los dos papas electos se excomulgaron el uno al otro y el Cisma quedó abierto.

En 1408, cuando habían transcurrido ya treinta años desde el comienzo de la escisión, Gregorio XII era papa en Roma y Benedicto XIII, Pedro de Luna, encabezaba la obediencia de Aviñón. Un grupo de cardenales romanos y otros de aviñoneses resolvieron entonces celebrar un concilio para, de este modo, poner fin al Cisma. El concilio, reunido en Pisa en 1409, declaró depuestos a los dos pontífices reinantes y eligió un nuevo papa, Alejandro V. Mas esta elección, lejos de poner remedio, no hizo más que aportar un nuevo elemento de confusión: los papas de Roma y Aviñón rehusaron abdicar, con lo que la Cristiandad quedó dividida no ya en dos, sino en tres obediencias. Finalmente, después de muchos problemas, el cardenal Otón Colonna fue elegido papa con el nombre de Martín V (1417-1431) y reconocido por toda la Cristiandad: el cisma de occidente había terminado.




Respuesta  Mensaje 14 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:01
XIV. El esfuerzo por la unidad
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El concilio ecuménico de Ferrara-Florencia fue un gran concilio unionista.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net





En el período histórico comprendido entre mediados del siglo XV y el año 1517 que corresponde aproximadamente a dos generaciones se pasó de las fundadas esperanzas en la plena restauración de la unidad cristiana al drama de la escisión religiosa de la propia Cristiandad occidental. Los papas del siglo XV aspiraban a poner término al cisma oriental, y ese mismo deseo sentían los más claros varones de la Iglesia griega. La amenaza turca sobre el Imperio bizantino inclinaba también a los gobernantes de Constantinopla a aproximarse al Occidente cristiano. El concilio ecuménico de Ferrara?Florencia fue un gran concilio unionista. El emperador Juan VIII y setecientos representantes de los Patriarcados orientales y de la Iglesia rusa se hallaban presentes. Todas las cuestiones disciplinarias y teológicas que separaban a los orientales de la Iglesia católica fueron debatidas ante el papa y el emperador, y por fin, el 6 de julio de 1439, la bula de unión Laetentur Caeli fue solemnemente proclamada, y a ella se adhirieron en años sucesivos una serie más de confesiones cristianas de Oriente.

Pero el emperador de Oriente y el patriarcado de Rusia determinaron no asumir tales acuerdos. Por fin, el 12 de diciembre de 1452, el emperador Constantino XI, sucesor de Juan VIII, decidió proclamar la unión de las Iglesias, pese a la violenta hostilidad de los fanáticos antilatinos. Pero al caer Constantinopla en poder de los turcos el 29 de mayo de 1453, se perdió el Imperio cristiano de Oriente. Con él desapareció también aquel logro tanto tiempo anhelado de la unidad de las Iglesias orientales con Roma, justamente cuando parecía que se acababa de conseguir.

Un hecho indudable es que el pueblo seguía siendo profundamente religioso y cristiano. La Baja Edad Media no tuvo aquel ímpetu creador de los grandes tiempos de la Cristiandad, pero no por ello careció de valores espirituales.





Respuesta  Mensaje 15 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:01

 

XV. La Reforma
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El proceso histórico de la reforma es de gran importancia religiosa, política y social.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net


El proceso histórico de la reforma en Alemania, es de gran importancia para ubicar todo el problema, no sólo religioso sino político y social que se inicia precisamente cuando los Dominicos comenzaron a predicar y otorgar indulgencias para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. Esto desató la controversia con Martín Lutero, fraile agustino y profesor de teología en Wittenberg. Su primera acción en contra de las doctrinas católicas fue la publicación de 97 tesis en contra de la teología escolástica, y otras tantas contra las indulgencias. Su posiciín se hizo cada vez más disidente y fue excomulgado cuatro años más tarde.


Respuesta  Mensaje 16 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:02

 

XVI. La reforma protestante
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

La Reforma protestante tuvo por autor a Martín Lutero.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net






La Reforma protestante tuvo por autor a Martín Lutero. Es indiscutible el supremo protagonismo que le corresponde en la gran revolución religiosa del siglo XVI. Pero por excepcionales que fueran la personalidad del antiguo fraile agustino, parece claro que el éxito del reformador se debió también, en buena medida, a la concurrencia de toda una serie de circunstancias particularmente oportunas. Lutero tuvo el arte de hacerse intérprete de ideas y sentimientos muy extendidos entonces entre sus compatriotas y acertó a darles respuestas que satisfacían a las aspiraciones religiosas de algunos y a ambiciones políticas de otros. La propia rapidez con que se propagó el incendio de la Reforma es buen indicio de que el viento soplaba a su favor y la coyuntura era propicia.

Muchos de los gérmenes que facilitaron la revolución luterana venían operando desde largo tiempo atrás: las doctrinas conciliaristas, el democratismo eclesial, la filosofía nominalista, la presión tributaria de la Hacienda papal aviñonesa, el cisma de occidente. Factores de orden político, como los conflictos entre papas y emperadores o el auge de los nacionalismos eclesiásticos contribuyeron también a preparar la crisis religiosa. Y hubo, todavía, otras causas más, derivadas de la peculiar realidad alemana: la decadencia moral del clero y en especial del episcopado, marcado por una impronta señorial y el práctico monopolio de la nobleza; la debilidad del poder soberano, en un Imperio fragmentado en un sinfín de principados y ciudades; y sobre todo el resentimiento contra Roma.

Martín Lutero supo encarnar de modo admirable los sentimientos de muchos alemanes de su época. Pero ello no excluye la existencia de motivaciones de índole religiosa, que influyeron poderosamente en su itinerario interior y en su actuación externa. Desde que se hizo fraile, Lutero experimentaba una angustiosa ansiedad por asegurar su salvación. La Teología de Guillermo de Okham en la que se había formado, al tiempo que proclamaba el voluntarismo arbitrario de Dios, sostenía que la libre voluntad del hombre bastaba para cumplir la Ley divina y alcanzar así la bienaventuranza. Fray Martín sentía que esta doctrina chocaba violentamente con sus propias vivencias: él se consideraba incapaz de superar la concupiscencia con sus solas fuerzas y de alcanzar con sus obras la anhelada seguridad de salvación. La meditación del versículo 17 del capítulo primero de la Epístola a los Romanos «el justo vive de la fe» hizo salir a Lutero de su profunda crisis de angustia. Creyó entender que Dios misericordioso justificaba al hombre a través de la fe y a la luz de este principio le pareció que toda la Escritura cobraba un nuevo sentido.

La naturaleza humana según él habría quedado radicalmente corrompida por el pecado. Las obras del hombre de nada servirían para la salvación: ni el sacerdocio ministerial tendría razón de ser, ni la mayoría de los sacramentos, ni los votos monásticos, ni, sobre todo, el Papado. Lutero se forjó un concepto puramente interior de la Iglesia y rechazaba en ella todo elemento constitucional. La Iglesia no sería, por tanto, depositaria ni intérprete de la Revelación: la «sola Escritura» era, según él, única fuente de la Revelación y su interpretación correspondía a cada fiel en particular, directamente inspirado por Dios. Lutero no formuló esta doctrina de una sola vez, sino gradualmente, alejándose cada vez más de la ortodoxia católica.

La consolidación del luteranismo progresó tanto en el orden político como en el teológico: los príncipes y ciudades reformados constituyeron una liga confesional y Melanchton fijó la doctrina luterana en la «Confesión de Augsburgo» (1530). Un año antes, la dieta de Spira acordó tolerar la Reforma allí donde estaba ya implantada, pero prohibió extenderla a nuevos territorios. La protesta de cinco Estados y catorce ciudades acuñó una denominación religiosa de «protestantismo».

Cuando Lutero murió en 1546, la Reforma se había extendido a más de media Alemania. En 1546, también se abría el concilio de Trento, que Carlos V venía reclamando desde quince años antes. En 1547, el conflicto entre el emperador y los príncipes protestantes degeneró en lucha armada y Carlos V en Muhlberg obtuvo una completa victoria sobre la Liga de Smalkalda. Pero, más tarde, la traición de Mauricio de Sajonia obligó al emperador a otorgar por el tratado de Passau libertad religiosa a los luteranos (1552). En 1555, Carlos V, cansado y envejecido, hubo de sancionar la paz de Augsburgo, que otorgaba igualdad de derechos a católicos y luteranos, siendo los príncipes quienes decidirían la confesión a seguir en su territorio. La escisión religiosa de Alemania era ya un hecho consumado e irreversible.


 


Respuesta  Mensaje 17 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:03

 

XVII. La reforma protestante en Europa
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El protestantismo calvinista tuvo una fuerza expansiva superior al Luteranismo en Europa.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net

La revolución religiosa iniciada por Lutero tuvo a Alemania como primer escenario, pero no quedó encerrada en las fronteras territoriales del Imperio. Resulta sorprendente la rápida expansión que tuvo el Protestantismo, tanto en su forma luterana como en otras formas, diversas entre sí pero coincidentes todas en su ruptura con la ortodoxia católica. Tras haber dominado más de media Alemania, la revuelta protestante desgajó del tronco de la Iglesia a la mitad de los pueblos que habían integrado la Cristiandad medieval.

El Luteranismo se adueñó con considerable «facilidad» de los países escandinavos, cuyos monarcas rompieron pronto con Roma, se apropiaron los bienes eclesiásticos y crearon sus iglesias nacionales. En la Suiza alemana, Zwinglio, sacerdote de Glaris (1484-1531), movió desde 1518 su propia revuelta religiosa, cuyo radicalismo disgustó al mismo Lutero, sobre todo por su doctrina de la presencia meramente simbólica de Cristo en la Eucaristía. Pero el segundo personaje en importancia de la Reforma, tanto por su contribución doctrinal como por su influencia en el progreso del Protestantismo, apareció más tarde y fue un francés: Juan Calvino.

Calvino (1509?1564), nacido en Noyon y pasado a la Reforma desde joven, abrió nuevos caminos al protestantismo. Dotado de una mente más lógica y rigurosa que la de Lutero, Calvino llevó hasta sus últimas consecuencias las premisas fundamentales de la doctrina protestante. La «teología de la consolación» luterana era, a su juicio, del todo insuficiente. La insanable corrupción del hombre y el absoluto voluntarismo divino debían conducir fatalmente a la doctrina calvinista de la predestinación. Dios trascendente e incomprensible, según su arbitrio insondable, predestinaría a los hombres al cielo o al infierno, regalaría «a unos la salvación y a otros la condenación». La verdadera Iglesia sería la congregación de los predestinados y de ahí su naturaleza interior e invisible. Pero existiría también una Iglesia visible, la compuesta por el conjunto de los fieles incorporados a ella por el bautismo y participantes en la Cena eucarística, los dos únicos sacramentos admitidos por Calvino. En todo caso, la misma corrupción de la naturaleza humana exigía según el reformador que el hombre hubiera de ser sometido a una vida de estricta moralidad, sobria y laboriosa. Esta existencia sería bendecida por Dios con la prosperidad en los negocios temporales, señal del favor divino y verdadero signo de predestinación.

El protestantismo calvinista tuvo una fuerza expansiva superior al Luteranismo casi reducido a Alemania y Escandinavia y su influencia resultó decisiva para los destinos cristianos de Europa. En el centro y este europeos, el Calvinismo se introdujo profundamente en Hungría y Bohemia y ganó a parte de la aristocracia polaca. En los Países Bajos, Guillermo de Orange el Taciturno fue el caudillo protestante en la lucha contra Felipe II y los católicos, y consiguió consolidar como un reducto calvinista las Provincias Unidas del Norte, la futura Holanda. En Escocia, el Calvinismo tomó la forma de presbiterianismo: el fanático Juan Knox fue el verdadero dueño del país. Calvinista fue también el protestantismo que mayor importancia alcanzó en Francia.

Los reyes franceses de los primeros tiempos de la Reforma dieron la pauta de una singular política religiosa. Desde la época de Francisco I, Francia fue la constante aliada de los príncipes protestantes alemanes que luchaban contra Carlos I, y también del emperador turco, que amenazaba las fronteras orientales del Imperio. Esta misma línea se mantuvo en el siglo XVII, en la decisiva prueba de la Guerra de los Treinta Años. Pero en la política interior, los reyes franceses se mostraron de ordinario fieles católicos y tanto Francisco I como Enrique II procedieron con rigor frente a sus súbditos protestantes. El Calvinismo, sin embargo, penetró en Francia, hizo numerosos adeptos entre la aristocracia y no tardaron en formarse dos grandes partidos enfrentados entre sí. Las Guerras de Religión asolaron a Francia durante casi tres décadas.

La historia de la Reforma en Inglaterra siguió una trayectoria peculiar y obedeció, más quizá que en ningún otro país, a las directrices de la realeza. El «Anglicanismo» tal como ya se dijo no fue invención de Enrique VIII. Bajo la monarquía Tudor del siglo XV, la Iglesia de Inglaterra era ya en cierto sentido «anglicana» y Enrique VIII halló en la legislación eclesiástica de sus predecesores un instrumento válido para su política de sojuzgamiento religioso. Este príncipe fue defensor del Catolicismo en los albores de la Reforma y escribió contra Lutero una «Defensa de los siete sacramentos», que le valió del papa León X el título de Defensor fidei. Fue la negativa papal a conceder a Enrique el divorcio de Catalina de Aragón, para casarse con Ana Bolena, la razón que le llevó al repudio del Primado romano y al cisma. Porque fue un cisma y no protestantismo la Reforma en Inglaterra mientras vivió Enrique VIII. El rey se proclamó a sí mismo «Cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra» y exigió el reconocimiento jurado de su supremacía eclesiástica. La gran mayoría de los hombres de Iglesia se sometió a la voluntad del rey. Pero hubo excepciones admirables, como los mártires cartujos y sobre todo dos personajes insignes, que no claudicaron y murieron por la fe: San Juan Fisher, obispo de Rochester, y Santo Tomás Moro, gran Canciller del reino.

El protestantismo de inspiración calvinista se introdujo en Inglaterra durante el reinado de Eduardo VI (1547-1553). Su sucesora María Tudor hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón reprimió la herejía e intentó la restauración católica. Pero esta restauración no duró más allá de los breves años en que ocupó el trono (1553-1558). A su muerte, sin hijos, la corona pasó a Isabel hija de Enrique VIII y Ana Bolena. El largo reinado de Isabel I (1558-1603) decidió la suerte del Cristianismo inglés. Se guardaron formas externas de la tradición católica como la Jerarquía eclesiástica con sus obispos y sus cabildos catedralicios, aunque sin clero célibe ni vida monástica. Se prohibió la celebración de la Misa, y un Anglicanismo protestantizado, con elementos luteranos y calvinistas, se impuso como doctrina oficial de la Iglesia de Inglaterra.




 




Respuesta  Mensaje 18 de 26 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:07

 

XVIII. La reforma católica
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

Fue un movimiento renovador de la Iglesia universal y promovido por el Papado.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net




La Reforma católica, como movimiento renovador de la Iglesia universal y promovido por el Papado, es posterior en el tiempo a la Reforma protestante. Pero el anhelo de reforma venía ya de atrás y había plasmado en algunas realizaciones de importancia, pese a ser éstas de carácter parcial. La España de los Reyes Católicos se destacó en esto. Estos monarcas consideraron la reforma eclesiástica como algo esencial de la obra general de restauración de su gobierno eligiendo para obispos a individuos eminentes por su espíritu religioso y su ciencia. La Iglesia española en el primer tercio del siglo XVI era sin duda la de mayor nivel espiritual y científico de Europa, y ello explica el papel preponderante que los teólogos españoles tuvieron en el concilio de Trento.

Las inquietudes de renovación cristiana se daban también por la misma época en Italia.

La más importante fundación religiosa del siglo XVI fue sin duda la Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola (1492-1556). Ignacio, junto con otros cinco compañeros, hizo en París los votos religiosos y todos se comprometieron a peregrinar a Jerusalén y consagrarse al servicio de las almas (1534). Al no poder pasar a Tierra Santa, Ignacio y sus compañeros acordaron permanecer unidos y ponerse, en virtud de un cuarto voto, a la plena disposición del papa. En 1540, Paulo III aprobó la «Compañía de Jesús» como una orden de clérigos regulares, cuya finalidad primordial era la propagación de la fe católica y la enseñanza de la doctrina. La Compañía tuvo un rápido desarrollo: contaba con un millar de miembros a la muerte de su fundador y 13.000 medio siglo más tarde. Los jesuitas prestaron servicios de gran importancia al Pontificado en su obra de Reforma católica especialmente a través de la formación del clero, la educación de la juventud y las misiones.

XVIII. La reforma católica
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

Fue un movimiento renovador de la Iglesia universal y promovido por el Papado.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net




La Reforma católica, como movimiento renovador de la Iglesia universal y promovido por el Papado, es posterior en el tiempo a la Reforma protestante. Pero el anhelo de reforma venía ya de atrás y había plasmado en algunas realizaciones de importancia, pese a ser éstas de carácter parcial. La España de los Reyes Católicos se destacó en esto. Estos monarcas consideraron la reforma eclesiástica como algo esencial de la obra general de restauración de su gobierno eligiendo para obispos a individuos eminentes por su espíritu religioso y su ciencia. La Iglesia española en el primer tercio del siglo XVI era sin duda la de mayor nivel espiritual y científico de Europa, y ello explica el papel preponderante que los teólogos españoles tuvieron en el concilio de Trento.

Las inquietudes de renovación cristiana se daban también por la misma época en Italia.

La más importante fundación religiosa del siglo XVI fue sin duda la Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola (1492-1556). Ignacio, junto con otros cinco compañeros, hizo en París los votos religiosos y todos se comprometieron a peregrinar a Jerusalén y consagrarse al servicio de las almas (1534). Al no poder pasar a Tierra Santa, Ignacio y sus compañeros acordaron permanecer unidos y ponerse, en virtud de un cuarto voto, a la plena disposición del papa. En 1540, Paulo III aprobó la «Compañía de Jesús» como una orden de clérigos regulares, cuya finalidad primordial era la propagación de la fe católica y la enseñanza de la doctrina. La Compañía tuvo un rápido desarrollo: contaba con un millar de miembros a la muerte de su fundador y 13.000 medio siglo más tarde. Los jesuitas prestaron servicios de gran importancia al Pontificado en su obra de Reforma católica especialmente a través de la formación del clero, la educación de la juventud y las misiones.


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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:08

 

XIX. El Concilio de Trento y sus frutos para la Iglesia
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El acontecimiento central de la Reforma católica.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net




El acontecimiento central de la Reforma católica fue el concilio de Trento, y su reunión marca la hora en que el Papado tomó por fin la dirección de la empresa renovadora de la Iglesia. No fue fácil llegar a su apertura; quince largos años constituyen un período preconciliar salpicado de vacilaciones, esperanzas y recelos. Las primeras voces pidiendo un concilio sonaron en Alemania. Un «concilio general, libre, cristiano, en tierra alemana» era el clamor proveniente tanto de católicos como de protestantes. Carlos V deseaba ardientemente la reunión del concilio, con la esperanza de que sirviera para rehacer la unidad religiosa del Imperio. Pero esta perspectiva y el fortalecimiento del poder de Carlos que ello supondría bastaba para que el otro gran monarca católico de Europa, Francisco I de Francia, en guerra casi continua con el emperador, no sintiera el menor entusiasmo por la convocatoria conciliar.

El papa Paulo III (1534-1549) comprendió que un concilio ecuménico constituía el único camino para llevar adelante la reforma de la Iglesia. Y paso a paso fueron superándose no pocos obstáculos que se oponían a su celebración. La elección de Trento para sede del concilio fue una de las soluciones de compromiso a que se llegó en las negociaciones previas: Trento estaba en la Italia del norte; pero era ciudad imperial y cabía esperar que a ella consintieran en acudir los protestantes, que jamás participarían en un concilio celebrado en suelo papal. El propio orden a seguir en los trabajos suscitaba opiniones encontradas: el papa deseaba que se tratasen ante todo los temas doctrinales, para fijar con precisión el dogma católico en las cuestiones discutidas por los protestantes; el emperador deseaba, en cambio, que se diera preferencia a las cuestiones disciplinares de reforma eclesiástica, esperando satisfacer así a sus súbditos luteranos y facilitar la restauración de la unidad cristiana. El compromiso a que también se llegó fue el tratamiento simultáneo de las dos materias, alternando los decretos dogmáticos y los de reforma.

La inauguración tuvo lugar el 19 de diciembre de 1545, muy tarde, sin duda, para tener serias probabilidades de ser un concilio que lograra la unión con los protestantes. El 11 de marzo de 1547, los legados papales, alegando una epidemia, decidieron el traslado del concilio a Bolonia. Finalmente, en enero de 1548, Carlos V presentó una solemne protesta formal que provocó la inmediata interrupción de las sesiones conciliares en Bolonia y por fin la suspensión del concilio en el mes de septiembre de 1549.

El concilio abrió su segunda etapa en Trento el 1 de mayo de 1551, bajo el nuevo pontífice Julio III (1550-1555). El emperador consiguió ahora que acudieran a Trento cierto número de delegaciones de príncipes y ciudades protestantes. La presencia de los reformados puso de manifiesto cuán difícil era la restauración de la unidad cristiana, después de más de treinta años de escisión religiosa. En todo caso, la traición al emperador del elector Mauricio de Sajonia obligó a suspender nuevamente el concilio (28-IV-1552). Fue una interrupción que duró diez años, entre los que se cuentan todos los del pontificado de Paulo IV (1555-1559), celoso reformador, pero por otras vías distintas de la conciliar. Hubo que esperar al papa Pío IV (1559-1565) para que el concilio reanudara sus trabajos el 18 de enero de 1562. La tercera etapa tridentina duró dos años escasos y sirvió para llevar a feliz término la gran empresa reformadora: el 4 de diciembre de 1563 fue clausurado el concilio de Trento y el papa confirmó todos sus decretos por la bula Benedictus Deus, el 26 de enero de 1564.

Trento no pudo ser un concilio para unir católicos y protestantes; pero fue el gran concilio de la Reforma católica. Su obra fue extraordinaria tanto en el campo doctrinal como en el disciplinar. Dentro del primero, se declaró ante todo que la Revelación divina se ha transmitido por la Sagrada Escritura interpretada por el Magisterio de la Iglesia y la Tradición apostólica. El concilio abordó el tema clave de la justificación y, frente a las teologías luterana y calvinista, declaró que la gracia divina y la cooperación libre y meritoria de la voluntad humana obran en concurrencia la justificación del hombre. El otro tema dogmático tratado por el concilio fue el sacramental, donde tanta confusión habían sembrado los protestantes: se definió la doctrina de los siete Sacramentos y las notas propias de cada uno de ellos.

En el plano disciplinar la obra de Trento fue también trascendental. Se procuró con empeño la supresión de los abusos existentes en la vida eclesiástica, con el fin de asegurando una eficiente acción de los sacerdotes. Un episcopado plenamente dedicado a su ministerio, un clero bien formado y de elevada moralidad fueron metas de la legislación tridentina. Se exigió la residencia a obispos y párrocos, se prohibió la acumulación de beneficios, se dispuso la periódica reunión de concilios provinciales y sínodos diocesanos, se urgió la visita pastoral. La formación del clero tanto intelectual como espiritual se haría en el seminario que había de existir en cada diócesis; y los sacerdotes en sus respectivas parroquias tenían que impartir la catequesis a los niños y la instrucción religiosa de los fieles.

Tal fue, a grandes rasgos, la obra reformadora del concilio de Trento, una obra que suscita todavía admiración al cabo del tiempo; pero quizá lo más admirable sea comprobar que este gran programa de renovación cristiana no quedó en letra muerta, sino que se hizo realidad viva en la época que siguió a la clausura del concilio.


El período que siguió a la celebración del concilio de Trento estuvo marcado por la impronta de la gran renovación de la vida católica que allí se había operado. La reforma fundada en las constituciones y decretos tridentinos se llevó adelante, firmemente impulsada por los papas que se sucedieron en el solio pontificio. Un Catecismo romano, un Misal y un Breviario fueron editados por orden del papa San Pío V (1566-1572). Gregorio XIII (1572-1585) confió a los nuncios el encargo de velar por la ejecución de las normas del concilio, y en Roma, su sucesor, Sixto V (1585-1590), llevó a cabo una completa reorganización de los dicasterios de la Curia encargados del gobierno central de la Iglesia.

El espíritu tridentino dio lugar a la aparición de obispos ejemplares que se esforzaron en la aplicación de los decretos conciliares sobre disciplina del clero y de los fieles: San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales, San Felipe Neri, San José de Calasanz.

La Cristiandad había dilatado enormemente sus horizontes ultramarinos, a partir de los descubrimientos geográficos de los siglos xv y XVI. San Francisco Javier había llevado el Evangelio hasta el lejano Japón, y China abrió también sus puertas a los misioneros. Pero fueron las posesiones portuguesas de Asia y Africa los principales espacios para la acción evangelizadora en estos dos continentes, donde el patronato real fue pieza clave de la organización eclesiástica; igual ocurrió en el Brasil, la gran colonia portuguesa en la otra orilla del Atlántico. El inmenso Imperio español de América y Extremo Oriente era campo privilegiado para el desarrollo de una formidable expansión cristiana. Este campo se hallaba maduro para nuevos avances en la época postridentina, cuando la Monarquía española adquirió además conciencia de ser esencialmente un «Estado misional». La Corona ejercía allí el patronato regio, concedido por Julio II en 1508, y designaba a los titulares de los obispados y otros altos cargos eclesiásticos. La obra de promoción cultural avanzó a la par que la evangelizadora. Bastará recordar que mientras se celebraba el concilio de Trento, tres universidades impartían enseñanza superior en las Indias occidentales: la de Santo Domingo, fundada en 1538, y las de Lima y México, creadas en 1551 y 1553, respectivamente. El balance de la obra civilizadora de España y Portugal, por grandes que fueran las deficiencias y abusos que pudieron darse, presenta un saldo abiertamente positivo: la población indígena fue respetada y sobrevivió en libertad, recibió la fe y la cultura cristianas.

El dinamismo tridentino impulsó también otras acciones, como la constitución por iniciativa del papa San Pío V de la Liga Santa, que llevó a cabo una auténtica expedición de Cruzada contra los turcos y los venció en la batalla de Lepanto. Las misiones de San Francisco de Sales en el Chablais lograron el retorno a la Iglesia de gran parte de la Suiza francesa. El Catolicismo logró éxitos destinados a perdurar en los países germánicos meridionales, en Austria, Baviera y también en Polonia y Bohemia. El propio final de las guerras de religión en Francia significó que esta nación seguiría siendo católica, pese a la existencia de una minoría protestante. En el este de Europa, la Unión de Brest (1596) supuso la adhesión al Catolicismo de una parte importante de la jerarquía ortodoxa y fue el origen de la Iglesia «uniata» rutena o ucraniana.



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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:09

 

XX. La edad contemporanea
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

La Asamblea Constituyente decreta la secularización de todos los bienes eclesiásticos.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net





Durante el cuarto de siglo comprendido entre los años 1789 y 1815, Francia estuvo en el primer plano de la vida del mundo.

El 4 de agosto, en una memorable «sesión patriótica» de la Asamblea Nacional, el clero y la nobleza renunciaron a sus privilegios tradicionales. El 10 de octubre, a propuesta de Talleyrand, entonces obispo de Autun, la Asamblea Constituyente decretaba la secularización de todos los bienes eclesiásticos. Estos bienes acabaron pronto en manos particulares y constituyeron la base económica de la nueva burguesía francesa.


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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:10

 

XXI. La Revolución Francesa
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El Cristianismo y la Iglesia sufrieron una prueba muy dura con la Revolución.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net





Desde 1790, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una actitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una Iglesia galicana, al margen de la autoridad pontificia, de estructura episcopalista y presbiteriana, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma. La Asamblea exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución política, dentro de la cual estaba incluida la mencionada «Constitución civil». El papa Pío VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran (12-III-1791). La Asamblea Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó el 27 de mayo de 1792 la deportación de los sacerdotes «no juramentados»; en septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y comenzaron las matanzas de sacerdotes. Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI fue ajusticiado el 21 de enero de 1793.

Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del período revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanzó su punto álgido. Muchos murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un calendario «republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Notre-Dame (10-XI-1793) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el directorio jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República romana. El papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia. El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhone, falleció Pío VI a los ochenta y un años de edad. Algunos revolucionarios exaltados proclamaron a los cuatro vientos que había muerto el último papa de la Iglesia.

El 9 de noviembre de aquel mismo año, un golpe de Estado elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura de primer cónsul. Cuatro meses después, el 14 de marzo de 1800, el cónclave reunido en Venecia elegía al cardenal Chiaramonti como papa Pío VII. Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato sería el instrumento adecuado para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia de los obispos favorables a la revolución, que habían emigrado al extranjero.

El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio de Napoleón con respecto a las órdenes religiosas fue en cambio muy restrictivo.

Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano.

Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia del papa. El conflicto con Pío VII surgió cuando el emperador quiso que el papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806.

Ante la negativa del pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el palacio de Fontainebleau. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma. Once días más tarde, el 18 de junio, acontecía la batalla de Waterloo.

El Cristianismo y la Iglesia habían sufrido una prueba muy dura y llevaban la marca de las heridas causadas por obra de la Revolución.


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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:11
XXII. El problema del liberalismo
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El liberalismo tenía una doctrina política y económica.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net





La Restauración terminó en un fracaso y el siglo XIX pasó a la historia como el siglo del liberalismo. La Revolución de 1830 puso fin al Antiguo Régimen en Francia; en España, su desaparición sobrevino tras la muerte de Fernando VII, en el reinado de Isabel II. La Revolución de 1848 fue un violento golpe que sacudió a la mayor parte de Europa y supuso un ulterior avance en la configuración de la nueva realidad social y política. La victoria del liberalismo se dejó sentir en todos los órdenes de la vida.

El liberalismo tenía una doctrina política y económica; pero se fundaba además en una ideología, que enlazaba con el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Una concepción antropocéntrica del mundo y de la existencia constituía la base de esa ideología liberal. Para ella, los hombres no sólo serían libres e iguales, sino también autónomos, es decir, desvinculados de la ley divina, que no era reconocida socialmente como norma suprema. La libertad de conciencia y pensamiento, de asociación y de prensa, serían derechos absolutos de las personas; la fuente de toda legitimidad de poder provenía del pueblo. Ninguna diferencia hacía la doctrina liberal entre el Cristianismo y las demás religiones. La religión era un asunto que incumbía tan sólo a la intimidad de las conciencias, y la Iglesia, separada del Estado, quedaría al margen de la vida pública y sujeta al derecho común, como cualquier otra asociación.

La ideología liberal contenía, sin duda, elementos de genuina raigambre cristiana, pero mezclados con otros de origen muy diverso, que favorecían la secularización de la vida social, el naturalismo religioso y, en última instancia, el ateísmo o la indiferencia. Es fácil de comprender que muchos cristianos rechazaran esta ideología y que, aleccionados por las recientes experiencias revolucionarias, se inclinaran en favor de las posturas tradicionales, que postulaban el respeto a los derechos de Dios y de la Iglesia en la vida social.

Los «católicos liberales» mostraban devoción al Papado. Pero la respuesta de Roma fue contraria a las aspiraciones del Catolicismo liberal. La encíclica Mirari vos de Gregorio XVI (15-VIII-1832) condenó los puntos de vista fundamentales de estos grupos: la igualdad de trato a todas las creencias, que conducía al indiferentismo religioso; la separación completa entre Iglesia y Estado, la libertad de conciencia, las libertades ilimitadas de opinión y de prensa.




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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:12
XXIII. Los cristianos ante la situación social
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

El problema social suscitó reacciones dirigidas a luchar contra la situación de injusticia.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net





El liberalismo del siglo XIX tuvo una ideología política y una doctrina económica. Su grave carencia fue la falta de una preocupación social. Y, sin embargo, la «cuestión social» era un hecho patente y constituía una de las mayores novedades históricas de este tiempo. La revolución industrial había dado lugar a la formación de una nueva clase obrera un «proletariado», concentrado en los suburbios de las grandes urbes. La situación de esta clase obrera, en una época de absoluto predominio del capitalismo liberal, fue muy difícil: jornadas laborales agotadoras, jornales escasos, trabajo infantil, viviendas insalubres.

El problema social suscitó lógicamente reacciones dirigidas a luchar contra aquella situación de injusticia. El Anarquismo, uno de cuyos principales autores fue el ruso Miguel Bakunin, propugnaba la acción violenta, para terminar con el Estado y una ordenación social injusta. Diversos sistemas «socialistas», ideados por doctrinarios como Saint-Simon, Fourier o Proudhon, quedaron pronto eclipsados por el socialismo de Carlos Marx el «marxismo». Desde el punto de vista cristiano, tenemos que tener en cuenta que el marxismo, fundado sobre el materialismo histórico y la dialéctica de la lucha de clases, se manifestó opuesto a toda religión, considerada por él como una falta de libertad «opio del pueblo», y mostró particular hostilidad hacia la religión católica.

El proletariado, situado en los suburbios de las grandes ciudades, estaba constituido en buena parte por inmigrantes procedentes de los medios rurales, que cambiaron su vida de campesinos por la de obreros industriales. Esta transformación había implicado para ellos el abandono de pueblos y aldeas donde tenían vinculaciones familiares y arraigo social y su incorporación a las masas despersonalizadas de la nueva clase obrera. En el aspecto religioso, este cambio tuvo a menudo consecuencias negativas.

Desde la primera mitad del siglo XIX, la cuestión social sensibilizó a algunos católicos, dando lugar a iniciativas generosas dirigidas a paliar tantas miserias por la vía de la caridad y la beneficencia. Pero tardó en producirse una toma de conciencia generalizada por parte de los cristianos ante el fenómeno del nacimiento de la nueva clase obrera. Fueron ciertos países no latinos, menos afectados por el fenómeno anticlerical, los que registraron antes una presencia activa de la Iglesia en el mundo laboral. Así, en los Estados Unidos de América e Inglaterra, donde existía una numerosa población trabajadora de irlandeses católicos, el asociacionismo sindical no tuvo raíces marxistas, sino cristianas.

El concilio Vaticano I había reunido abundante documentación acerca de la cuestión social.. El papa León XIII habló con precisión sobre el tema en la encíclica Rerum Novarum, que rechazaba por principio la dialéctica de la lucha de clases y pedía a patronos y obreros una armónica colaboración para el desarrollo de la nueva sociedad. El papa proclamaba el carácter social tanto de la propiedad como del salario justo y exhortaba al estado a abandonar la postura de mero espectador y a controlar las relaciones económicas, sin caer en el dirigismo socialista. La Rerum Novarum terminaba proponiendo la creación de asociaciones obreras de inspiración cristiana.

León XIII alentaba la presencia de los católicos en la vida pública. El papa, por otra parte, en la encíclica Inmortale Dei (19-XI-1885) había declarado la disposición de la Iglesia a mantener buenas relaciones con cualquier régimen político que defendiera la libertad.

Los comienzos del siglo XX coincidieron con el final del pontificado de León XIII, cuya duración de veinticinco años autoriza a considerarlo también como otro capítulo de la historia cristiana. El anciano papa se había ganado el respeto del mundo entero, pese a que en algún lugar, como Francia, sus esfuerzos conciliadores no tuvieron una respuesta satisfactoria. El magisterio desarrollado por León XIII a través de sus grandes encíclicas había sido de extraordinaria importancia. Pero la presencia activa de los católicos en la vida político-social tenía también sus riesgos y en el interior de la Iglesia se incubaba, además, una crisis doctrinal, que no tardaría en declararse abiertamente.



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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:12
XXIV. La crisis de la modernidad
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

La crisis modernista quedó cortada por la decidida intervención pontificia.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net




Los primeros años del siglo XX, hasta el comienzo de la primera guerra mundial, se recordarán siempre como un período brillante y feliz de la historia europea, que vino a truncar el estallido de la más inútil y absurda de las contiendas bélicas. Pero aquel período, contemplado desde el punto de vista de la vida cristiana, no fue una época fácil y sin problemas causados por la hostilidad de los adversarios de fuera, u originados desde dentro de la propia Iglesia, una Iglesia regida durante este tiempo por el último de los papas que ha merecido el honor de los altares: San Pío X (1903-1914).

Durante aquellos años, la dinámica anticlerical se dejó sentir con particular intensidad en los países latinos del sur de Europa: aquellos, precisamente, que contaban con poblaciones de mayoritaria tradición católica. Portugal, tras la proclamación de la República (1910), expulsó a los religiosos del país, separó la Iglesia del Estado y confiscó los bienes eclesiásticos. En España resurgió el anticlericalismo. Pero fue Francia el escenario de la más violenta ofensiva contra la Iglesia.

Los gobiernos franceses de signo radical demostraron un laicismo militante, que provocó el enfrentamiento con la firme entereza de Pío X. Francia rompió las relaciones con la Santa Sede, se abrogó el Concordato (1905), los religiosos perdieron el derecho a enseñar y muchos fueron expulsados del país. Los bienes eclesiásticos fueron también confiscados, lo que significaba que la Iglesia francesa, por segunda vez en poco más de un siglo, era despojada de su patrimonio y privada a la vez de la ayuda estatal.

Sin embargo, los peligros más graves fueron de índole doctrinal y procedían del interior de la propia Iglesia, especialmente del llamado movimiento modernista.

El modernismo pudo estar animado en sus orígenes por la inquietud apologética de ciertos católicos, ansiosos de remediar el retraso que, a su juicio, llevaba la Iglesia en el campo de la historia, la filosofía y la exégesis bíblica. El Modernismo que sufrió de modo sensible el influjo del protestantismo liberal alemán trataba de «racionalizar» la fe cristiana, con el fin de hacerla aceptable a la mentalidad «moderna», vaciándola de la carga de los dogmas y de todo contenido sobrenatural. Los modernistas no trataban de abandonar la Iglesia, pretendían «reformarla» desde dentro, y sus posturas tenían un deliberado acento de ambigüedad.


Las doctrinas modernistas nunca se expusieron de modo orgánico, sino en forma de retazos parciales. Para abarcarlas en todos sus aspectos, fue preciso que la encíclica Pascendi que definió el Modernismo como «encrucijada de todas las herejías» ofreciera una exposición sistematizada. El modernismo se extendió por Francia, Italia e Inglaterra. Pío X cerró resueltamente el paso al modernismo. El decreto Lamentabili y la encíclica Pascendi (1907) denunciaron y condenaron estas doctrinas. La exigencia del «juramento antimodernista» a los profesores eclesiásticos y a otros muchos clérigos fue una medida disciplinar de indudable eficacia. La crisis modernista quedó así cortada por la decidida intervención pontificia. No puede decirse, sin embargo, que quedara resuelta, como pondría luego de manifiesto el rebrote modernista que habría de aparecer con sorprendente fuerza a mediados del siglo XX.



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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:14
XXV. La era de los totalitarismos
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

Se hizo cada vez más tangible la amenaza de los totalitarismos ateos o paganos.


Por: Cristina Cendoya de Danel | Fuente: Catholic.net





La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. A las tres semanas fallecía el papa San Pío X. El nuevo papa, Benedicto XV (3-IX-1914/22-I-1922) apenas pudo hacer otra cosa durante aquellos años que esforzarse inútilmente en intentar la paz entre los bandos beligerantes. El final de la lucha llegó en noviembre de 1918, gracias a la victoria de los aliados sobre los imperios centrales. La Santa Sede fue rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció el Tratado de Versalles. Un siglo antes, cuando la anterior ordenación de Europa tras las guerras napoleónicas, la Santa Sede había estado aún presente en el Congreso de Viena. El Tratado de Versalles no logró una paz definitiva y sembró muchos desacuerdos llamados a rebrotar en el futuro.

El suceso de mayor trascendencia, destinado a condicionar decisivamente la historia del mundo en el siglo XX, había sido la Revolución rusa de 1917. Terminados con la victoria bolchevique los años de guerra civil, la URSS irrumpía en el escenario mundial como el primer estado marxista de la historia, oficialmente ateo, doctrinalmente anticristiano y fundado en una concepción materialista del hombre y de la vida.

El período de «entreguerras» coincidió prácticamente con el pontificado de Pío XI. Fue un tiempo de la historia cristiana con unas notas bien definidas que imprimen carácter a la época. Y fue también, desde distintos puntos de vista, un período de manifiesto florecimiento del Cristianismo y de la Iglesia. El prestigio de la Santa Sede en el mundo creció de modo extraordinario y su personalidad internacional se vio robustecida por la firma de numerosos concordatos, varios de ellos con los nuevos países nacidos de la última guerra. A poco de terminar ésta, las relaciones de la Santa Sede con Francia volvieron a la normalidad. Pero el mayor acontecimiento en el campo de las relaciones de la Sede Apostólica con los Estados fue la firma de los «Pactos Lateranenses», que pusieron fin a la «cuestión romana». Los «Pactos», suscritos el 11 de febrero de 1929, dieron vida al Estado de la Ciudad del Vaticano, mínimo espacio territorial indispensable para garantizar la independencia de la Santa Sede.

El florecimiento cristiano tuvo otras manifestaciones que afectaban a aspectos más íntimos de la vida eclesial. La expansión misionera en Asia y Africa hizo grandes progresos, se multiplicaron las conversiones y se dieron pasos decisivos para la consolidación de las nuevas cristiandades. Una fecha señalada en la historia de las Misiones fue el 28 de octubre de 1926, en que Pío XI consagró solemnemente, en la basílica de San Pedro de Roma, a seis nuevos obispos chinos.

Esta época de indudable florecimiento cristiano tuvo como contrapunto la oleada de sangrientas persecuciones que se abatió sobre las iglesias de distintos países. En Rusia, la implantación del comunismo produjo un sinfín de violencias antirreligiosas. Pero la persecución alcanzó también a otros países y llegó a extremos de dureza nunca alcanzados por el anticlericalismo del siglo XIX. La persecución de México, y la desencadenada en España durante la guerra civil de 1936-1939, tuvieron dimensiones inéditas en el mundo moderno.

En la tercera década del siglo se hizo cada vez más tangible la amenaza de los totalitarismos ateos o paganos. Dos documentos magisteriales del papa Pío XI fijaron con claridad la actitud de la Iglesia católica frente a las grandes ideologías totalitarias del momento. En abril de 1937, con pocos días de diferencia, aparecieron dos célebres encíclicas: Mit Brennender Sorge, contra el Nacional-Socialismo alemán y su doctrina racista, y la Divini Redemptoris, que condenó el marxismo ateo, ideología oficial de la Rusia comunista. Estos dos totalitarismos llevaron al mundo a la Segunda Guerra Mundial.

 


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De: Atlantida Enviado: 15/12/2017 04:15
XXVI. Consecuencias político-religiosas de la Segunda Guerra Mundial
Historia breve de la Iglesia. Eclesiología

La Iglesia reafirmaba en sus más altas instancias la nota de catolicidad.


Por: Concepción Carnevale | Fuente: Catholic.net

La Segunda Guerra Mundial (1939?1945) superó ampliamente a la primera en duración y magnitud. Se luchó de un extremo a otro del globo y los avances de la técnica multiplicaron la eficacia destructora de las armas y causaron millones de muertos. Al mismo tiempo, lejos de los frentes de batalla, otros millones de personas perdieron la vida en bombardeos aéreos o padecieron sufrimientos inmensos y muerte en campos de concentración o de trabajo, una invención de los regímenes totalitarios, sin precedentes en países de civilización cristiana.

La paz no trajo consigo el final de los padecimientos de las poblaciones civiles, especialmente del centro de Europa. Las nuevas fronteras políticas y la división del Viejo Continente en zonas de influencia obligaron a multitud de familias a abandonar las tierras de sus mayores; y, despojadas de todo su patrimonio, a emigrar en busca de otra patria que se prestara a darles acogida.

En la Segunda Guerra Mundial fueron vencidos los totalitarismos de signo fascista; pero no ocurrió así con el totalitarismo comunista, que por una curiosa inversión de los planteamientos iniciales de la contienda militó desde 1941 en el bando vencedor, del brazo de las democracias occidentales. La partición del mundo acordada en Yalta por los jefes de las potencias aliadas determinó que la mitad oriental de Europa fuese entregada al dominio imperial de la Unión Soviética. Consecuencia de esa entrega fue que, en breve plazo, regímenes comunistas fueron impuestos por la fuerza a buen número de pueblos europeos, mientras que otros países como los países bálticos perdieron incluso su existencia nacional, siendo integrados, como una república más, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

La Europa del Este, surgida de la Segunda Guerra Mundial, ha sido una tierra sin libertad, donde el Cristianismo y la Iglesia han vivido en un estado de opresión. Los nombres de los cardenales Mindszenty, Stepinac, Wyszynski, Beran, Tomaseck simbolizan el heroísmo de los grandes defensores de la fe en el mundo contemporáneo. La persecución religiosa en los países de régimen comunista ha tenido períodos de abierta violencia; pero de ordinario se ha preferido, por más eficaz, una acción solapada bajo la forma incluso de medidas administrativas, destinada a conseguir, a medio o largo plazo, la extinción del Cristianismo y de la Iglesia. Los católicos del este de Europa, fieles a su fe, han sufrido, dentro de su país, una clara discriminación: se convierten en ciudadanos de rango inferior y tuvieron que renunciar a cualquier aspiración de mejora en la escala social o política.

La expansión del comunismo afectó también a los continentes asiático y africano. En China comunista, donde el cristianismo tenía una vida floreciente, se prohibió a los católicos toda comunicación con la Santa Sede y se les impuso una iglesia cismática, separada de Roma. Otros estados de ideología marxista han levantado igualmente obstáculos a la libre acción de la Iglesia católica. El cristianismo, en cambio, ha experimentado un gran auge en los países del Tercer Mundo, libres del dominio marxista.

Este avance hacia la mayor universalidad real de la Iglesia realizó progresos decisivos desde el pontificado de Pío XII (2?III?1939/9?X?1958). Terminada la contienda, existían 32 vacantes en un Colegio cardenalicio entonces de 70 miembros. En el primer nombramiento de su pontificado Pío XII creó cuatro cardenales italianos y 28 de otras nacionalidades. La Iglesia reafirmaba en sus más altas instancias la nota de catolicidad.

Pío XII ejerció un infatigable magisterio, tratando en sus alocuciones múltiples aspectos de la vida y moral cristianas, en las nuevas circunstancias del mundo. Particular importancia tuvo, desde el punto de vista doctrinal, la encíclica Humani Generis (12?VIII?1950), que enlazaba sustancialmente con las enseñanzas de San Pío X.

Pío XII fue sucedido por Juan XXIII (28?X?1958/3?VI?1963). Su pontificado, pese a la brevedad, tuvo notable importancia: a los tres meses de su elección, el papa reveló su intención de celebrar un concilio ecuménico. El 25 de diciembre de 1961, la bula Humanae salutis convocó oficialmente el concilio Vaticano II.
 



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