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~~CATECISMO~~: LA TEOLOGIA ESTABLECE SIETE DONES DEL ESPIRITU SANTO
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Respuesta  Mensaje 1 de 42 en el tema 
De: Atlantida  (Mensaje original) Enviado: 29/05/2023 02:07
 

La tradición espiritual y teológica entiende que son siete los dones del Espíritu Santo y se encuentra en la Sagrada Escritura: Temor de Dios, Fortaleza, Piedad, Consejo, Ciencia, Sabiduría y Entendimiento.


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Respuesta  Mensaje 13 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:21
Santos

La fortaleza sobrehumana del Espíritu se manifiesta en toda la vida de Cristo, tanto en su dominio sobre los hombres -por ejemplo, cuando impide en Nazaret que le precipiten de lo alto del monte (Lc 4,28-30)-, como en su señorío sobre la naturaleza -calmando, por ejemplo, la tempestad del lago (8,24-25)-.

Sin embargo, el espíritu sobrehumano de fortaleza se manifiesta en Cristo sobre todo en el momento de la Pasión, cuando mantiene el  incondicional de su obediencia al Padre aun sintiendo «pavor, angustia», «tristeza de muerte», y aun llegando a «sudar sangre» del horror sentido (Mt 26,38; Mc 14,33; Lc 22,44). A tanto llegó el abismo del espanto, que «un ángel del cielo se le apareció para fortalecerlo» (Lc 22,43). ¡El Verbo eterno encarnado, el Primogénito de toda criatura, fortalecido por el Espíritu divino mediante una criatura!...

No nos escandalicemos de Jesús, agonizante de terror, sino adorémoslo muy especialmente en estas angustias suyas de muerte, por las que quiso bajar al fondo mismo del sufrimiento humano, manifestándonos al mismo tiempo en su debilidad extrema la infinita fuerza del Espíritu divino.

De todos modos, no permite Dios normalmente que los discípulos de su Hijo, que son tan débiles, se vean hundidos en tales abismos de horror indecible. Y por eso los conforta eficacísimamente con su Espíritu, humanamente, por la virtud infusa de la fortaleza, o sobrehumanamente, por el don de fortaleza.

La fuerza sobrehumana del Espíritu, es decir, el don de fortaleza, se manifiesta también poderoso en los santos de Cristo. Él es el que sostiene durante años y años a los contemplativos en la soledad, el silencio y la vida penitente. Él es el que da fuerza a los confesores para testimoniar la verdad de Cristo, afrontando con toda paz exilios, desprestigios y marginaciones incontables. Él es el que asiste a tantos párrocos, padres de familia, misioneros, religiosos asistenciales, etc., para que en situaciones, a veces habituales, sumamente difíciles o en momentos de prueba extrema, mantengan un testimonio heroico de abnegación, fidelidad y caridad.

Pero, sin duda, los más impresionantes ejemplos del don de fortaleza los hallamos en los innumerables mártires de la historia cristiana. Las Actas de los mártires son un álbum precioso en el que los efectos del don de la fortaleza se nos muestran en miles de imágenes fascinantes. Todos ellos, sostenidos por la fortaleza del Espíritu Santo, como los apóstoles, pasan por la angustia de pruebas extremas «con la alegría de haber sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).

Contemplemos, por ejemplo, el martirio del diácono San Vicente descrito por San Agustín:

«Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que sufría el tormento.

«Y es que, en realidad, así era: era otro el que hablaba. Así lo había prometido Cristo a sus testigos en el Evangelio, al prepararlos para semejante lucha. Había dicho, en efecto: "No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros" [Mt 10,19-20].

«Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu quien hablaba, y por estas palabras del Espíritu no sólo era redargüida la impiedad, sino también confortada la debilidad» (Sermón 276, 2).

No es preciso, sin embargo, que se dé el martirio sangriento para que el don de fortaleza resplandezca con toda su grandeza. En Santa Teresa del Niño Jesús, por ejemplo, podemos contemplar ese don del Espíritu en una de sus versiones más conmovedoras. Ella, por su naturaleza, no tenía nada de fuerte; más bien era una persona de poca salud y con una constitución psicosomática más bien débil y vulnerable.

Siendo niña, refería su madre en una carta, «coge unas rabietas terribles cuando las cosas no salen a su gusto, se revuelca por el suelo como una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay momentos en que la contrariedad la vence, y entonces hasta parece que va a ahogarse. Es una niña muy nerviosa» (Manuscritos autobiográficos A8r). Y ella misma dice de sí: «realmente en todo hallaba motivo de sufrimiento» (A4r). «Verdaderamente, mi extremada sensibilidad me hacía insoportable. Si me acontecía disgustar involuntariamente a alguna persona querida, lloraba como una Magdalena... Y cuando empezaba a consolarme de la falta en sí misma, lloraba por haber llorado. Eran inútiles todos los razonamientos; no conseguía corregir tan feo defecto» (A44v).

Tuvo, sin embargo, por gracia de Dios, una buena educación cristiana, concretamente en la virtud de la fortaleza. Su hermana Paulina, por ejemplo, le obligaba a veces, para que venciera el miedo, a quedarse sola de noche a oscuras (A18v).

De todos modos, así como hay casos en que las virtudes sobrenaturales se desarrollan en continuidad con la virtud natural de la persona -la sabiduría en Santo Tomás, por ejemplo-, hay casos en que las virtudes se acrecientan por contraste -por ejemplo, la mansedumbre en San Francisco de Sales-. En el caso de Santa Teresita es indudable que su formidable fortaleza nace solamente de la gracia: primero ejercitada, por contraste, en actos de virtud muy intensos y frecuentes -ocasionados por su propia debilidad natural-; más tarde, como don de fortaleza, como don sobrehumano del Espíritu Santo. Ella, a causa de su debilidad congénita, de ningún modo podía apoyarse en sí misma, y justamente por eso, apoyándose solamente en Dios, vino a hacerse sobrehumanamente fuerte. Estamos, como ya vimos, en plena lógica evangélica: «en la flaqueza llega al colmo la fuerza» (2Cor 12,9). El paso que, por obra del Espíritu Santo, da Santa Teresita de la mayor debilidad a la fortaleza espiritual más formidable es verdaderamente impresionante. Ella misma se admiraba.

Antes, « en todo hallaba motivo de sufrimiento. Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora, pues Dios me ha concedido la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo del tiempo pasado, mi gratitud se desborda en mi alma, viendo los favores que he recibido del cielo. Se ha operado en mí tal cambio, que ni yo misma me reconozco» (A43r).

Respuesta  Mensaje 14 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:22
Por obra del Espíritu Santo se ha producido este cambio, al modo humano de las virtudes, primero, y por el don de fortaleza finalmente, ya de modo perfecto. Ella misma lo entiende así, y refiere con detalle cuándo exactamente y cómo el Espíritu divino despertó en ella para siempre el don de la fortaleza:

«Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento. Y el milagro lo realizó el día inolvidable de Navidad... La noche en que Él se hace débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas. Desde aquella noche bendita nunca más fui vencida en ningún combate. Por el contrario, marché de victoria en victoria... Se secó entonces la fuente de mis lágrimas... Fue el 25 de diciembre de 1886 [a los trece años de edad] cuando se me concedió la gracia de salir de mi infancia; en otras palabras, la gracia de mi total conversión... Teresa ya no era la misma; Jesús había cambiado su corazón» (A44v-45r).

Por otra parte, es preciso señalar que la fortaleza sobrehumana de Santa Teresita nace fundamentalmente de su amor a Cristo crucificado. Ya en la primera comunión, el Espíritu Santo le inspira un gran amor al sufrimiento, y le lleva a hacer suya aquella petición de la Imitación de Cristo: « ¡oh Jesús, dulzura inefable, cámbiame en amargura todos los consuelos de la tierra!». Y esto lo realiza ella más en forma donal que virtuosa:

«Esta oración brotaba de mis labios sin el menor esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo» (A36rv).

Ya en el Carmelo, crece más y más su fortaleza en el Espíritu, aumentado así su deseo y su capacidad de participar en la cruz de Cristo. En el Proceso ordinario para la beatificación de Teresa, su hermana Sor Genoveva, al considerar la virtud de la fortaleza, habla largamente de la fortaleza espiritual de la Sierva de Dios:

«En ninguna ocasión se proporcionó a sí misma alivios o ayudas fuera de los que le ofrecían espontáneamente, sin adelantarse ella a pedirlos... Desde muy pequeña había adquirido la costumbre de no desperdiciar las pequeñas ocasiones de mortificarse... Y en el Carmelo, sus hábitos de mortificación se extendieron a todas las cosas. Noté que nunca preguntaba noticias... En el refectorio, aceptaba sin quejarse jamás que le sirviesen las sobras de la comida. Nunca apoyaba la espalda, no cruzaba los pies, siempre se mantenía derecha... No admitía nada que se pareciese a comodidad y desenvoltura mundanas. A menos que una gran necesidad lo exigiese, no se enjugaba el sudor, porque decía que hacerlo era señal de que se tenía demasiado calor y una manera de hacerlo saber...

«A propósito de los instrumentos de penitencia... me dijo: "juzgo que no vale la pena hacer las cosas a medias. Yo tomo la disciplina para hacerme daño, y deseo hacerme el mayor daño posible"... Durante el invierno, a pesar de los numerosos sabañones que le hinchaban considerablemente las manos, rara vez la vi mantenerlas ocultas» para protegerlas del frío.

El espíritu de fortaleza, sin embargo, se manifestó en ella sobre todo soportando inmensas penas interiores. En el mismo Proceso, el P. Godofredo Madelaine, abad premonstratense que tuvo con la santa relación de conciencia, subraya «el verdadero martirio» que, sobre todo en algunas épocas, pasó Teresa a causa de los escrúpulos, las dudas de fe y las Noches del sentido y del espíritu:

«Sufrió además un martirio de amor, que me siento incapaz de describir, pero en cuyo contexto la sola idea de ofender a Dios le causaba indecible tormento [don de temor]. Y a todas estas pruebas se añadía un estado habitual de aridez y desamparo interior. Pues bien, lo que siempre me pareció extremadamente notable fue su fortaleza de ánimo para soportar todas estas penas [don de fortaleza]. Su alegría, su buen humor, su amabilidad para con todos eran tan constantes que, en la comunidad, nadie sospechaba lo mucho que sufría».


Respuesta  Mensaje 15 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:23
La débil Teresita, por el amor al Crucificado, por su deseo de participar más en la obra de la Redención, ha venido a ser la mujer fuerte: «Jesús me hizo comprender que quería darme las almas por medio de la cruz. Y así mi anhelo de sufrir creció en la medida que aumentaba el sufrimiento» (A69v). Ahora, según lo había pedido en su primera comunión, «mi consuelo es no tenerlo en la tierra» (B1r). La invencible fortaleza de Teresita es la Cruz de Cristo.

Poco antes de morir, escribe en algunas cartas: «El sufrimiento unido al amor es lo único que me parece deseable en este valle de lágrimas» (Cta. 253: 13-II-1897). «Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra» (254: 14-VII-1897). «He encontrado la felicidad y la alegría aquí en la tierra, pero únicamente en el sufrimiento, pues he sufrido mucho aquí abajo. Habrá que hacerlo saber a las almas... Desde mi primera comunión, cuando pedí a Jesús que me cambiara en amargura todas las alegrías de la tierra, he tenido un deseo continuo de sufrir. Pero no pensaba cifrar en ello mi alegría. Ésta es una gracia que no se me concedió hasta más tarde» (Últimas conversaciones 31-VII-1897,13).

Y el mismo día de su muerte: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad... Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (ib. 30-IX-1897).


Respuesta  Mensaje 16 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:23
Disposición receptiva

El don de fortaleza ha de ser pedido al Espíritu Santo, y ha de ser también procurado especialmente por virtudes y ejercicios espirituales como éstos:

1. Amar a Jesús crucificado, y querer tomar parte en su Cruz, para completar «lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

2. Aceptar con sumo cuidado todas y cada una de las penas de la vida, tengan origen bueno o malo, digno o indigno:
«Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que a todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí?» (Sta. Teresa, Poesías).

3. Procurarse penalidades para la mortificación del cuerpo y del espíritu.

4. Nunca quejarse de nada. El santo Cura de Ars lo tenía muy claro: «un buen cristiano no se queja jamás». Es decir, se prohíbe terminantemente la queja-protesta, aunque se permita moderadamente la queja-llanto, como también se la permitió el mismo Cristo, (+Jn 11,33-35).

5. Obedecer con toda fidelidad. Muchas cosas, aparentemente imposibles, que no se harían por iniciativa propia, pueden hacerse por obediencia cuando son mandadas. Así se lo dice el Señor a Santa Teresa de Jesús: «hija, la obediencia da fuerzas» (Fundaciones, prólg. 2).

Respuesta  Mensaje 17 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:25
El don de Piedad

El don de piedad lleva a perfección el abandono confiado en la providencia amorosa del Padre.
Sagrada Escritura

Cuando San Pablo describe a los hombres adámicos, carnales y mundanos, emplea más de veinte calificativos muy severos, y entre ellos «rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1,30-31). Efectivamente, «la dureza de corazón» hace despiadados a los hombres que no han sido renovados en Cristo por el Espíritu Santo. Éstos son capaces de ver con absoluta frialdad innumerables males -si es que alcanzan a verlos-, tanto en las personas más próximas, como en el mundo en general, abortos y divorcios, guerras e injusticias, olvido de Dios, imperio de la mentira, etc. Y en tanto estos males no les hieran directamente a ellos, se mantienen indiferentes. No tienen piedad.

Por el contrario, el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos como hijos suyos, y a los hombres como hermanos:

«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús... No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,26.28).

Este sentimiento de filiación divina y de hermandad cristiana, que se manifiesta con gran fuerza en los Evangelios y en los escritos apostólicos, se expresó en latín con el término pietas, una virtud, derivada de la virtud cardinal de la justicia, por la que el hombre reverencia a Dios con devoción y filial afecto, y extiende ese reverencial amor no sólo a padres y superiores, sino también a los hermanos e iguales, e incluso a los inferiores, a todas las hermanas criaturas.


Respuesta  Mensaje 18 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:25
Hemos sido predestinados por el Padre «a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29; +Ef 1,5). Y así se crea una familia grandiosa: «un solo Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef 4,5-6).

Por la comunicación del Espíritu Santo hemos sido hechos «familiares de Dios» (Ef 2,19), se ha realizado algo que podría parecer increíble. En efecto, por el Espíritu de adopción filial nos atrevemos a decirle a Dios -audemus dicere- «"Abba, Padre". Y el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8,15-16; +1Jn 3,1). Ésa es la verdad: «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo... nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo... y nos hizo gratos en su Amado» (Ef 1,1-6)

Queda, pues, ahora que vivamos consecuentemente nuestra nueva condición filial, y que seamos «imitadores de Dios, como hijos suyos queridos» (Ef 5,1). Esta piedad filial nos hará vivir abandonados con toda confianza en la providencia de nuestro Padre: Él conoce nuestras necesidades, y cuida de nosotros con especial solicitud paternal. No debemos, pues, inquietarnos por nada, siendo nuestro Padre un Dios bueno, providente y omnipotente (+Mt 6,25-34). La conciencia de nuestra filiación divina, pase lo que pase, debe guardar nuestro corazón en una paz confiada y perfecta.

Y queda también que vivamos de verdad la nueva fraternidad, como la vivía, por ejemplo, San Pablo: «hermanos míos queridísimos, mi alegría y mi corona» (Flp 4,1). Esta nueva piedad fraternal nos llevará a ver a nuestros prójimos como a verdaderos hermanos, y si además son cristianos, los veremos aún más como hermanos en la sangre de Cristo, esto es, en la vida nueva de la gracia. Por eso «hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10).

Especialmente a «los hermanos en la fe», es decir, a los cristianos que, como nosotros, están viviendo en Cristo. Los Padres antiguos no prodigaban fácilmente el nombre de hermanos -como hoy se hace con frecuencia-, sino que lo reservaban a los hermanos en la fe. Es verdad que todos los hombres somos hermanos, en cuanto que todos hemos sido creados por un mismo Dios Creador. Pero San Agustín, por ejemplo, dice: a los paganos «no les llamamos hermanos, de acuerdo con las Escrituras y con la costumbre eclesiástica», ni tampoco a los judíos: «leed al Apóstol, y os daréis cuenta de que cuando él dice hermanos, sin añadir nada más, se refiere a los cristianos» (CCL 38,272).

Pues bien, la piedad fraternal debe a los hermanos cristianos un especial amor y servicio. La koinonía primitiva de Jerusalén, por ejemplo, nace de la virtud y del don espiritual de esa nueva piedad familiar -bienes en común, un solo corazón y una sola alma (Hch 2,42; 4,32-34), como un solo Dios, un solo Señor, una sola fe-, y se produce entre los cristianos, no entre todos los habitantes de la ciudad.

Respuesta  Mensaje 19 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:26
Teología

El don de piedad es un espíritu, un hábito sobrenatural que, por obra del Espíritu Santo, de un modo divino, enciende en nuestra voluntad el amor al Padre y el afecto a los hombres, especialmente a los cristianos, y a todas las criaturas (+STh II-II,121).

La piedad, el tercero de los dones del Espíritu Santo en la escala ascendente, perfecciona de modo sobrehumano el ejercicio de la virtud de la justicia y de todas las virtudes derivadas de ella, muy especialmente las virtudes de la religión y de la piedad. La religión da culto a Dios como a Señor y Creador, pero el don de piedad se lo ofrece como a Padre, y en éste sentido es aún más precioso que la virtud de la religión (II-II,121, 1 ad2m).

El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que procede de un desordenado amor a sí mismo. El don de piedad, por el contrario, perfecciona el ejercicio de la caridad, y sacando al hombre de la cárcel de su propio egoísmo, lo orienta continuamente hacia Dios y hacia los hermanos con un amor y una solicitud que tienen modo divino y perfección sobrehumana.

Por otra parte, como observa el Padre Lallemant, «la piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia cristiana:
« se prolonga no solamente hacia Dios, sino a todo lo que se relacione con Él, como la Sagrada Escritura, que contiene su palabra, los bienaventurados, que lo poseen en la gloria, las almas que sufren en el purgatorio y los hombres que viven en la tierra... Da espíritu de hijo para con los superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de hermano para con los iguales, entrañas de compasión para con los que tienen necesidades y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos... Es también lo que hace afligirse con los afligidos, llorar con los que lloran, alegrarse con los que están contentos, soportar sin aspereza las debilidades de los enfermos y las faltas de los imperfectos; y lleva, en fin, a hacerse todo para todos» (Doctrina espiritual IV,4,5).

El don de piedad, por obra del Espíritu Santo, perfecciona, pues, en modo sobrehumano el ejercicio de muchas virtudes, especialmente de la justicia y de la caridad: nos lleva a sentirnos verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos para promover su gloria, nos inclina a la benignidad con los hermanos, a la fraternidad, a la paciencia, a la castidad, al perdón de las ofensas, y a una servicialidad gratuita y sin límites.


Respuesta  Mensaje 20 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:27
Santos

Los santos, por el don de piedad, viven con intensidad sobrehumana la Comunión de los Santos. Gozan, pues, de su comunión profunda con la santísima Trinidad y con los bienaventurados, bien conscientes de que son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19). Y también, por el mismo don del Espíritu Santo, viven su fraternidad con todos los miembros de la Iglesia de la tierra y del purgatorio, así como su solidaridad con todos los hombres. Más aún, todo el mundo visible es para ellos Casa de Dios, y estando, como están, tan unidos al Creador, se sienten profundamente unidos a todas las criaturas, que en Dios tienen su ser y su fuerza, su belleza y su obrar.

Por el don de piedad, por ejemplo, vive San Francisco de Asís profundamente la fraternidad con todas las criaturas: con el hermano Sol, con la hermana luna, con el hermano fuego, con nuestra hermana madre tierra (sora nostra matre terra) (Cántico de las criaturas). También en Santa Catalina de Siena, por el don de piedad, hallamos preciosas expresiones de su vivencia fraternal con toda criatura de Dios. El Señor le dice al corazón:

«Todo está hecho por mi bondad y puesto al servicio del hombre, de manera que a cualquier parte que se vuelva, en cuanto a lo temporal o a lo espiritual, no halla más que el fuego y el abismo de mi caridad con máxima, dulce, verdadera y perfecta providencia» (Diálogo IV,7,151). Ese mismo don espiritual de piedad enciende el corazón de Santa Teresa de Jesús, pue, como ella confiesa, viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5). Y lo mismo le sucedía a San Juan de la Cruz (2 Subida 5,3).

Esa piadosa fraternidad con las criaturas se hace en los santos aún más profunda, por supuesto, respecto de los seres humanos. San Francisco de Asís, por ejemplo, siente y expresa esa fraternidad cristiana con acentos particularmente conmovedores. Es de notar con qué dulzura la expresa, unos años antes de morir, en su Carta a toda la Orden: «mis benditos hermanos..., señores hijos y hermanos míos..., todos mis hermanos sacerdotes», etc. Y si todos los hombres son para él un don de Dios, sus frailes, sus prójimos, lo son de un modo especial: «después que el Señor me dio hermanos»... (Testamento 14).

De Santa Teresita refiere una de sus hermanas del Carmelo, Sor María de la Trinidad: «llamaba a los pecadores "sus hijos", y se tomaba muy en serio el título de "madre", respecto de ellos» (Proceso ordinario). Ella estaba, como San Pablo, queriendo engendrarlos a la vida en Cristo por el Evangelio, y sufría por ellos, con oración y penitencias, dolores como de parto (+1Cor 4,15).

Por otra parte, esa amorosa fraternidad cristiana, como lo recuerda San Francisco, procede evidentemente del Padre celestial: «todos vosotros sois hermanos, y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 23,9: +I Regla 22,35). Es el mismo sentimiento de San Pablo, cuando escribe: «yo doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14-15).

El don de piedad lleva a perfección el abandono confiado en la providencia amorosa del Padre. Si nuestra más profunda identidad es la de hijos de Dios, porque él ha querido hacerse Padre nuestro, y si nuestro Padre es bueno y omnipotente, y conoce nuestras necesidades, ¿qué lugar puede quedar para la inquietud en el corazón cristiano? A Él se eleva la oración filial de Santa Teresa:

«Padre nuestro que estás en los cielos... ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra [del paternóster]?... Le obligáis a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como el hijo pródigo, nos ha de perdonar, nos ha de consolar en nuestros trabajos, nos ha de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo» (Camino Vall. 27,1-2).

La oración cristiana, en efecto, está llena de piedad filial y se dirige principalmente al Padre celeste. Así nos lo enseñó nuestro Maestro: «cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2). Cristo «nos enseñó a dirigir la oración a la persona del Padre» (Sto. Tomás, In IV Sent. dist.15,q.4, a.5,q.3, ad1m). Ésa es la norma de la tradición, constantemente observada por la liturgia católica, que eleva siempre sus oraciones a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, que con él vive y reina en la unidad del Espíritu Santo.

Un buen ejemplo del don de piedad filial lo hallamos en las oraciones contemplativas de Santa Catalina de Siena, que normalmente eleva sus oraciones al Padre, uniendo siempre a Él maravillosamente al Hijo y al Espíritu. Éste suele ser el modo de sus oraciones:

«Porque sabes, quieres y puedes, apelo a tu poder, Padre eterno; a la sabiduría de tu Hijo unigénito, por su preciosa sangre, y a la clemencia del Espíritu Santo, fuego y abismo de caridad, que tuvo a tu Hijo cosido y clavado en la cruz, para que hagas misericordia al mundo y le des el calor de la caridad con paz y unión en la santa Iglesia. No quiero que tardes más. Te ruego que tu infinita bondad te obligue a no cerrar los ojos de tu misericordia.... Jesús dulce, Jesús amor» (Orac. 24; Rocca de Tentennano 28-X-1378).


Respuesta  Mensaje 21 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:27
Disposición receptiva

Pidamos siempre al Padre el espíritu filial y fraternal, y pidámosle que nos lo infunda por el don de piedad, propio del Espíritu de Jesús. Pero al mismo tiempo dispongámonos a recibir ese don con estas virtudes y prácticas:

1. Venerar al Creador, contemplar su grandeza en el mundo visible, considerando a éste como Casa de Dios. Tratar con respeto todas las criaturas que el Padre ha puesto en el mundo a nuestro servicio. Ya nos dijo el Apóstol: «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,23).

2. Dirigir muchas veces nuestra oración al Padre celestial, por Jesucristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, que orando en nosotros, dice: Abba, Padre.

3. Meditar en nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo.

4. Confiar en la providencia de nuestro Padre en todas las vicisitudes de nuestra vida, combatiendo toda preocupación por un abandono confiado en su amor misericordioso (+Mt 6,25-34)

5. Tratar al prójimo como hermano, ejercitando siempre con él la benignidad, la paciencia, la compasión, el perdón, la servicialidad, la comunicación de bienes.

Respuesta  Mensaje 22 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:29
El don de Consejo.

El Espíritu Santo actúa el don de consejo, que permite al cristiano discernir la verdad y el bien.
Los lugares de la Biblia, que ahora referiremos al don de consejo, son aplicables en buena medida también a los dones de ciencia, entendimiento y sabiduría. Todos ellos son dones intelectuales, por los que el Espíritu Santo comunica al entendimiento de los fieles una lucidez sobrenatural de modalidad divina. Cuando la sagrada Escritura habla en hebreo o en griego de la sabiduría de los hombres espirituales no usa, por supuesto, términos claramente identificables con cada uno de estos cuatro dones.

Sagrada Escritura

Dice el Señor por Isaías: «no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos» (55,8). En efecto, la lógica del Logos divino supera de tal modo la lógica prudencial del hombre que a éste le parece aquélla «escándalo y locura», y solamente para el hombre iluminado por el Espíritu es «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24).

¿Quién, por muy limpio de corazón que fuese, podría estimar la Cruz como un medio prudente para realizar la revelación plena del amor de Dios y para causar la total redención del hombre?... ¿Quién alcanzaría a considerar actos prudentes ciertas conductas de Jesús en su ministerio público?... Hasta sus mismos parientes pensaban a veces: «está trastornado» (Mc 3,21).

Es cierto: como la tierra dista del cielo, así se ve excedida la prudencia del hombre por la sublimidad de los consejos de Dios, «cuya inteligencia es inescrutable» (Is 40,28). En Cristo, lógicamente, se manifiesta esta distancia en toda su verdad. Todo el misterio de redención que Él va desplegando por su palabra, por sus actos, y especialmente por su Cruz, son para judíos y gentiles un verdadero absurdo; y únicamente son fuerza y sabiduría de Dios para «los llamados» (1Cor 1,23-24). Sí, realmente «eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (1,27).

«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!... Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero?» (Rm 11,31-32); « ¿quién conoció la mente del Señor para instruirle?» (1Cor 2,16)... Y por tanto, « ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?» (Rm 9,20).

Siendo, pues, tan inmensa la distancia entre el pensamiento de Dios y el de los hombres, se comprende bien que en las páginas antiguas de la Biblia, especialmente en los libros sapienciales y en los salmos, se hallen innumerables elogios del don de consejo, que hace captar con prontitud y certeza los misteriosos designios divinos, en sus aspectos más concretos. Por eso en la Escritura la fisonomía del hombre santo, grato a Dios, es la del hombre lleno de discernimiento y de prudencia, mientras que la figura del pecador es la del hombre necio e insensato:

«El buen juicio es fuente de vida para el que lo posee, pero la necedad es el castigo de los necios» (Prov 16,22; +8,12; 19,8). «El que se extravía del camino de la prudencia habitará en la Asamblea de las Sombras» (21,16).

Por tanto, el buen juicio, que permite orientar la propia vida por el misterioso camino de Dios, sin desvío ni engaño alguno, ha de ser buscado como un bien supremo. Y así el padre aconseja al hijo: «sigue el consejo de los prudentes y no desprecies ningún buen consejo» (Tob 4,18). «Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás finalmente a ser sabio» (Prov 19,20).

El buen consejo ha de ser pedido a Dios humildemente. Si, como hemos visto, es tal la distancia entre los pensamientos y caminos de Dios y los pensamientos y caminos de los hombres, sólo como don de Dios será posible al hombre el buen consejo; es decir, sólo por la oración de súplica y por la docilidad incondicional al Espíritu divino conseguirá el hombre el buen juicio siempre y en todas las cosas:

«No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo [humanos que valgan] delante del Señor» (Prov 21,30). «Suyo es el consejo, suya la prudencia» (Job 12,13). Por tanto, supliquemos incesantemente: Señor, «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada» (Sal 43,3). Señor, «yo siempre estaré contigo, tú has tomado mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso» (73,23-24). Me guías muchas veces, eso sí, por caminos que ignoro, pues, como dice San Juan de la Cruz, «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes».

El buen consejo ha de ser buscado en la Palabra divina:«lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 118,105); y también en el discernimiento de los varones prudentes. El Señor, por ejemplo, quiso mostrar su designio a Pablo por medio de Ananías (Hch 9,1-6); y lo mismo en tantos otros casos.

El buen consejo es imposible si los ojos del corazón están sucios por el pecado: «si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras» (Mt 6,22-23). Será, pues, el fuego del Espíritu Santo el que purifique y queme toda escoria en nuestros corazones, y el que los ilumine plenamente con la luz del consejo divino. Sólo así, por el don espiritual de consejo, podremos ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).

El don de consejo, el discernimiento de espíritus, que tanto importa para la conducción de uno mismo, es particularmente importante para el gobierno pastoral y para la dirección espiritual de otros. Y así aparece aludido ya en los primeros escritos apostólicos.

«Pido [a Dios] que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en toda discreción (aísthesis), para que sepáis discernir lo mejor y seáis puros e irreprensibles en el Día de Cristo» (Flp 1,9-10). «Amadísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, para saber si proceden de Dios» (1Jn 4,1). Muy pronto el tema adquiere desarrollo en la doctrina espiritual, y así en el siglo II el Pastor de Hermas dedica una considerable atención al discernimiento de los espíritus (Mandamiento VI; XI,7).


Respuesta  Mensaje 23 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:29
Teología

El don de consejo es un hábito sobrenatural por el que la persona, por obra del Espíritu Santo, intuye en las diversas circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es voluntad de Dios, es decir, lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural.

Entre los vicios opuestos al don de consejo se dan, por defecto, la precipitación, la prisa, la impulsividad, que llevan a hacer algo sin pensarlo suficientemente, es decir, sin consultarlo con Dios y sin aconsejarse del prójimo; y la temeridad, nacida de la autosuficiencia y de la presunción. Por exceso se le opone la excesiva lentitud, perezosa o cavilosa en un temor indebido, pues hay acciones que si se demoran en exceso, dejan pasar ocasiones favorables, y llegan a hacerse en su tardanza imprudentes o simplemente imposibles.

Ya sabemos que solamente en los dones hallan la perfección las virtudes. Pero esta verdad parece manifestarse con especial evidencia por lo que se refiere a la necesidad del don de consejo para que la virtud de la prudencia pueda llegar a su perfección.

Sin el don de consejo ¿cómo podrá el hombre, con la rapidez tantas veces exigida por las circunstancias, a veces muy complejas, conocer con seguridad la voluntad divina, sabiendo distinguirla de sus propias inclinaciones intelectuales o temperamentales?

El hombre fuertemente inclinado al estudio y escasamente dotado para las relaciones sociales ¿podrá dedicar a las personas concretas la atención debida, si el Espíritu Santo no le asiste con el don de consejo para hacerle ver y para hacerle realizar en eso la exacta voluntad de Dios? Y al contrario; el hombre fuertemente inclinado al trato social y escasamente afecto al estudio ¿podrá dedicar al estudio lo que realmente es debido, según el plan de Dios, según la verdad de sus posibilidades personales, si no cuenta habitualmente con el don de consejo? No parece posible.

Sin la asistencia asidua del don de consejo, no podrá ser perfecta la prudencia del cristiano, por buena que sea su intención. La virtud de la prudencia juzga laboriosamente a la luz de la fe lo que en cada momento conviene hacer, teniendo en cuenta cien datos y complejas circunstancias. Pero tantas veces, aunque sea de forma inculpable, su discernimiento prudencial se ve condicionado por el temperamento propio, por informaciones lentas o inexactas acerca de las circunstancias, y es en todo caso discursivo y lento.

Por el contrario, la persona, por el don de consejo, iluminada y movida inmediatamente por el Espíritu Santo, intuye en cada caso lo que conviene, con rápido y seguro discernimiento, con toda facilidad. Y entonces, la substancia de su acto procede de la virtud operativa de la prudencia, es cierto; pero la manera de su ejercicio es ya al modo divino por el don de consejo.

Pensemos en tantas decisiones concretas que, con frecuencia, han de ser tomadas en el mismo curso de los acontecimientos, y que pueden tener consecuencias graves. Discute un padre con su hija a qué hora debe regresar ella de la fiesta, y no se ponen de acuerdo. Sin el don de consejo, ¿cómo podrá discernir el padre si conviene aplicar entonces a su hija una severidad exigente, que le conforte en el bien, o si es más prudente una benignidad comprensiva, que más tarde le permita, en cambio, exigirle más en otras cuestiones más importantes?

Pensemos en la confesión o en la dirección espiritual. Muchas veces el sacerdote se ve en la necesidad de ejercitar discernimientos, sobre cuestiones de no poca gravedad, con toda rapidez. Dejar la acción en suspenso puede ser a veces prudente, pero en otras ocasiones puede ser imprudente callar o no actuar. Y en esos discernimientos y consejos improvisados, ¿cómo será posible neutralizar completamente las inclinaciones personales del carácter o del estado de ánimo circunstancial?...

Necesitamos absolutamente el don precioso del consejo para la perfección espiritual. Solamente así podrá el cristiano, en su propia vocación y ministerio, ser perfectamente prudente siempre y en todo lugar.

Conviene señalar aquí que, con frecuencia, en los cristianos que tienen autoridad -padres, profesores, obispos, párrocos, priores- se da una falsa conciencia de infalibilidad. Tienen éstos muchas veces una falsa fe en «la gracia de estado». No tienen temor de sí mismos, ni imploran continuamente al Espíritu, pidiéndole por pura gracia el don de consejo para hacer el bien a los otros o, al menos, para hacerles el menor daño posible. Parecen ignorar, al menos de hecho, que no pocos padres, párrocos, abades, obispos o profesores han causado verdaderos desastres en las comunidades cristianas que el Señor les había confiado. Basta abrir los ojos y mirar la historia o el presente.

Santa Catalina de Siena, por ejemplo, afirma con seguridad y apasionamiento: «de todos estos males y de otros muchos son culpables [principales] los prelados, porque no tuvieron los ojos sobre sus súbditos, sino que les daban amplia libertad o ellos mismos los empujaban, haciendo como quien no ve sus miserias» (Diálogo III,2,125). Es cierto, sí, que las autoridades tienen gracia de estado para servir prudentemente al bien común; pero es gracia quiere moverles ante todo a verse a sí mismos con toda humildad, a saberse capaces de grandes atrocidades por acción o por omisión, a dejarse aconsejar por los buenos, y a pedir a Dios siempre el don de consejo para hacer el bien y no causar daños.

Notemos, por otra parte, que basta con que la prudencia no sea perfecta para que la persona, por acción o por omisión, cause en sí misma o en otros -aunque sea involuntariamente- no pequeños males. Los ejemplos ilustrativos podrían multiplicarse indefinidamente.

La imperfección de la prudencia, por ejemplo, aunque ésta sea auténtica y genuina, puede demorar indefinidamente la decisión de un hombre profundamente tímido, llevándole así, contra su voluntad, a situaciones objetivamente imprudentes, gravemente perjudiciales para él y para los otros. Pero ¿cómo podrá esa persona superar la imperfección de su prudencia sin el don de consejo?

Normalmente, las circunstancias de la vida y de las personas son con frecuencia muy complejas, y la necesidad del don de consejo resulta muy patente. Pero esto es así más aún cuando se dan situaciones en que el orden de la naturaleza y de la gracia se ve profundamente trastocado, incluso dentro de una Iglesia local: está de moda en ese lugar tal error, y abundan los prejuicios, humanamente insuperables, contra la verdad contraria; se trata allí con severidad a los buenos y con suma suavidad a los malos; se respira una cultura de rebeldía, alérgica a la obediencia de las autoridades legítimas, etc.. Ahí, en esa situación concreta tan lamentable, se ve claramente que sin el auxilio habitual y sobrehumano del Espíritu Santo, es decir, sin el don de consejo, es imposible al cristiano discernir siempre y en todo lugar lo que Dios quiere, lo que conviene, si solamente cuenta con la virtud de la prudencia, ejercitada discursiva y laboriosamente al modo humano.

Respuesta  Mensaje 24 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:30
Santos

San José. El Evangelio asegura que José es un varón «justo», lo que significa que abunda en él la sabiduría y la prudencia. Y sin embargo, después de mucho pensar y orar, viendo a María encinta, «toma la decisión de repudiarla en secreto». He aquí un hombre de altísima santidad que, tras muchas reflexiones y oraciones, está a punto de cometer un gran horror: «repudiar a su esposa María» (!), es decir, alejar de sí a Jesús y a su santa Madre Virgen. Pues bien, es solamente la acción del Espíritu Santo la que, por mediación de un ángel mensajero, endereza la conducta de José por el camino luminoso de la verdad de Dios (Mt 1,18-25).

Jesús. ¿Cómo pudo el alma de Cristo considerar prudente la aceptación de la cruz -esa síntesis siniestra de injusticia, absurdo e ignominia- sin la acción del Espíritu por el don de consejo? ¿Cómo sin el don de consejo hubiera podido discernir en la horrible cruz el designio del Padre amado? Es por la docilidad al Espíritu divino, ya lo vimos, como Cristo conoce y avanza a la extrema obediencia sacrificial de la cruz.

Desde muy antiguo en la historia de la Iglesia, concretamente ya en el monacato primitivo, se codifica por primera la doctrina del discernimiento de espíritus en orden a la perfección evangélica. Como reacción, quizá, a ciertos excesos procedentes del entusiasmo y de la ignorancia, la discreción de espíritus (diákrisis) viene a ser considerada con suma veneración, y se entiende que es propia del monje espiritual y perfecto. Por eso las reglas para el discernimiento de espíritus son formuladas ya con gran exactitud por los primeros maestros monásticos.

Orígenes (+253) trata largamente del tema en su obra De principiis. En la Vida de San Antonio, escrita por San Atanasio (+273), el Padre de los monjes considera que «son necesarias la oración continua y la ascesis para recibir, por obra del Espíritu, el don del discernimiento de espíritus» (22,3). «Si Dios lo concede [por don del Espíritu], es fácil y posible distinguir la presencia de los malos espíritus y de los buenos» (35,3). Ya Antonio da claramente las señales positivas del discernimiento espiritual -paz, gozo, alegría, etc.- y las negativas -ruido, inquietud, perturbación, etc.- (35-36). Son las mismas señales que, en el siglo V, enseñarán los grandes maestros espirituales, como Diadoco de Fótice o Juan Casiano (Collationes, ocho últimos cap. de I parte y toda la II), las mismas que mucho después da San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios (169-189, 313-336, 346-370).

Conviene señalar, por último, que el Espíritu Santo actúa el don de consejo muchas veces con la mediación de varones prudentes, padres, superiores, confesores, directores espirituales, familiares, amigos buenos; pero algunas veces lo hace sin apenas mediación alguna.

Lo primero nos muestra que no ha de verse contrariedad alguna entre el impulso exterior de los superiores y la íntima moción del Espíritu Santo, que obra al modo divino por ciertas gracias actuales y por el don habitual de consejo.

Suele recordarse en esto el ejemplo de Santa Teresa de Jesús, que, habiendo recibido tantas y tan altísimas luces del Señor, sometía sus asuntos más íntimos y personales a los confesores, y en caso de conflicto, se atenía más a ellos que a sus luces interiores: «Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese. Después su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar» (Vida 26,5). Y si algún confesor le mandaba a Teresa hacer burla injuriosa de las pretendidas apariciones del Señor, Él mismo le mandaba que obedeciera sin dudarlo: «me decía que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que Él haría que entendiese la verdad» (29,6). Por eso en adelante, cuando el Señor le mandaba algo, primero lo consultaba al confesor, sin decirle que el Señor se lo había mandado, y sólo actuaba si el confesor lo aprobaba. Era ésta su norma en todo, también en los negocios exteriores, pues, como confiesa, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (36,5).

Pero veamos, por el otro lado, un ejemplo de cómo algunas veces el Espíritu Santo actúa sus más preciosos dones sin mediación humana. Santa Teresita del Niño Jesús, por ejemplo, no recibe apenas dirección espiritual, y sin embargo, sabe conducirse a sí misma y, como buena maestra de novicias, sabe conducir a otras. Lo uno y lo otro, desde luego, «por obra del Espíritu Santo».

Ella es muy joven, y no tiene ni experiencia, ni muchos estudios. Y es que, como ella misma declara, «Jesús no quiere darme nunca provisiones. Me alimenta instante por instante con un manjar recién hecho. Lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito corazón, quien obra en mí, dándome a entender en cada momento lo que quiere que yo haga» (A76r). Está claro: obra en ella el Espíritu Santo, por el don de consejo: «Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía y me inspira en cada instante lo que debo decir o hacer. Justamente en el momento que las necesito [no antes: no hay provisiones], me hallo en posesión de luces de cuya existencia ni siquiera habría sospechado. Y no es precisamente en la oración donde se me comunican abundantemente tales ilustraciones; las más de las veces es en medio de las ocupaciones del día» (A83v).

Cuando le confían el cuidado de las novicias, inmediatamente comprende y declara: «la tarea era superior a mis fuerzas» (A20r; ). Pero le pide al Señor qué él le vaya dando lo que ella debe dar a estas hermanas suyas pequeñas (A22r-v)..

Desde entonces, dice, «nada escapa a mis ojos. Muchas veces yo misma me sorprendo de ver tan claro» (23r). En una ocasión, una hermana que sonreía, aunque estaba angustiada, se ve descubierta por su santa Maestra, y queda asombrada de ello tanto la novicia como la Maestra: «Estaba yo segura de no poseer el don de leer en las almas, y por eso me sorprendía más haber dado tanto en el clavo. Sentí que Dios estaba allí muy cerca y que, sin darme cuenta, había dicho yo, como un niño, palabras que no provenían de mí sino de él» (26r).

El don de consejo, como es obvio, sirve para orientar con sobrehumana prudencia sea la conducta propia o la de aquellos otros que están confiados a nuestra dirección. La virtud de la prudencia halla así en el don de consejo una atmósfera, un modo divino, que permite al cristiano discernir la verdad y el bien, por obra del Espíritu Santo, siempre y en todo lugar, con toda seguridad y rapidez, con una certeza de modalidad divina.


Respuesta  Mensaje 25 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:31
Disposición receptiva

El don de consejo se pide al Espíritu Santo, que es el único que puede darlo; pero también se procura, especialmente por estas prácticas y virtudes:

1. La oración continua. El que vive en la presencia de Dios es el único que puede pensar, discernir, hablar y obrar siempre desde Él, sean cuales fueren las circunstancias.

2. La abnegación absoluta de apegos desordenados en juicio, conductas, relaciones, actitudes. Los apegos consentidos, aunque sean mínimos, oscurecen necesariamente los ojos del alma.

3. La humildad. Ella nos libra de imprudencias, prisas, miedos, temeridades, y nos lleva a pedir consejo a Dios y a los hombres prudentes.

4. Leer vidas de santos. Leyéndolas, llegamos a conocer, al menos de oídas y en otros, cómo se ejercita la virtud de la prudencia cuando, por obra del Espíritu Santo, se ve sobrehumanamente perfeccionada por el don de consejo. Eso nos facilita acoger sin dudas y temores la moción del Espíritu, aun cuando ella parezca a los mundanos «escándalo y locura».

5. La obediencia. Sin ella no puede actuar el don de consejo, pues la desobediencia frena necesariamente la obra interior del Espíritu Santo.

Es impensable, pues, que el Espíritu actúe normalmente el don de consejo en aquél que habitualmente no guarda las reglas a que está obligado, desoye el Magisterio apostólico, menosprecia la disciplina eclesial en la liturgia o en otras cuestiones, o actúa a escondidas de sus superiores o en contra de ellos.



Respuesta  Mensaje 26 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:33
El don de Ciencia.

El don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino
Si el Espíritu Santo por el don de ciencia produce una lucidez sobrehumana para ver las cosas del mundo según Dios, es indudable que en Jesucristo se da en forma perfecta.

Jesús conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Incluso, inmerso en el curso de los acontecimientos temporales, entiende y prevé cómo se irán desarrollando; y en concreto, conoce los sucesos futuros, al menos aquellos que el Espíritu quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Así predice su muerte, su resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21. 27-30). Muestra, pues, por un poderosísimo don de ciencia, su señorío sobre el mundo presente y sus acontecimientos sucesivos:

«yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).

También el hombre nuevo, iluminado por el Espíritu Santo con el don de ciencia, conoce profundamente las realidades temporales, y las ve con lucidez sobrenatural, pues las mira por los ojos de Cristo: «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16).

Por el don de ciencia, en efecto, descubre el cristiano la hermosura del mundo visible, su dignidad majestuosa, que es reflejo de Dios y anticipo de las realidades definitivas, y al mismo tiempo, descubre su vanidad, es decir, su condición creatural, transitoria, efímera y también pecadora. Este segundo aspecto, la apresurada transitoriedad de todo el mundo visible, tiene muchos testimonios en las páginas de la Biblia.
«Os digo, pues, hermanos, que el tiempo es corto... Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31). «Nosotros no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).

En esta visión del don de ciencia no hay ningún desprecio por las criaturas del mundo visible. Digamos, más bien, que hay un menosprecio: ante la plenitud del Ser Divino, lleno de bondad, hermosura y amor, las criaturas aparecen en toda su precariedad congénita. Al salir el sol, al manifestarse en su plenitud, desaparecen las estrellas.

A esta luz del don de ciencia qué ridículo resulta decir que hay que «partir de la realidad», cuando esta expresión se emplea como si Dios, las Escrituras, la fe, los sacramentos, fueran entidades abstractas; mientras que la verdadera realidad, la realidad real, sería el mundo visible (!). Quienes así piensan -o al menos sienten- son vanos, no tienen ciencia ni de Dios ni del mundo: no entienden nada: «son vanos por naturaleza todos los hombres que carecen del conocimiento de Dios, y por los bienes que gozan no alcanzan a conocer al que es la fuente de ellos, y por la consideración de las obras no llegan a conocer a su Artífice» (Sab 13,1).

Por el contrario, el don de ciencia hace que el mundo visible transparente a aquel mundo invisible, al que es plenamente real, y a él quede continuamente referido. El don de ciencia, por tanto, da a sentir nuestra condición de «peregrinos y forasteros» en el mundo presente (1Pe 2,11). De este modo, toda la vida humana temporal se capta como «un tiempo de peregrinación» (1,17).

Adviértase, en todo caso, que en modo alguno el don de ciencia implica una visión maniquea de las criaturas, como si éstas, por serlo, fueran entidades degradadas e intrínsecamente malas. Por el contrario, el mundo creado es revelación de la bondad y de la hermosura de Dios, pues «lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Rm 1,20; +Sab 13,4-5).

El mismo Pablo, por ejemplo, que todo lo sacrifica, con tal de gozar de Cristo, y que, como buen enamorado, todo lo estima y considera «basura» en comparación de su Señor (Flp 3,7-8), es precisamente quien asegura que «todo es puro para los puros» (Tit 1,15); y que «toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable, tomado con acción de gracias» (1Tim 4,4), es decir, si es recibido como don del Creador.

El don de ciencia, por otra parte, descubre al cristiano la verdad del mundo, librándole así de la mentira del mundo, que no solamente envuelve y ciega a los hombres carnales, sino que incluso engaña en no pocas cuestiones hasta a los hombres virtuosos. Éstos, aunque sea en grados mínimos, aún están con frecuencia condicionados por la época y circunstancia en que viven. Pues bien, el don de ciencia, por obra del Espíritu Santo, da al cristiano una facilidad simple y segura para conocer de verdad el mundo presente y todas sus mentiras. Solamente así puede el cristiano participar plenamente del señorío de Cristo sobre el mundo, solamente así puede «vivir en el mundo sin ser del mundo». Ahora bien, sin esta libertad del mundo no puede darse en el cristiano la perfección de la santidad.


Respuesta  Mensaje 27 de 42 en el tema 
De: Atlantida Enviado: 29/05/2023 02:34
Por eso dice el Apóstol que hemos de aspirar «a la perfección consumada de los santos... como hombres perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina, por el engaño de los hombres, que para engañar emplean astutamente los artificios del error» (Ef 4,12-14).

El don de ciencia, por otra parte, es un don, un don que el Espíritu Santo da, y que da especialmente a los humildes, no a los soberbios que se fían de sus propios juicios y saberes. Nuestro Señor Jesucristo, en primer lugar, no era un hombre de cultura académica, y sin embargo estaba pleno de ciencia espiritual. Y la gente se preguntaba: «¿de dónde le viene esto, y qué sabiduría es ésta que se le ha comunicado?... ¿No es éste el carpintero?» (Mc 6,2-3). La ciencia del Espíritu, en efecto, es concedida por el Padre con preferencia a los humildes y pequeños, a aquellos que no se apoyan en sus propios saberes y erudiciones. Así lo enseña Jesús gozosamente:

«En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultados estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque ése ha sido tu beneplácito» (Lc 10,31).



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