Él era un hombre que fue creciendo (si es que crecer sólo significa tener un ascenso social y profesional).
Se convirtió en un gran médico (si es que ser un gran médico es tan sólo contar con la capacidad de diagnosticar y tratar las enfermedades).
Iba por los pasillos de la clínica dando órdenes. Reconocía y disfrutaba esa situación de poder. Se sentía cada vez más omnipotente: él todo lo podía y la gente dependía de lo que hiciera o dejara de hacer.
Era casi como un “dios”...
Un día esta casi divinidad cayó enfermo, te diría que muy enfermo. La gravedad del cuadro era tal que quedó terriblemente limitado. Estaba en la cama de la clínica. No se podía alimentar, por lo cual debían darle la comida en la boca. No se podía higienizar, por lo cual dependía de que otra persona se encargara de limpiar cada parte de su cuerpo. Los pronósticos no eran muy alentadores.
Esta situación fue demoledora para el médico, ahora devenido en un frágil y temeroso paciente. Del “poder absoluto” pasó, en cuestión de días, a la “dependencia absoluta”. Lentamente empezó a recordar otros momentos de su vida. Vinieron a su mente imágenes que hace ya mucho tiempo no transitaban por su conciencia: escenas de épocas donde era un estudiante de medicina con una vocación de servicio al prójimo, un esposo cariñoso, un padre más compinche, entre otras. Pero hubo algo que lo conmovió aún más: se encontró con un pasado de gran riqueza espiritual. Él era un cristiano comprometido con Dios. En esos tiempos caminaba cada día dispuesto a reconocer su propia fragilidad y la omnipotencia de Dios. Se aterró cuando comparó esos momentos con los más recientes donde se había vuelto soberbio y totalmente auto suficiente, dejando de lado el cuidado de su vida espiritual.
Reconoció que en realidad no había crecido como él suponía. Pidió perdón a Dios por su rebeldía. Si hubiera podido, se hubiera lanzado al piso a llorar amargamente. Tuvo un reencuentro con Dios. Se dio cuenta en esta situación cuán frágil era.
¿Qué sucedió? Dios, que es tan increíblemente misericordioso y amoroso, lo sanó. El hombre había tenido su oportunidad para cambiar, y cambió. Poco a poco pudo volver a sus tareas habituales. Todos reconocieron que la recuperación fue un verdadero milagro.
¡Ay, ay, ay! ¡Cómo me gustaría decirte que todo terminó allí con un final feliz! No, no fue así. Este hombre reencontrado con Dios, con la vida, con la vocación, con su familia, retornó a viejas prácticas. Se sintió otra vez poderoso (o sea nuevamente, un tonto arrogante que supone que puede llevarse el mundo por delante).
Allí lo podrás encontrar hoy en algún pasillo maltratando a la gente. O lo encontrarás en su casa siendo indiferente a las necesidades de su familia. Seguramente justificará cada una de sus acciones. Perdió nuevamente la perspectiva adecuada. Nuevamente se subió al trono y, desde ese lamentable lugar, vive la vida.
Lo siento: esta historia no tiene el final con violines, abrazos y aplausos. Sí pude tener un final feliz, si te sirve a ti (y a mí) de advertencia.
Reconocer nuestra pequeñez nos permite disfrutar la grandeza de Dios. Recordemos cuán vulnerables somos: seres mortales, pequeños, diminutos. Sólo cuando vivimos en las manos de Dios podremos experimentar la verdadera grandeza en nuestra vida.