Un niño cubierto de harapos llegó al orfanato Bernardo en Londres,
Inglaterra, para pedir que lo admitieran. El doctor Bernardo, director en
aquel entonces del orfanato, recibió al niño en su oficina, pero le dijo:
—No te conozco, hijo. ¿Quién eres?
—Me llamo Miguel —le contestó el niño.
—No, Miguel, no me refiero a tu nombre. Lo que necesito saber, más bien,
es quién te recomienda.
El niño miró de reojo sus harapos y respondió:
—Señor, yo creí que esta ropa vieja era la única recomendación que necesitaba.
Al oír esto, el doctor Bernardo lo tomó del brazo, lo miró fijamente a
los ojos y le dijo:
—Tienes razón, hijo. Esa es la única recomendación que necesitas.
Esta anécdota nos lleva a reflexionar sobre nuestra condición espiritual.
Pues así como al niño le convino reconocer su condición material, también a
nosotros nos conviene reconocer nuestra condición espiritual. Sólo que una
cosa es reconocerla, y otra es considerarla una recomendación ante Dios.
Muchos dicen: «Yo quisiera llevar una vida que agrade a Dios, pero no
puedo. Hay muchas cosas en este mundo que me dominan. Soy pecador y lo
reconozco. Por una parte quiero la aprobación de Dios, pero por otra
reconozco que no la merezco. Dios no me puede aceptar a mí, porque estoy
demasiado sucio.»
Al igual que el niño de la anécdota, éstos reconocen su condición sucia y
harapienta; pero a diferencia de él, no reconocen que esa suciedad es
precisamente la recomendación que Dios busca. El profeta Isaías puso el dedo
en la llaga cuando dijo: «Todos nuestros actos de justicia son como trapos de
inmundicia.»1 Pero Jesucristo respondió: «No son los sanos los que necesitan
médico sino los enfermos. No he venido a llamar a justos sino a pecadores
para que se arrepientan.»2 Y luego cumplió esa misión que lo
trajo al mundo cuando cumplió a su vez la profecía de Isaías, que dijo que
sería «traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras
iniquidades», y que por sus llagas nosotros seríamos sanados.3
Así que, como dice Juan el apóstol, «si afirmamos que no tenemos pecado,
nos engañamos a nosotros mismos».4 Pero esa condición espiritual
harapienta no nos impide que nos acerquemos a Dios, sino todo lo contrario:
es lo que nos recomienda. Si queremos cambiar nuestra ropa sucia y andrajosa
por ropa limpia y resplandeciente, es mejor que no lo intentemos mediante
nuestros propios esfuerzos —tales como la autodisciplina, las penitencias y
las buenas obras—, sino que le confesemos nuestros pecados a Dios. De hacerlo
así, añade San Juan, Dios «nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad».5 Y por si eso
fuera poco, nos recibirá, pero no como huérfanos sino como hijos adoptivos, y
no en un orfanato sino en nuestro hogar celestial.6
|