Helena y su esposo Manuel comenzaron felices su luna de miel. Se fueron a
la costa de su país, Portugal. Para Helena, todo era el cumplimiento de una
ilusión, la feliz conclusión de todo lo que deseaba. En medio de tal
felicidad, Helena y Manuel entraron al mar a bucear.
Helena vio pasar un buque, y nadó debajo del agua hasta casi rozar el
casco. Manuel le indicó por señas que se apartara del buque, pero la frase de
ella siempre había sido: «Me gusta correr riesgos.» Acto seguido, Helena se
hundió bajo la quilla del barco y nunca la hallaron. Tenía veinticinco años
de edad.
Su noviazgo con Manuel había sido a la carrera. Y su explicación
simplemente era: «Me gusta correr riesgos.» Se casó a los dos meses de haber
conocido a Manuel. Al defender su impetuosidad, sólo decía: «Me gusta correr
riesgos.» Así llevaba Helena su vida. Todo para ella era riesgos. Tarde o
temprano tenía que ocurrirle alguna tragedia.
Es inevitable correr riesgos en esta vida. Algunos hasta sirven para el
desarrollo del carácter y de la fe. Nunca arriesgar nada es nunca lograr
nada. Pero hay una gran diferencia entre un riesgo y otro. Hay riesgos sanos,
así como los hay inútiles. La vida sabia y saludable no está compuesta de
azares, de accidentes, de pálpitos y de riesgos. A la vida sabia la rigen la
inteligencia, la cordura y la sensatez.
Al mundo mismo lo gobiernan leyes lógicas, sabias y prudentes. Dios,
Creador supremo, lo hizo todo con inteligencia, y lo supeditó a ciertas
leyes. Desde las partículas atómicas más diminutas hasta el gran cosmos
universal que no tiene límite, todo está gobernado por leyes definidas.
De igual forma, Dios no diseñó la vida nuestra para que cada día corramos
riesgos. Virtudes morales, como la justicia y la integridad, mezcladas con
cualidades mentales, como el entendimiento y la razón, deben ser las que nos
guíen a través de esta vida. Y si a la sabiduría y a la moralidad añadimos
virtudes espirituales, eso garantiza nuestra supervivencia.
Tal vez la mayor de éstas sea la fe. Cuando ejercitamos la fe —fe en el
Señor Jesucristo, fe que nos une a nuestro Creador y nos hace actuar de
acuerdo con sus leyes divinas—, nos produce protección, satisfacción y
sosiego. No vivamos como esclavos a los riesgos. Sometámonos más bien a la
voluntad de Dios. Con Él no hay riesgos sino seguridad. Entreguémonos al
señorío de Cristo.
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