En el mes de abril de 1953, se produjeron una serie de atentados terroristas en la Plaza de Mayo. Entre los opositores al gobierno de Perón, había gente perteneciente al movimiento estudiantil. Uno de ellos era Ricardo Rojo, abogado, exiliado en España. Por los atentados, fue preso y escapó de la comisaría donde estaba detenido antes de ser trasladado a la hoy demolida penitenciaría de la Avenida Las Heras. Allí comienza un interminable ir y venir por Latinoamérica, hasta el posterior exilio, en el mes de febrero de 1976, un mes antes del golpe militar, de la represión. En esas idas y venidas, conoció a un argentino errante llamado Ernesto Guevara, después conocido como el “Che” Guevara, el mito.
Cuando escapó de la comisaría de la calle Concepción Arenal, buscó asilo en la embajada de Guatemala. El gobierno peronista discutió hasta el hartazgo el conceder o no el salvoconducto para que pudiera salir del país. No obstante, y como el caso era una cuestión de asilo perfectamente enmarcada-las embajadas conceden asilo político en caso de correr peligro inminente de perder la libertad, y Rojo ya la había perdido y la hubiera vuelto a perder de haber permanecido en el país-, y gracias a la preocupación del embajador de esa nación latinoamericana, sesenta días después de haber entrado en la embajada, le fue otorgado el salvoconducto y pudo salir con rumbo a Santiago de Chile por avión.
Por su excelente relación con el hoy desaparecido Salvador Allende y con Toba (“el flaco”), dirigente universitario, pudo sobrevivir en la nación del otro lado de los Andes. Un día decide viajar, conocer el continente, y se dirige hacia la zona minera de Chuquicamata, entonces en poder de la Anaconda Company. Atraviesa los inclementes desiertos del norte del país, llega a Oruro y de allí pasa a Bolivia, donde gobernaba el MNR. En la Paz, ciudad muy pequeña donde todos los extranjeros se conocían y se reunían para charlar, cambiar impresiones y analizar la experiencia del MNR, y por pura casualidad, conoce a un médico argentino llamado Ernesto Guevara.
“Ese era su segundo viaje-declaró Ricardo Rojo a un medio de prensa local-, él estaba contratado para trabajar en un leprosario en Venezuela. Como Guevara no manejaba ni manejó nunca recursos económicos y vivía además en el ascetismo más absoluto-que a veces era gracioso-, se encuentra conmigo y nos vamos para el norte. En ese entonces era el doctor Guevara Ernesto.”
Era el tiempo en que ambos eran jóvenes, decididos a caminar la tierra latinoamericana, ansiosos de comunicarse con la gente que encontraban a su paso. Recorren Bolivia de punta a punta. Posiblemente cuando Guevara elija años más tarde el teatro de operaciones para su insurrección, recuerde la experiencia compartida con su amigo Rojo.
En 1953 Ernesto Guevara tenía una gran capacidad para analizar la realidad, pero carecía de la formación ideológica que conseguiría con los años. Era idealista, sentía la injusticia como una ofensa personal. Había en su actitud hacia la realidad de opresión, pobreza y subdesarrollo que iba registrando a su paso, una posición casi propia de un anarquista.
Les costaba entenderse con los pobladores. No hablaban ni el quechua ni el aymará, y sentían como una herida el rechazo de los indios hacia los blancos, a los que identificaban como sus opresores. Viajaban en camiones, en la parte de atrás, mezclados con la mercadería que los indígenas llevaban a los mercados del pueblo. Luchaban contra el impenetrable empecinamiento del indio. Guevara miraba, anotaba, buscaba recordar, como si un atisbo de precognición le indicara qué era lo más importante para los días futuros.
De Bolivia al Perú y luego a Ecuador. Rojo, un poco en serio y un poco en broma, lo hace desistir de su intención de cuidar leprosos en Venezuela. Entonces deciden viajar a Guatemala, a donde llegan en los primeros días del año 1954. En Guatemala, gobernaba Jacobo Arbenz, que despertaba los temores del Departamento de Estado, donde era catalogado de comunista. El poder de los Estados Unidos en el Caribe era inconmovible, y se apoyaba en hombres como Anastasio Somoza, en Nicaragua y el ex-sargento Fulgencio Batista, en Cuba. Y fue precisamente en Cuba-mientras caminaban Bolivia y Perú-, donde un grupo de jóvenes cubanos liderados por el abogado Fidel Castro Ruz, asaltan en Santiago el cuartel de La Moncada, sin tener éxito.
Para llegar a Guatemala atravesaron Panamá, Costa Rica, Honduras, Nicaragua y El Salvador. En Guatemala conocen a algunos de los exiliados cubanos que junto a Fidel Castro asaltan el Moncada y con ellos transitaron los seis meses que le quedaba al gobierno de Arbenz, porque en junio de 1954 se produce el golpe de Castillo Armas-apoyado por el espionaje americano-, y Jacobo Arbenz es derrocado.
Dice Ricardo Rojo:
“Nosotros nos vamos entonces a México e ingresamos a su mundo fascinante, con todas sus contradicciones y desviaciones. Era un refugio internacional, porque en los cafés que frecuentábamos nos encontrábamos hasta con generales chinos que se habían quedado con partidas americanas destinadas a Chiang Kai Shek. El submundo total . . . también había muchos refugiados españoles de la guerra civil. De ahí sale Fidel, que estaba en la Isla de Pinos precisamente por la toma del Cuartel Moncada. Fidel llega y asume el liderazgo del exilio cubano, que en ese tiempo era muy amplio porque, en rigor histórico, Fidel tenía apoyos que después fueron sus enemigos; apoyo de la burguesía, inclusive cubana, y apoyo de distintos niveles. Además Fidel provenía de la burguesía, de una burguesía acomodada. Y yo me voy a los Estados Unidos y Guevara se queda en México. Estrecha su relación y prepara lo que después sería el desembarco en Cuba”.
Tiempo después. En 1961, Ricardo Rojo viaja a La Habana. Ernesto Guevara ya era el “Che”, porque los argentinos en el Caribe son conocidos como los “che”. Allí vuelve a ver a su amigo y compañero de caminos transitados, aprendiendo la verdad de la tierra y sus pobladores. Guevara ya era el comandante Guevara, el ministro de Industrias, el líder.
En 1963 nuevamente lo encuentra en La Habana, y otra vez se instala entre ellos la corriente de diálogo, de opiniones, de discrepancias.
Después de la última visita a La Habana, Ricardo Rojo pierde de vista a Guevara y sólo vuelve a hablar de él dos meses después que el “Che” fuera muerto en La Higuera. Entonces aparece “Mi amigo el Che”, traducido a doce idiomas, con ciento cincuenta mil ejemplares vendidos solamente en lengua castellana. Era la visión directa, humana, real. Con aciertos y errores del hombre que ya había entrado en la historia cuando el “chango” lo mata de cuatro tiros en la escuelita de La Higuera.
“Lo de Guevara, fue un asesinato. Y lo califico así porque Ernesto estaba herido, prisionero y fue asesinado al día siguiente. Sin juicio, sin más trámite que apuntar y tirar”.
SALUDOS REVOLUCIONARIOS
(Gran Papiyo)