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General: K E Y N E S
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De: ATTACmx (Mensagem original) |
Enviado: 09/01/2004 01:17 |
FORO DEBATES
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CIRCULAR INFORMATIVA ATTAC-MÉXICO
La región de la esperanza José Luis Calva
JOHN Maynard Keynes decía que "las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree". "Los hombres prácticos proseguía Keynes que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual son generalmente esclavos de algún economista difunto [...] porque en el campo de la filosofía económica y política no hay muchos que estén influidos por las nuevas teorías cuando pasan de los 25 ó 30 años de edad, de manera que las ideas que los funcionarios públicos y los políticos aplican a los acontecimientos actuales no serán probablemente las más novedosas".
Unos meses antes de la desintegración de la Unión Soviética, Boris Yeltsin afirmó que no era deseable entrar al siglo XXI con una ideología del siglo XIX: el socialismo. Hoy día, el verdadero riesgo para la humanidad parece consistir en adentrarse en el tercer milenio con una ideología del siglo XVIII: el liberalismo económico. Sin embargo, la emergencia de nuevas corrientes en el pensamiento económico internacional (desde la segunda mitad de los años 80 hasta hoy), así como la presión de las evidencias empíricas universales de empobrecimiento e inestabilidad financiera, que golpean a los países en desarrollo que mordieron la manzana del neoliberalismo (haciendo decir a George Soros: "El exceso de Estado acabó con el Estado; el exceso de mercado puede acabar con el mercado"), parecen apuntar hacia la región de la esperanza.
En general, las dicotomías Estado-mercado, protección-librecambio, interés público-interés privado han constituido el eje triádico en torno del cual se han conformado las grandes corrientes del pensamiento económico: su posición respecto de los polos de estas dicotomías diferencia sustantivamente a las escuelas sucesivamente hegemónicas del pensamiento económico. Las naciones han sido beneficiarias o víctimas cuando las políticas económicas de sus gobiernos y las teorías económicas que las inspiran han guardado, o no, un sensato equilibrio respecto de los polos de estas dicotomías. Así, la escuela económica mercantilista dominante durante los siglos preadamsmithianos (del XVI al XVIII) no sólo postulaba la regulación del comercio exterior como instrumento fundamental de la prosperidad de las naciones, sino que su doctrina trascendía la noción simple del superávit comercial, como fuente de acumulación, hacia una concepción amplia de las funciones del Estado en el desarrollo económico. Por una parte, una suerte de política industrial activa, que favorecería el desarrollo manufacturero mediante aranceles protectores de la industria nacional, la importación más libre de materias primas baratas y la promoción de las exportaciones de bienes terminados; lo cual a juicio de los mercantilistas fomentaría la ocupación interna, lográndose una favorable "balanza de mano de obra" o, en términos modernos, un mayor valor agregado en las exportaciones de bienes. Además, el elevado efecto que esta clase de exportaciones generaría sobre la ocupación y el ingreso nacional se vería acrecentado por la mayor oferta de oro monetario, lograda mediante el superávit comercial, que permitiría mantener bajas las tasas internas de interés. Finalmente, la noción mercantilista del papel activo del Estado en la economía comprendía también un claro concepto de la inversión pública en obras de infraestructura no sólo como tarea esencial de interés común, sino también para atemperar los efectos de las depresiones comerciales sobre el nivel general de ocupación.
El liberalismo económico clásico, magistralmente formulado por Adam Smith y David Ricardo en la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX, se erigió como escuela contra la teoría y la política económica del mercantilismo. Para el paradigma clásico, los agentes privados actuando en mercados libres y persiguiendo sus fines individuales son guiados por una mano invisible (el sistema de precios), que establece la asignación eficiente de los recursos y el equilibrio natural del sistema económico. En general, la oferta genera su propia demanda, de manera que una sobreproducción generalizada o una insuficiencia de la demanda agregada están de antemano descartadas; el ahorro se convierte íntegramente en inversión y las variaciones en la oferta monetaria no inciden en el ritmo general de la actividad económica real, sino solamente en el índice general de precios. Puesto que el mercado garantiza el equilibrio y la eficiencia del sistema económico, cualquier injerencia del Estado en el proceso económico es considerada perniciosa. El Estado mínimo, limitado a la función de guardián del orden es, por ello, el ideal del liberalismo económico.
En el ámbito internacional, el paradigma clásico postuló el libre comercio como el medio para lograr la asignación eficiente de los recursos productivos y, en consecuencia, para alcanzar los mayores niveles de ingreso y bienestar. Al promover la especialización basada en las ventajas comparativas (concepto ricardiano que, como todo el paradigma clásico, supone el pleno empleo de los factores productivos), la acción bienhechora de la mano invisible del mercado, así como el efecto pernicioso de la intromisión gubernamental, adquieren dimensión universal.
Durante el siglo XIX, el liberalismo económico clásico fue severamente cuestionado por la escuela histórica alemana, por el romanticismo económico francés y por el marxismo. Sin embargo, el lema de cambiar para permanecer es una eterna estrategia de sobrevivencia: bajo la piel renovada de economía neoclásica, el liberalismo económico retornó al centro del pensamiento económico occidental. Pero todo lo que existe merece perecer (Goethe) o por lo menos eclipsarse temporalmente. La crisis del paradigma clásico (en sí, y en su ropaje neoclásico) y su reemplazo por un nuevo paradigma económico tuvo lugar al estallar la Gran Depresión. El desplome abrupto, profundo y prolongado del empleo puso en evidencia las limitaciones del paradigma clásico para explicar las realidades económicas: la oferta no generaba su propia demanda, el ahorro no se convertía en inversión, el mecanismo autocorrector de los precios no restablecía de manera automática el equilibrio general.
La revolución keynesiana triunfó y se enraizó en el pensamiento económico precisamente cuando la Gran Depresión puso ruidosamente en evidencia la contradicción entre los hechos observados en la economía real, los postulados y las predicciones de la economía clásica y neoclásica. En el paradigma keynesiano, el mecanismo de precios puede no resolver eficazmente los desajustes del sistema económico: los precios responden con lentitud a los excedentes de oferta y, en menor medida, a los excedentes de demanda, de modo que no hay un ajuste automático e inmediato en los mercados; el ahorro no se convierte automáticamente en inversión; la equidad distributiva del ingreso no brota automáticamente del sistema de precios, al contrario: "La economía capitalista genera dos problemas fundamentales: desocupación y concentración de la riqueza y el ingreso" (Keynes).
En consecuencia, el paradigma keynesiano postuló la necesaria intervención del Estado en el proceso económico: políticas macroeconómicas activas (monetaria y fiscal) para regular el ciclo económico y conseguir un nivel elevado de ocupación; política de comercio exterior activa: dado que el sistema económico no tiende automáticamente hacia el pleno empleo, carece de eficacia práctica la teoría de las ventajas comparativas y la eliminación a ultranza de políticas proteccionistas ("lo que cada nación hace en beneficio de sí misma, redunda en bien de la humanidad": Keynes). Además, puesto que el sistema económico tiende a la concentración del ingreso y la riqueza, se requiere que el Estado asuma funciones de benefactor e instrumente políticas redistributivas del ingreso en favor de los débiles. Durante varias décadas el paradigma económico construido por Keynes dominó el pensamiento económico, originando un verdadero consenso keynesiano en prácticamente todo el mundo occidental. Pero en los años 70 aparecieron fenómenos de estancamiento con inflación, que rebasaron el análisis keynesiano convencional. El vacío teórico propició el ascenso de las doctrinas neoliberales y monetaristas de los Chicago Boys. Milton Friedman tenía la respuesta: era el Estado el causante de todos los males, con su intervencionismo económico. Fue el retorno de Adam Smith y David Ricardo.
Sin embargo, desde fines de los 80 se registra una verdadera revolución en el pensamiento económico internacional: la macroeconomía de M. Friedman (y de teóricos como R. Lucas) se eclipsó y la macroeconomía keynesiana realizó su retorno triunfal; la nueva teoría del comercio internacional cuestionó consistentemente los postulados de la teoría clásica y neoclásica del comercio; la nueva teoría del crecimiento ha restaurado el papel de las políticas activas en el crecimiento económico de largo plazo, a través de sus efectos en la inversión y el cambio tecnológico; la nueva economía institucional ha enfatizado el papel de las instituciones en el desarrollo económico; la nueva teoría del desarrollo (con su vertiente neoestructuralista latinoamericana), amén de reivindicar las políticas macroeconómicas activas, ha subrayado nuevamente las fallas del mercado, particularmente graves en los países en desarrollo, así como la necesidad de atemperarlas o corregirlas mediante políticas generales y sectoriales activas; al tiempo que la nueva investigación histórica-económica internacional ha puesto al descubierto las limitaciones del análisis neoclásico convencional y rescata las funciones cruciales del Estado en el desarrollo. No se trata de un viraje en favor de una economía estatista (tan indeseable como la economía de mercado a ultranza); sino de una nueva economía que promueve el sano equilibrio entre el mercado y el Estado, entre el interés individual y el interés público, entre el librecambio y la protección, entre la eficiencia económica y el bienestar social, entre los seres humanos y su entorno natural. Así, del largo túnel oscuro que podría caracterizarse en términos sociológicos como prolongada crisis de expectativas decrecientes, pasaremos, sin duda, a una época de expectativas crecientes, que mueven al ser humano hacia la acción transformadora y refuerzan su esperanza en un futuro mejor.
Investigador del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM
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