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General: EL PENSAMIENTO VIVO DE MARX { PARTE 3 }
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Da: ATTACmx (Messaggio originale) |
Inviato: 12/03/2004 01:24 |
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¿Anomalía o norma? PARTE # 3
El secretario del Interior de Estados Unidos, Mr. Harold L. Ickes, considera como “una de las más extrañas anomalías en toda la historia” que Estados Unidos, democrático en la forma, sea autocrático en sustancia: “América, la tierra de la mayoría fue dirigida, por lo menos hasta 1933 (!) por los monopolios, que a su vez son dirigidos por un pequeño número de accionistas”. La diagnosis es correcta, con la excepción de la insinuación de que con el advenimiento de Roosevelt ha cesado o se ha debilitado el gobierno del monopolio. Sin embargo, lo que Ickes llama “una de las más extrañas anomalías de la historia” es en realidad la norma incuestionable del capitalismo. La dominación del débil por el fuerte, de la mayoría por la minoría, de los trabajadores por los explotadores es una ley básica de la democracia burguesa. Lo que distingue a Estados Unidos de los otros países es simplemente el mayor alcance y la mayor perversidad de las contradicciones de su capitalismo. La carencia de un pasado feudal, la riqueza de recursos naturales, un pueblo enérgico y emprendedor, todos los prerrequisitos que auguraban un desarrollo ininterrumpido de la democracia, han traído como consecuencia una concentración fantástica de la riqueza. Con la promesa de emprender la lucha contra los monopolios hasta triunfar sobre ellos, Ickes toma como prueba a Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson como predecesores de Franklin D. Roosevelt. “Prácticamente todas nuestras más grandes figuras históricas -dijo el 30 de diciembre de 1937- son famosas por su lucha persistente y animosa para impedir la superconcentración de la riqueza y del poder en unas pocas manos”. Pero de sus mismas palabras se deduce que el fruto de esa “lucha persistente y animosa” es el dominio completo de la democracia por la plutocracia. Por alguna razón inexplicable Ickes piensa que la victoria está asegurada en la actualidad con tal que el pueblo comprenda que la lucha no es “entre el New Deal y el promedio de los hombres cultos de negocios, sino entre el New Deal y los Borbones de las sesenta familias que han mantenido al resto de los hombres de negocios bajo el terror de su dominio”, en desmedro de la democracia y de los esfuerzos de las “más célebres figuras históricas”. Los Rockefeller, los Morgan, los Mellon, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Ford y compañía no invadieron a Estados Unidos desde afuera, como Cortés invadió a México; nacieron orgánicamente del “pueblo”, o más precisamente de la clase de los “industriales y hombres de negocios cultos”, y representan hoy, de acuerdo con el pronóstico de Marx, el apogeo natural del capitalismo. Si una democracia joven y fuerte en el apogeo de su vitalidad fue incapaz de contener la concentración de la riqueza cuando el proceso se hallaba todavía en su comienzo, es imposible creer ni siquiera por un minuto que una democracia en decadencia sea capaz de debilitar los antagonismos de clase que han llegado a su límite máximo. De cualquier modo, la experiencia del New Deal no da pie para semejante optimismo. Al refutar las acusaciones de la industria pesada contra el gobierno, Robert H. Jackson, alto personaje de los círculos de la administración, demostró con cifras que durante el gobierno de Roosevelt los beneficios de los magnates del capital alcanzaron alturas con las que ellos mismos habían dejado de soñar durante el último período de la presidencia de Hoover, de lo cual se deduce en todo caso que la lucha de Roosevelt contra los monopolios no ha sido coronada con un éxito mayor que la de todos sus predecesores. El retorno del pasado No se puede menos que estar de acuerdo con el profesor Lewis W. Douglas, el primer Director de Presupuestos en la administración de Roosevelt, cuando condena al gobierno por “atacar” el monopolio en un campo mientras fomenta el monopolio en otros muchos. Sin embargo, en la realidad, no puede ser de otra manera. Según Marx, el gobierno es el comité ejecutivo de la clase gobernante. Ningún gobierno se halla en situación de luchar contra el monopolio en general, es decir, contra la clase en cuyo nombre gobierna. Mientras ataca a algunos monopolios se halla obligado a buscar un aliado en otros monopolios. Unido con los bancos y con la industria ligera puede descargar golpes contra los “trusts” de la industria pesada, los cuales no dejan de cosechar por ese motivo beneficios fantásticos. Lewis Douglas no contrapone la ciencia a la charlatanería oficial, sino simplemente otra clase de charlatanería. Ve la fuente del monopolio no en el capitalismo sino en el proteccionismo y, de acuerdo con eso, descubre la salvación de la sociedad no en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, sino en la rebaja de los derechos de aduana. “A menos que se restaure la libertad de los mercados -predice- es difícil que la libertad de todas las instituciones -empresas, libertad de palabra, educación, religión- pueda sobrevivir.” En otras palabras, sin el restablecimiento de la libertad del comercio internacional, la democracia dondequiera y en cualquier extensión que haya sobrevivido, debe ceder a una dictadura revolucionaria o fascista. Pero la libertad del comercio internacional es inconcebible sin la dominación del monopolio. Por desgracia, Mr. Douglas, lo mismo que Mr. Ickes, lo mismo que Mr. Jackson, lo mismo que Mr. Cummings, y lo mismo que el propio Roosevelt, no se ha molestado en indicarnos su propia medicina contra el capitalismo monopolista y en consecuencia contra una revolución o un régimen totalitario. La libertad de comercio, como la libertad de competencia, como la prosperidad de la clase media, pertenecen irrevocablemente al pasado. Conducirnos al pasado es ahora la única medicina de los reformadores democráticos del capitalismo: dar más “libertad” a pequeños y medianos industriales y hombres de negocios, cambiar en su favor el sistema de créditos y de moneda, liberar al mercado del dominio de los “trusts”, eliminar a los especuladores profesionales de la Bolsa, restaurar la libertad del comercio internacional, y así hasta el infinito. Los reformadores sueñan incluso con limitar el uso de las máquinas y decretar la proscripción de la técnica, que perturba el equilibrio social y causa muchas preocupaciones. Los científicos y el marxismo Hablando en defensa de la ciencia el 7 de diciembre de 1937 el doctor Robert A. Millikan, uno de los principales físicos norteamericanos, observó: “Las estadísticas de Estados Unidos demuestran que el porcentaje de la población que trabaja lucrativamente ha aumentado constantemente durante los últimos cincuenta años, en los que la ciencia ha sido aplicada más rápidamente”. Esta defensa del capitalismo bajo la apariencia de defender a la ciencia no puede llamarse afortunada. Precisamente durante el último medio siglo es cuando la correlación entre la economía y la técnica se ha alterado agudamente. El período a que se refiere Millikan incluye el comienzo de la declinación capitalista así como la cima de la prosperidad capitalista. Ocultar el comienzo de esa declinación, que es mundial, es proceder como un apologista del capitalismo. Rechazando el socialismo de una manera descarada con la ayuda de argumentos que apenas harían honor a Henry Ford, el doctor Millikan nos dice que ningún sistema de distribución puede satisfacer las necesidades del hombre sin elevar el nivel de la producción. ¡Indudablemente! Pero es una lástima que el famoso físico no explique a los millones de norteamericanos desocupados cómo podrían participar en el aumento de la renta nacional. Los sermones sobre la gracia milagrosa de la iniciativa individual y la alta productividad del trabajo, no podrán seguramente proporcionar empleos a los desocupados, no cubrirán el déficit del presupuesto, no sacarán la economía nacional del impasse. Lo que distingue a Marx es la universalidad de su genio, su capacidad para comprender los fenómenos y los procesos de los diversos campos en su relación inherente. Sin ser un especialista en las ciencias naturales, fue uno de los primeros en apreciar la importancia de los grandes descubrimientos en ese terreno: por ejemplo, la teoría del darwinismo. Marx estaba seguro de esa preeminencia no tanto en virtud de su intelecto sino en virtud de su método. Los científicos de mentalidad burguesa pueden pensar que se hallan por encima del socialismo, pero el caso de Robert Millikan no es sino uno de los muchos que confirman que en la esfera de la sociología sigue habiendo charlatanes incurables. Las posibilidades de producción y la propiedad privada En su mensaje al Congreso a comienzos de 1937, el presidente Roosevelt expresó su deseo de aumentar la renta nacional a 90 o 100 mil millones de dólares, sin indicar, sin embargo, cómo lograrlo. Por sí mismo, ese programa era excesivamente modesto. En 1929, cuando había aproximadamente 2 millones de desocupados, la renta nacional alcanzó a 81 mil millones de dólares. Poniendo en movimiento las actuales fuerzas productivas, bastaría no sólo para realizar el programa de Roosevelt, sino para superarlo considerablemente. Las máquinas, las materias primas, los trabajadores, todo es aprovechable, para no mencionar las necesidades de la población. Si a pesar de ello el plan es irrealizable -y lo es- la única razón es el conflicto irreconciliable que se ha desarrollado entre la propiedad capitalista y la necesidad social de una producción creciente. El famoso Control Nacional de la Capacidad Productiva, patrocinado por el gobierno, llegó a la conclusión de que el costo total de la producción y de los servicios se elevaba en 1929 a casi 94 mil millones de dólares, calculados sobre la base de los precios al por menor. No obstante, si fuesen utilizadas todas las verdaderas posibilidades productivas, esa cifra se hubiera elevado a 135 mil millones de dólares, es decir, que hubieran correspondido 4.370 dólares anuales a cada familia, lo suficiente para asegurar una vida decente y cómoda. Hay que agregar que los cálculos del Control Nacional están basados en la actual organización productiva de Estados Unidos tal como la historia anárquica del capitalismo lo ha hecho. Si el propio equipo de trabajo fuese reorganizado sobre la base de un plan socialista unificado, los cálculos sobre la producción podrían ser superados considerablemente y se podría asegurar a todo el pueblo un nivel de vida alto y cómodo, basado en una jornada de trabajo extremadamente corta. En consecuencia, para salvar a la sociedad no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen a la agricultura, transformar a un tercio de los trabajadores en mendigos, ni llamar a los maníacos para que hagan de dictadores. Ninguna de estas medidas, que constituyen una burla horrible para los intereses de la sociedad, es necesaria. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional. Entonces será realmente posible por primera vez curar a la sociedad de sus males. Todos los que sean capaces de trabajar deben encontrar un empleo. La jornada de trabajo debe disminuir gradualmente. Las necesidades de todos los miembros de la sociedad encontrarán la posibilidad de una satisfacción creciente. Las palabras “pobreza”, “crisis”, “explotación”, saldrán de circulación. La humanidad podrá cruzar finalmente el umbral de la verdadera humanidad. La inevitabilidad del socialismo “Al mismo tiempo que disminuye constantemente el número de los magnates del capital -dice Marx- crecen la masa de la miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación, la explotación: pero con ello crece también la revuelta de la clase trabajadora, clase que aumenta siempre en número, disciplinada, unida, organizada por el mismo mecanismo del proceso de la producción capitalista... La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan finalmente un punto en que se hacen incompatibles con su integumento capitalista. Este integumento es roto en pedazos. Suena el toque de difuntos de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.” Esta es la revolución socialista. Para Marx, el problema de reconstruir la sociedad no surgía de prescripción alguna motivada por sus predilecciones personales; era una consecuencia, como una necesidad histórica rigurosa, de la creciente madurez de las fuerzas productivas por un lado; de la ulterior imposibilidad de fomentar esas fuerzas a merced de la ley del valor por otro lado. Las elucubraciones de ciertos intelectuales según los cuales, en desmedro de la teoría de Marx, el socialismo no es inevitable sino únicamente posible, están desprovistas de todo contenido. Evidentemente, Marx no quiso decir que el socialismo se realizaría sin la intervención de la voluntad y la acción del hombre: semejante idea es sencillamente un absurdo. Marx predijo que la socialización de los medios de producción sería la única solución del colapso económico en el que debe culminar, inevitablemente, el desarrollo del capitalismo, colapso que tenemos ante nuestros ojos. Las fuerzas productivas necesitan un nuevo organizador y un nuevo amo, y dado que la existencia determina la conciencia, Marx no dudaba de que la clase trabajadora, a costa de errores y de derrotas, llegaría a comprender la verdadera situación y, tarde o temprano, sacaría las necesarias conclusiones prácticas. Que la socialización de los medios de producción creados por los capitalistas representa un tremendo beneficio económico se puede demostrar hoy día no sólo teóricamente, sino también con el experimento de la URSS, a pesar de las limitaciones de ese experimento. Es verdad que los reaccionarios capitalistas, no sin artificio utilizan al régimen de Stalin como un espantajo contra las ideas socialistas. En realidad, Marx nunca dijo que el socialismo podría ser alcanzado en un solo país, y, además, en un país atrasado. Las continuas privaciones de las masas en la Unión Soviética, la omnipotencia de la casta privilegiada que se eleva por encima de la nación y su miseria y, finalmente la arbitraria arrogancia de los burócratas, no son consecuencias del método económico socialista, sino del aislamiento y del atraso histórico de la URSS cercada por los países capitalistas. Lo admirable es que en esas circunstancias excepcionalmente desfavorables, la economía planificada haya logrado demostrar sus insdiscutibles ventajas. Todos los salvadores del capitalismo, tanto de la clase democrática como de la fascista, pretenden limitar, o por lo menos disimular, el poder de los magnates del capital para impedir “la expropiación de los expropiadores”. Todos ellos reconocen, y muchos de ellos lo admiten abiertamente, que el fracaso de sus tentativas reformistas debe llevar inevitablemente a la revolución socialista. Todos ellos han logrado demostrar que sus métodos para salvar al capitalismo no son más que charlatanería reaccionaria e impotente. El pronóstico de Marx sobre la inevitabilidad del socialismo es así confirmado por el absurdo. La propaganda de la “tecnocracia”, que floreció en el período de la gran crisis de 1929-1932, se fundó en la premisa correcta de que la economía debe ser racionalizada únicamente por medio de la unión de la técnica en la cima de la ciencia y del gobierno al servicio de la sociedad. Aquí es donde comienza la gran tarea revolucionaria. Para liberar a la técnica de la intriga de los intereses privados y colocar al gobierno al servicio de la sociedad es necesario “expropiar a los expropiadores”. Únicamente una clase poderosa, interesada en su propia liberación y opuesta a los expropiadores capitalistas es capaz de realizar esa tarea. Únicamente unida a un gobierno proletario podrá construir la clase calificada de los técnicos una economía verdaderamente científica y verdaderamente racional, es decir, una economía socialista. Sería mejor alcanzar ese objetivo de una manera pacífica, gradual, democrática. Pero el orden social que se ha sobrevivido a sí mismo no cede nunca su puesto a su sucesor sin resistencia. Si en su época la democracia joven y fuerte demostró ser incapaz de impedir que la plutocracia se apoderase de la riqueza y del poder, ¿es posible esperar que una democracia senil y devastada se muestre capaz de transformar un orden social basado en el dominio ilimitado de sesenta familias? La teoría y la historia enseñan que la sustitución de un régimen social por otro, presupone la forma más alta de la lucha de clases, es decir, la revolución. Ni siquiera la esclavitud pudo ser abolida en Estados Unidos sin una guerra civil. “La fuerza es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva.” Nadie ha sido capaz hasta ahora de refutar este principio básico de Marx en la sociología de la sociedad de clases. Solamente una revolución socialista puede abrir el camino hacia el socialismo. El marxismo en Estados Unidos La república norteamericana ha ido más allá que otros países en la esfera de la técnica y de la organización de la producción. No es sólo América sino que es toda la humanidad la que se construirá sobre estos cimientos. Sin embargo, las diversas fases del proceso social en una y la misma nación tienen ritmos diversos que dependen de condiciones históricas especiales. Mientras Estados Unidos goza de una tremenda superioridad en la tecnología, su pensamiento económico se halla extremadamente atrasado tanto en la derecha como en la izquierda. John L. Lewis tiene casi los mismos objetivos que Franklin D. Roosevelt. Si tenemos en cuenta la naturaleza de su misión, la función social de Lewis es incomparablemente más conservadora, para no decir reaccionaria, que la de Roosevelt. En ciertos círculos norteamericanos hay una tendencia a repudiar ésta o aquélla teoría revolucionaria sin el menor asomo de crítica científica, con la simple declaración de que es “no americana”. ¿Pero dónde puede encontrarse el criterio que permita distinguir lo que es americano y lo que no lo es? El cristianismo fue importado en Estados Unidos al mismo tiempo que los logaritmos, la poesía de Shakespeare, las nociones de los derechos del hombre y del ciudadano y otros productos no sin importancia del pensamiento humano. El marxismo se halla hoy día en la misma categoría. El Secretario de Agricultura norteamericana, Henry A. Wallace, imputó al autor de estas líneas “...una estrechez dogmática que es totalmente no americana” y contrapuso al dogmatismo ruso el espíritu oportunista de Jefferson, que sabía cómo arreglárselas con sus adversarios. Al parecer, nunca se le ha ocurrido a Mr. Wallace que una política de compromisos no es una función de algún espíritu nacional inmaterial, sino un producto de las condiciones materiales. Una nación que se ha hecho rica rápidamente tiene reservas suficientes para conciliar a las clases y a los partidos hostiles. Cuando, por el contrario, las contradicciones sociales se exacerban, la base de la política de compromisos desaparece. América estaba libre de “estrechez dogmática” únicamente porque tenía una gran abundancia de tierras vírgenes, fuentes de riqueza natural inagotables y según se ha podido ver, oportunidades ilimitadas para enriquecerse. Sin embargo, incluso en estas condiciones, el espíritu de compromiso no prevaleció en la Guerra Civil cuando sonó la hora para él. De todos modos, las condiciones materiales que constituyeron la base del “americanismo” pertenecen hoy cada vez más al pasado. De aquí se deriva la crisis profunda de la ideología americana tradicional. El pensamiento empírico, limitado a la solución de las tareas inmediatas, pareció bastante adecuado tanto en los círculos obreros como en los burgueses durante todo el tiempo que la ley del valor de Marx reemplazó el pensamiento de cada uno. Pero hoy día esta ley produce efectos opuestos. En vez de impulsar a la economía hacia adelante, socava sus fundamentos. El pensamiento ecléctico conciliatorio, que mantiene una actitud desfavorable o desdeñosa con respecto al marxismo como un “dogma”, y con su apogeo filosófico, el pragmatismo, se hace completamente inadecuado, cada vez más insustancial, reaccionario y ridículo. Por el contrario, son las ideas tradicionales del “americanismo” las que se han convertido en un dogma sin vida, petrificado, que no engendra más que errores y confusiones. Al mismo tiempo, la doctrina económica de Marx ha adquirido una viabilidad peculiar y especialmente en lo que respecta a Estados Unidos. Aunque El Capital se apoya en un material internacional, preponderantemente inglés en sus fundamentos teóricos, es un análisis del capitalismo puro, del capitalismo como tal. Indudablemente, el capitalismo que se ha desarrollado en las tierras vírgenes y sin historia de América es el que más se acerca a ese tipo ideal de capitalismo. Salvo la presencia de Wallace, América se ha desarrollado económicamente no de acuerdo con los principios de Jefferson, sino de acuerdo con las leyes de Marx. Al reconocerlo se ofende tan poco al amor propio nacional como al reconocer que América da vueltas alrededor del sol de acuerdo con las leyes de Copérnico. El Capital ofrece una diagnosis exacta de la enfermedad y un pronóstico irreemplazable. En este sentido la teoría de Marx está mucho más impregnada del nuevo “americanismo” que las ideas de Hoover y Roosevelt, de Green y de Lewis. Es cierto que hay una literatura original muy difundida en Estados Unidos, consagrada a la crisis de la economía americana. En cuanto esos economistas concienzudos ofrecen una descripción objetiva de las tendencias destructivas del capitalismo norteamericano, sus investigaciones, prescindiendo de sus premisas teóricas, parecen ilustraciones directas de las teorías de Marx. La tradición conservadora de estos autores se pone en evidencia, sin embargo, cuando se empeñan tercamente en no sacar conclusiones precisas, limitándose a tristes predicciones o a vulgaridades tan edificantes como “el país debe comprender”, “la opinión pública debe considerar seriamente”, etcétera. Esos libros se asemejan a un cuchillo sin hoja. Es cierto que en el pasado hubo marxistas en Estados Unidos, pero eran de un extraño tipo de marxistas, o más bien de tres tipos extraños. En primer lugar se hallaba la casta de emigrados de Europa, que hicieron todo lo que pudieron, pero no encontraron eco; en segundo lugar, los grupos norteamericanos aislados, como el de los Deleonistas (7) , que en el curso de los acontecimientos y a consecuencia de sus propios errores, se convirtieron en sectas; en tercer lugar, los aficionados atraídos por la Revolución de Octubre y que simpatizaban con el marxismo como una teoría exótica que tenía muy poco que ver con Estados Unidos. Esta época ha pasado. Ahora amanece la nueva época de un movimiento de clase independiente a cargo del proletariado y al mismo tiempo de un marxismo verdadero. En esto también, Estados Unidos alcanzará en poco tiempo a Europa y la superará. La técnica progresista y la estructura social progresista preparan el camino en la esfera doctrinaria. Los mejores teóricos del marxismo aparecerán en suelo americano. Marx será el guía de los trabajadores norteamericanos avanzados. Para ellos esta exposición abreviada del primer volumen de El Capital constituirá solamente el paso inicial hacia el estudio completo de Marx.
El modelo ideal del capitalismo CONTINUA EN PARTE 4 el FINAL......................
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