El imperio en la sombra
Claves para comprender un conflicto de alcance planetario
¿Cuál es el horizonte de la guerra prolongada que ha declarado lo administración Bus? ¿Quiénes diseñaron la estrategia a largo plazo de la política exterior de EE.UU., con una continuidad y coherencia que desborda las posibilidades de cualquier legislatura? ¿Cómo será el mundo después de la ocupación de Irak?
La guerra de Irak no ha sido un capricho de George W. Bush. El objetivo de alcanzar una posición hegemónica en el mundo fue una constante de la política exterior de EE.UU. desde el siglo XIX, aunque hasta la Segunda Guerra Mundial se limitara al área de influencia americana y a su expansión en el Pacífico.
Desde 1945, consolidada su presencia económica y militar en Europa, dicha política se adaptó al nuevo escenario internacional. Según sostiene Noam Chomsky en su libro La segunda guerra fría , a finales de los 70 fue relanzda con el nombre del “El resurgir de América”. Su idea rectora ya era la misma que expresa hoy la administración Bush: conseguir una superioridad militar abrumadora sobre cualquier estado o asociación de estados y mantener una política activa de intervenciones allí donde estuviera en juego el “interés nacional”. Según documentó Chomsky, la idea de que el petróleo del Golfo Pérsico debía ponerse bajo su control fue proclamada abiertamente por los teóricos del poder de EE.UU. a comienzos de los años ochenta.
Donald Rumsfeld y Colin Powell defendieron dicha estrategia a comienzos de los 90. En 1997, George y Jeb Bush, Richard Cheney, Rumsfeld y otros destacados miembros de la actual administración, la asumieron públicamente como futuro programa de gobierno, en un manifiesto publicado por le revista The Weekly Standard. Después, el objetivo de consolidar un liderazgo mundial indiscutido se plasmó en varios documentos. En septiembre de 200, fue recogido en Rebuilding America's Defenses, un proyecto estratégico para el siglo XXI, en el cual los pasos a seguir fueron actualizados por un panel de expertos civiles y militares. La justificación ideológica de la última adaptación de dicha estrategia ha sido difundida por el libro Poder y debilidad: Estados Unidos Y Europa en el nuevo orden mundial, de Robert Kagan, considerado el ideólogo del neoconservadurismo más admirado en la actual administración Bush. Kagan sostiene que el nuevo orden mundial debe tener por centro a EE.UU. y no al Consejo de Seguridad de la ONU. También cree que las iderencias entre su país y Europa aumentarán por efecto de la creciente debilidad europea en poder militar, su mayor envejecimiento de la población y los problemas derivados de su ampliación. En su opinión, EE.UU. debe construir el nuevo orden en solitario, basado en dicho poderío, aunque apoyado por aliados como el Reino Unido, España y muchas de las naciones que esperan su integración en la UE.
En abril de 2001, Condoleezza Rice y otros altos funcionarios del Departamento de Estado anunciaron la entra en vigor inminente de esta nueva estrategia en entrevista a la prensa. En septiembre se produjo el atentado contra las Torres Gemelas. En octubre se aprobó la nueva Ley de Seguridad Nacional (Patrior Act). El índice de popularidad de Bush –que rondaba el 50% antes del ataque al World Trade Center- ascendió al 83%, alcanzando las marcas históricas de Truman y Kennedy. El Congreso le otorgó poderes especiales para dirigir la lucha antiterrorista a escala mundial y el presupuesto militar superó en un 11% a la suma del de los 16 países que siguen a EE.UU. en gasto por ese concepto.
Pero el Golfo Pérsico ya era un objetivo prioritario desde hace décadas. Sólo que en los 70 el enemigo erea la URSS, el obstáculo era Irán y el aliado laico y modernizador era Sadam Hussein, condecorado por la UNESCO en 1979 por sus campañas de alfabetización. La caída del Sha de Persia, el gran aliado de EE.UU. en la región, había forzado este acercamiento y desvelado el rostro del nuevo enemigo emergente: el integrismo islámico. Pero la alianza con Irak se frustró con la invasión de Kuwait. A diferencia del Sha de Persia, Hussein no era un déspota ilustrado dispuesto a occidentalizar a su país, sino un guerrero con ambiciones territoriales. En 1997 Bill Clinton ya había autoriazado a la CIA a matarle y, poco después, sometió a Irak a varios días de intensos bombardeos. Hostigado por el embargo y el aislamiento internacional que siguió a la Guerra del Golfa, Hussein empezó a hacer confesión pública de fe y su estado laico se aproximó progresivamente al Islam. EE.UU. se encontraba ya sin aliados fiables en una región estratégica desestabilizada y condenado a la hostilidad árabe por su apoyo a Israel. La primera batalla para establecer un control directo en el área fue la intervención contra el régimen Talibán en Afganistán. El siguiente paso pretende instalar un gobierno dócil en Irak, cuyo subsuelo es el segundo en reservas internacionales de crudo. El siguiente, ejercer un control efectivo de toda la cuenca del Caspio. De paso, así EE.UU. aumenta así su presión sobre Arabia Saudí, y otros aliados árabes reticentes y se sitúa en una posición fronteriza con Irán (13% del crudo mundial), definido como integrante del “Eje del Mal”. Este es en realidad el horizonte de la guerra preventiva que proclamó Bush hijo. Su urgencia en declararla también se explica como un movimiento táctico orientado a abortar el incipiente proyecto alternativo de un orden mundial multipolar y multiculural, como el que promueven China y otras potencias, y que la UE ve con simpatía, como forma de atenuar la hegemonía mundial de EE.UU.
Sin embargo, como observa Kagan, dicha vocación hegemónica es tan antigua como la nación. En la percepción de Estados Unidos, este liderazgo constituye una realidad objetiva, impuesta por el proceso histórico, que ellos tienen la responsabilidad de asumir como destino. El rechazo a ceder competencias a las instancias supranacionales –desde la Sociedad de las Naciones a la ONU- constituyen una política exterior coherente con esa voluntad que, en lo esencial, han acatado todas las administraciones, republicanas y demócratas. Esto no significa que el mencionado conflicto con el integrismo sea un invento, ni parece sensato descalificar la amenaza que supone el terrorismo internacional para la seguridad mundial como un simple pretexto para legitimar sus intervenciones militares.
El sentimiento de estar llamados a salvar el mundo –consolidado con las experiencias de las guerras mundiales y la confrontación con la URSS- tiene especial relevancia psicológica en la sociedad norteamericana. Entre las señas de identidad de ésta destacan ideas muy arraigadas en su cultura, como la de “pueblo elegido”, erigido sobre el mito del origen israelita que consagra a los anglosajones como herederos históricos del “pueblo de Dios”, según el modelo de la Antigua Alianza bíblica, con mucho mayor peso que la Nueva Alianza cristiana en la mayor parte de su religiosidad fundamentalista. No es casual que el billete de dólar ostente el lema “en Dios confiamos”. En su percepción, esta divinidad legitima el destino hegemónico de EE.UU. muchos de sus cultos autóctonos creen formalmente que su Constitución fue inspirada por Dios.
La diferencia entre este fundamentalismo y el islámico es que admite el pluralismo y asume un sistema de libertades individuales –políticas, religiosas y culturales- y de garantías jurídicas. Sin embargo, presenta un sesgo inquietante: la tendencia a considerar que dicho sistema sólo ampara a sus ciudadanos y esta subordinado a unos “intereses nacionales” que se extienden a todo el mundo y dictan sus multinacionales, como documentan Morton Mintz y Jerry S. Cohen en su libro America, Inc. En este sentido, también es revelador que, según la periodista del Washington Post Dana Priest, Rumsfeld encargara en 2001 un amplio estudio sobre los imperios de la historia desde la antigüedad y lanzara a los expertos, como materia de reflexión, la siguiente pregunta: “¿cuál es mejor forma de conservar el dominio mundial?”
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