Crónicas cubanas|Postales de la IslaLos salarios no alcanzan para lujos y las cantidades en la libreta de racionamiento son pocas, por eso hay que complementar los ingresos con billetes verdes.

Por: Vicente Rodríguez Aguirre/Enviado especial
Historias de un país acostumbrado a navegar entre la crisis. EL SIGLO DE TORREÓN Segunda y última parte LA HABANA, CUBA.- Un voto a favor fue la diferencia. El jueves 15 de abril, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU aprobó una resolución que condena a Cuba por su política en materia de Derechos Humanos. Vino después el conflicto entre las autoridades de México y La Habana. El debate creció y no sólo en las oficinas de Gobierno o en las sedes diplomáticas: se desbordó hasta las calles, tocó la entraña de dos pueblos hermanos. Fue entonces cuando el presidente norteamericano, George W. Bush, recrudeció el embargo económico que asfixia a la isla desde hace cuarenta y dos años. Aquella decisión dejó a los cubanos en un naufragio cotidiano que reclama ahora todos sus esfuerzos para salir adelante. Cuba vive ahora una fase más del llamado “período especial”. Esta etapa comienza en julio de 1990 y comprende una estrategia económica y militar para hacer frente a las urgencias económicas y políticas que arrastró la caída de la Unión Soviética. En cuestión de meses, Cuba perdió el 86 por ciento de su comercio exterior. Los mercados cerraron, faltaba combustible. El comandante Fidel Castro tuvo que dar un golpe de timón al rumbo de la isla. Una de las alternativas fue promover la visita extranjera. Y con los turistas y la inversión extranjera llegaron más cambios. Nación acostumbrada a navegar entre las crisis, Cuba es ahora un país en transformación constante, de modo que a veces incluso los habitantes tienen la impresión de vivir en diferentes patrias dentro de una. Fuera y aún dentro de la tierra del ron y de la caña circulan rumores sobre la vida aquí: que la policía persigue a los católicos, que nadie quiere a Fidel, que todos quieren a Fidel, que los científicos ya tienen la cura contra el Sida, que no hay libertad de expresión. Con los ojos del mundo puestos sobre ella, parece inevitable que esta nación caribe se confunda entre la niebla de sus propios mitos. Periodista del asfalto Sentado en la banqueta, el hombre ostenta la barba imposible de los revolucionarios como un trofeo de la vejez. Ofrece en silencio los diarios a los residentes y turistas que pasan junto a él. En la mañana habanera, entre las manos del anciano restallan las letras rojas del Granma -diario oficial del Partido Comunista de Cuba- y los rasgos azulosos del Juventud Rebelde. Ambos periódicos reproducen las fotografías que prueban torturas y abusos contra los presos iraquíes por parte de las tropas norteamericanas: “Cruz Roja internacional presenció torturas infligidas a prisioneros en Iraq”, dice el diario. A un lado, otra nota destaca: “Nuevas críticas a Fox por conflicto con Cuba”. Muchos compran las publicaciones: oficinistas, amas de casa rumbo al mercado, universitarios que pasan cargando una joroba de libros en su mochila. Y es que los cubanos están ávidos de información. El precio oficial es de veinte centavos cubanos (nueve centavos mexicanos), pero el hombre vende los ejemplares por un peso cubano (44 centavos mexicanos). Es quizá la única forma que tiene de complementar sus ingresos. A veces también ofrece Orbe, un semanario editado por Prensa Latina, agencia de noticias fundada por la Revolución. Incluso vende revistas como Unión (Literatura y Arte), Bohemia (de temas políticos y noticias internacionales) y Cartelera de La Habana. El anciano carga sólo frutos de las prensas del Estado, porque los cubanos no tienen acceso a impresos de otro tipo. Carnaval cada noche La noche cobija al centro de La Habana. En la veintitrés, una de las avenidas más concurridas, un local desborda música y luz. En vez de paredes, hay grandes ventanales que permiten ver al interior: no hay una sola mujer, pero las parejas se abrazan sin temores. Es una fiesta gay en el centro de la capital cubana. Ninguno de los asistentes parece asistir a una ceremonia clandestina. En la esquina un policía resguarda el orden. Hasta allá llega el bullicio de hombres inconformes, algunos incluso vestidos con ropa femenina. Nadie se escandaliza por aquel carnaval fuera de temporada. Cruzando la calle, sobre el muro del malecón, algunas jovencitas fuman y conversan mientras esperan que un turista descarriado les salve la noche. Son jineteras, mujeres que venden sexo y compañía a los extranjeros a cambio de unos dólares. Muchas ni siquiera tienen tarifa definida. El precio lo marca la necesidad que les impone el bloqueo. Mientras el sol descansa, los cubanos trajinan. Cerca de aquí, el barrio de La Habana Vieja es todo actividad. Calle adentro no hay alumbrado público, pero los isleños tienen más miedo de tropezar que de ser asaltados. Los índices delictivos son muy bajos. Sombras que van de una casa a otra. Alguien canta boleros con aliento de ron. En el muelle, los pescadores trasnochados siguen arrojando el anzuelo. Igual que las jineteras, no se resignan a volver a casa sin una pieza. Soledad en el gentío Soledad Cruz es ama de casa y escritora y es una entre el millón doscientos mil cubanos que marcharon el quince de mayo contra las nuevas políticas de Bush. A sus cincuenta y dos años se confiesa convencida irrefutable de la Revolución. Durante años fue delegada de Cuba ante la UNESCO y militó desde muy joven en el Partido Comunista. Admite que en la isla hay muchos que están en desacuerdo con algunas cosas, y que es natural: lo mismo sucede en todos los países. –Los cubanos hablan, dicen, critican, pero no se les puede tocar la Revolución –afirma y luego agrega–: nunca nadie dijo que con la Revolución todo iba a ser perfecto. Los salarios no alcanzan para lujos y las cantidades en la libreta de racionamiento son pocas, pero son más que en cualquier parte del mundo, argumenta. Ahora mismo ella encara una situación difícil. Debe cambiarse de casa, pues el Estado construirá oficinas en el edificio de departamentos que ha sido su hogar durante los últimos años. No quisiera irse, pero debe hacerlo. Ya le han asignado otra vivienda en una colonia no muy lejana. Mientras habla, la convicción y la melancolía se le enredan en la voz: ahí sí no hay más qué decir, el Estado es el que ordena. Ensalada de fe En el calor caribe de las dos de la tarde una mujer oscura y gorda, entrada en años, espera afuera de la Catedral de La Habana. Se gana la vida leyendo los naipes a los fieles que salen de misa. Y es que en 1992 fue reformado el artículo 41 de la Constitución de la República de Cuba. Desde entonces el Estado reconoce, garantiza y respeta la libertad religiosa. Tal vez por eso los cubanos no tienen una fe: tienen varias. Afuera, junto a las imágenes de San Prudencio, de la Inmaculada Concepción y de El Papa, hay esculturas de Changó y Elegguá, personajes de santería. De este modo, a veces los hombres y mujeres habaneros comienzan rezándole a unos y acaban encomendándose a otros. Adentro de la iglesia, los fieles invocan a la santísima Virgen de Loreto. Bajo la iluminación tenue de las velas, un grupo de mujeres se deshace en murmullos y oraciones. Al pie del altar se acumulan casas en miniatura. Son exvotos, testimonios de milagros cotidianos: “Santísima Virgen, gracias porque me permitiste haber terminado mi casa”. “Virgen de Loreto, cuida mi casa, protégela. Gracias, mil gracias, amén”. Al lado derecho del templo una enorme pintura de la Virgen de Guadalupe parece observar a los fieles. Un florero lleno de nardos acusa un lazo de fe común entre México y la isla. Con pólvora en la sangre Viernes por la noche y en el teatro Karl Marx no cabe uno más. El concierto comienza: aparece Silvio Rodríguez con su fiel compañera de seis cuerdas. Aún no desempolva el primer acorde y el público le arrebata la palabra con una ovación indiscutible. Jóvenes, viejos, hombres y mujeres descargan después su fervor patriota con “Playa Girón”. Piezas más adelante, el cantautor se despide y llega el tiempo del son: Adalberto y sus músicos revientan el teatro a puro golpe de bongó, a puro brillo de trompeta y al rumor de las maracas. Nadie respeta su asiento, el espectáculo solemne se convierte en baile improvisado. En el silencio agitado que eslabona un son con otro, un espontáneo grita: -¡Viva Cuba Libre, abajo Bush Fascista! El teatro entero aplaude. Hay cubanos con antenas Si bien los habitantes no tienen acceso a otros informativos impresos que no sean los de confección nacional, la oferta electrónica es pródiga. A los canales de radio y televisión del Estado se unen las señales de TV y Radio Martí, emisoras patrocinadas por el Gobierno estadounidense para inundar la isla con mensajes anticastristas. Además de ese contrapunto de imágenes y voces, algunos hogares buscan más señales de la tierra de las hamburguesas y los dólares. Por eso, confundidas entre las azoteas desvencijadas se asoman antenas parabólicas importadas o de fabricación rudimentaria, con las que algunos jóvenes captan ansiosos las señales de MTV, CNN o HBO. Y es que hay algunos adolescentes en la isla que sienten una atracción transoceánica. No sólo escuchan bandas de rock. Se disfrazan de los iconos que hablan en inglés: ellos Kurt Cobain, ellas Britney Spears. Llevan tatuada en el tobillo la bandera alternativa norteamericana: el logotipo de Nike. Miguel es uno de ellos. Estudia Derecho y trabaja en una cafetería. Admite sin reservas que sueña con conocer otros países, con visitar regiones remotas. Pero para los cubanos, viajar no sólo es cuestión de reunir el dinero suficiente. El joven aprendiz de abogado no puede salir de la isla si alguien no lo invita desde fuera. Aún cuando tuviera la invitación necesaria, debería pasar por trámites que son un laberinto burocrático cada vez más complejo. Por eso la televisión extranjera es para él una forma de viajar a otros lugares sin dejar la isla.
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