Cristina creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino
Se llama "Manuel Dorrego". Los hechos del pasado serán puestos a revisión por un grupo de notables designados por la Presidenta. Entre ellos están el Jefe de Gabinete, Aníbal Fernández; Mario Pacho O´Donnell y Felipe Pigna.
El Gobierno Nacional creó el "Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego" que dependerá de la Secretaría de Cultura, publica este lunes el Boletín Oficial.
Según el decreto 1880/2011 se crea el Instituto, con carácter de organismo desconcentrado, para "el estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la Historia Iberoamericana". Personalidades que "obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX".
El Instituto tendrá 33 miembros ad honorem, entre los que se destacan el Jefe de Gabinete Aníbal Fernández, Mario "Pacho" O´Donnell, Felipe Pigna, Hernán Brienza, Araceli Bellotta, Víctor Ramos y Luis Launay; todos designados por la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
El decreto además instituye dos premios. El premio "José María Rosa", que será otorgado cada dos años al historiador, ensayista o pensador argentino que más se haya destacado en la investigación, elaboración y divulgación de la historia revisionista nacional, y el premio "Jorge Abelardo Ramos", que distinguirá a quien se haya destacado, dentro del territorio iberoamericano, en la historia revisionista continental.
Ambos galardones deberán representar un aliciente económico para los ganadores y se podrán establecer Menciones para aquellos trabajos que merecieran destacarse además del ganador.
El decreto de creación del Instituto lleva las firmas de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner; del jefe de Gabinete, Aníbal Fernández; del ministro de Economía, Amado Boudou y del ministro de Educación, Alberto Sileoni.
Se eligió a Manuel Dorrego como símbolo de la iniciativa por ser "un prócer caracterizado por su patriotismo, coraje y clarividencia que lo llevaron a destacarse como pocos en las luchas de nuestra Independencia. Abogó por la organización federal de nuestra Patria y representó los intereses de los sectores populares, como quedó demostrado durante su corta gestión como Gobernador de Buenos Aires. Su trágico final y las sangrientas consecuencias posteriores son un llamado a desterrar la intolerancia y la violencia de las prácticas políticas", se explica en el decreto.
En Colombia si que tenemos que rehacer la historia ... meditemos sobre el siguiente escrito .....
Augusto Escobar: La violencia: ¿Generadora de una tradición literaria?
La violencia política colombiana que tuvo lugar entre 1947 y 1965 fue, para la clase dominante, un estigma que ha pretendido por todos los medios borrar. Esa clase propició el clima de conflicto y desencadenó esa especie de guerra civil que se prolongó sin cuartel por espacio de casi veinte años y produjo aproximadamente 200.000 muertes, más de 2.000.000 de exilados, cerca de 400.000 parcelas afectadas y miles de millones de pesos en pérdidas (Lemoine, citado por Oquist, 1978-84).
Por los efectos que trajo, la Violencia ha sido el hecho socio-político e histórico más impactante en lo que va corrido del presente siglo y, quizá, también el más difícil de esclarecer en todas sus connotaciones, en razón de los múltiples factores que intervinieron en su desarrollo. Son numerosas las explicaciones que se han dado, sin que pueda afirmarse que tal o cual responde a todos los interrogantes propuestos. Las tesis que la explican van desde las económicas, sociales, históricas, hasta las psicológicas, morales, culturales y étnicas. Todas ellas revelan, de un lado, la abundante literatura que se ha producido al respecto y, de otro, que el fenómeno de la Violencia resulta más complejo de lo que supusieron, en su explicación, cada uno de los estudiosos de la misma. Al margen de cuáles sean las causas, los miles de muertos de ese tiempo apocalíptico son y siguen siendo víctimas, porque aún no han sido reivindicadas sus muertes. No se ha hecho justicia a ese pueblo que se incitó a matarse entre sí, a esa guerra fractricida que no comenzó para que se desarrollaran sin piedad en nombre de dos banderas que, desde 1849, poco beneficio le ha reportado. Así lo testimonia, desde la literatura, la mayoría de las setenta y más novelas sobre la Violencia.
Los autores se esa época cruenta siguen tan campantes desempeñando los mismo puestos de dirección en todas las instituciones públicas y privadas como sin nada hubiera sucedido. Todos ellos, al unísono reclaman hoy, como vindicaron ayer, la "unión nacional", la "concordancia", sabiendo de antemano que la violencia es mejor negocio que la paz. Desde la historia republicana se confirma dicha práctica. Durante la guerra civil de 1876, una de las cincuenta y nueve que hubo en el siglo XIX y que produjo diez mil muertos, fue notoria la tendencia de convertir el conflicto en oportunidad para disponer en beneficio de los victoriosos los bienes de los derrotados. Desde entonces, esta tendencia se ha acentuado y, como señalara el presidente Rafael Núñez en 1886, "al juzgar por los varios disturbios locales, la vida corre menos riesgo que la propiedad" (1886:108). "Se formó -sostiene Rodríguez Piñérez- una clase de gente que negoció con la guerra y a quien aterraba la paz con todos sus horrores, puesto que acabaría con sus medios de enriquecimiento a expensas de la sangre, sufrimiento e ignorancia de otros" (1945:194-195).
Cincuenta años después, durante la Violencia, se conforma cómo el conflicto no afecta el capital ni disminuye los beneficios económicos de las clases dominantes, por el contrario, se produce una sensible concentración de capitales. Las sociedades anónimas, tanto nacionales como extranjeras, reportan grandes utilidades, y algunas, el capital se multiplica por tres. Los grandes capitales declaran enormes beneficios. Las utilidades de las sociedades anónimas extranjeras llegan a 161.89%
Durante veinte años de violencia se instaura el imperio del terror en los campos y poblados, se despoja al campesino de la tierra y de sus bienes, o se le amenaza para que venda a menos precio. Se asesina selectivamente o de una manera masiva, la sevicia o la tortura contra las víctimas no tiene límite, se amedrenta a los trabajadores descontentos. Se produce un éxodo masivo hacia las ciudades, refugio temporal de los desheredados que pronto engrosan la marginalidad y se convierten en problema social por el abandono en el que se los deja. ¿Por qué, se pregunta el protagonista de El Cristo de espaldas, tanto ensañamiento contra un pueblo que no generó tal estado de cosas?:
¿Qué les va ni les viene a los miserables...con que en las ciudades manden unos y gobiernen otros? ¿Para qué buscarlos y perseguirlos como a bestias feroces? ¿Por qué quieren los ricos resolver sus problemas a expensas de los pobres, y los fuertes a costa de los débiles, y los que mandan, con mengua y para escarnio de los que obedecen? (Caballero, 149-150).
La sociedad colombiana ha sido por tradición -impuesta-una sociedad olvidadiza: no se sabe si es por falta de perspectiva histórica, de coraje, o por la incapacidad para asumir la verdad (Zalamea,88). El olvido ha sido el mecanismo de defensa utilizado por la clase dominante para negar una historia de explotación y atropellos. El olvido, la desmemoria, hacen parte de la filosofía con la que se monta el Frente nacional (1958) para relegar al silencio el funesto pasado. Hay que "vigilar el ruido del corazón", decía, ante el temor de que renaciera de nuevo la pugna partidista. Sin embargo, ese silencio forzado no puso fin a la violencia; apenas logró desenfocarla de la atención nacional. De fenómeno político pasó a ser considerado como un caso de policia, sin que, paradójicamente, nada sustancial hubiera cambiado en la situación de guerra civil interna, diseminada, entre campesinos liberales y conservadores. Se aplicó una asepsia, más no se extrajo el tumor. Pero esa violencia abierta, como lo señalara en 1964 uno de los autores de La violencia en Colombia, cuyo retroceso puede quedar registrado en las estadísticas oficiales, va dando paso a otra más sutil y peligrosa, por ser subterránea. En muchas regiones donde parece muerta, la violencia sigue viva en forma latente, lista a expresarse por cualquier motivo, como las brasas que al revolverse llegan a encenderse. Esta modalidad es peligrosa, por sus imprevisibles expresiones... y sobre todo en la certeza parecida a la espada colgante de Damocles de que cualquier acto imprudente o muerte de personas estratégicas en el pueblo, podría desencadenar de nuevo toda la tragedia nacional (Fals-Borda, t.II, pág.10).
La desmemoria también germinó en muchos intelectuales. La adoptaron para eludir la realidad que se les evidenciaba de mil formas y/o para evadir cualquier responsabilidad. Con el olvido, el país se quedó sin historia o con una cortada a machetazos; historia desvirtuada o ignorada en las versiones oficiales y en los textos escolares, donde se muestra sólo una colección de caricaturables superhéroes. Pero el pueblo no ha podido olvidar lo ocurrido, ya que el tiempo de la muerte no ha dejado avanzar el tiempo de la vida. El espectro de la muerte multiplicado le ha recuperado la memoria. Es ese el sentimiento que una mujer del pueblo de La mala hora de García Marquez refleja límpidamente y se lo enrostra al teniente-alcalde que ha traído el terror al pueblo, siguiendo "órdenes superiores":
- ¿Hasta cuándo van a seguir así? - preguntó el alcalde. La mujer habló sin que se le alterara su expresión apacible. - Hasta que nos resuciten los muertos que nos mataron (...) - Este era un pueblo decente antes de que vinieran ustedes...No esperó el café. - "Desagradecidos" -dijo. "les estamos regalando tierra y todavía se quejan". La mujer no replicó, pero cuando el alcalde atravesó la cocina...murmuró inclinada sobre el fogón: -Aquí será peor (en los terrenos del cementerio). Más nos acordaremos de ustedes con los muertos en el traspatio. (1968: 77-78)
La literatura colombiana, generalmente ausente del acontecer social y como producto mediocre de una cultura dominada y dependiente -salvo unas cuantas excepciones-, no pudo marginarse del movimiento sísmico de la Violencia. Esta se le impone y la impacta aunque de una manera desigual y ambigua. En una primera etapa, la literatura sigue paso a paso los hechos históricos. Toma el rumbo de la violencia y se pierde en el laberinto de muertos y de escenas absolutamente de la historia. Pero poco a poco, a medida que la violencia adquiere una coloración distinta al azul y rojo de los bandos iniciales en pugna, los escritores van comprendiendo que el objetivo no son los muertos, sino los vivos, que no son las muchas formas de generar la muerte (tanatomanía), sino el pánico que consume a las víctimas. Lentamente, los escritores se despojan de los estereotipos, del anecdotismo, superan el maniqueísmo y tornan hacia una reflexión más crítica de los hechos, vislumbrando una nueva opción estética y, en consecuencia, una nueva manera de aprehender la realidad. Lo que sorprende es que un país sin ninguna tradición narrativa configurada, en menos de veinte años, es decir, entre "el bogotazo" en 1948 y 1967, fecha de aparición de Cien años de soledad, publiquen tantas novelas sobre el tema. Nunca antes se había escrito tanto y de tan heterogénea calidad sobre un aspecto de la vida socio-política contemporánea colombiana. Desde el punto de vista de la historiografía literaria, este hecho marca un hito y funda una tradición cultural que continúa hasta el presente (Véase anexo).
La literatura que trata el fenómeno de la violencia se puede precisar, en un sentido, como aquella que surge como producto de una reflexión elemental o elaborada de los sucesos histórico-políticos acaecidos antes del 9 de abril de 1948 y la muerte del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, hasta las operaciones cívico-militares contra las llamadas "Repúblicas Independientes" en 1965 y la formación de los principales grupos guerrilleros aún hoy vigentes. En otro sentido, como aquella literatura que nace, en una primera fase, tan adherida a la realidad histórica que la refleja mecánicamente y se ve mediatizada por esos acontecimientos cruentos, para dar paso a otra literatura que reelabora la violencia ficcionándola, reinventándola, generando otras muchas formas de expresarla.
Hasta ahora se ha llamado "literatura de la violencia" a toda la literatura que se ha escrito con relación a dicho fenómeno sin establecer diferencia alguna en cuanto a la calidad estética ni a la manera de tratar dicha temática en las novelas que se escribieron antes y después del Plebiscito Nacional en 1958. La mayoría de las novelas que se publicaron antes de 1958, que coinciden de manera peculiar con la aparición de El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez en la revista "Mito", no van más allá de la mera clasificación de novelas testimonio, llamadas "de la violencia". Una buena parte de las que se editan luego abordan ese tema de una manera más crítica y reflexiva. Una y otra novelística muestran, por medio literarios o paraliterarios, el testimonio vivo, la cosmovisión de una comunidad desgarrada y la historia de sus protagonistas. Cuando decimos que es una literatura de la violencia y otra que hace una reflexión literaria sobre ella, lo hacemos para distinguir su doble carácter:
Literatura de la violencia. La llamamos así cuando hay un predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético. En esta novelística no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los personajes o la estructura narrativa, sino los hechos, el contar sin improtar el cómo. Lo único que motiva es la defensa de una tesis. No hay conciencia artística previa a la escritura; hay más bien una irresponsabilidad estética frente a la intención clara de la denuncia. Es una literatura que denota la materia de que está constituida, es decir, relata hechos cruentos, describe las masacres y la manera de producir la muerte. Basta con mirar ese "operardor de señalamiento" de novelas, como llama Barthes el título (1980 1-10,74). Los nombres de la mayoría de esas novelas de la violencia enuncian la naturaleza de su materia narrativa, están ligadas a la contingencia de lo que sigue: Ciudad enloquecida (1951), Sangre (1953), Las memorias del odio (1953) Los cuervos tienen hambre (1954), Tierra sin Dios (1954), Raza de Caín (1954), Los días de terror (1955), La sombra del sayón (1964), Sangre campesina (1965).
Cuando se dice "novela de la violencia" se pone de manifiesto de dónde viene esa literatura, su pertenencia, es decir, que se desprende directamente del hecho histórico. Entre la historia y la literatura se produce una relación de causa-efecto. Por eso la trama se estructura en un sentido lineal, en secuencias encadenadas por continuidad, que conducen ordenadamente de la situación inicial a las peripecias y de éstas al desenlace, sin alteraciones, coincidiendo artificialmente la extensión del relato con la extensión temporal de los hechos, es decir, el tiempo de la historia es igual al tiempo de la enunciación.
Entre 1946 y 1966 se pueden considerar tres etapas de violencia: la violencia oficial de origen conservador entre 1946 y 1953; la violencia militar de tendencia conservadora entre 1953 y 1958; y la violencia frentenacionalista de alternancia de los dos partidos tradicionales, desde 1958. En el siguiente cuadro se aprecia el número de muertes en los diferentes gobiernos en la época de la violencia, y el número de novelas que se publicaron durante cada periodo de gobierno.
Reflexión crítica de la literatura sobre la violencia. En esta novelística la experiencia vivida o contada por otros, el drama histórico depende de la reflexión y mirada crítica sobre la violencia que actúa como reguladora y a la vez como factor dinámico. Aquí no importa tanto lo narrado como la manera de narrar, Interesa el personaje como "estrucgura redonda", en su estatuto semiológico. Lo espacio-temporal, instancias en que se desarrolla el texto narrativo, está regulado por leyes específicas, algunas veces por el proceso mental de quien proyecta uno o varios puntos de vista sobre el acontecer. Es el ritmo interno del texto lo que interesa, que se virtualiza gracias al lenguaje; son las estructuras sintáctico-gramaticales y narrativas las que determinan el carácter plurisémico y dialógico de esos discursos de ficción. Es lo que se puede comprobar en novelas tales como: La mala hora (1960), El coronel no tiene quien le escriba (1958) y Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez; Marea de ratas (1960) y Bajo Cauca (1964), de Arturo Echeverri Mejía; El día señalado (1964), de Manuel Mejía Vallejo; El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952), de Jorge Zalamea; La casa grande, de Alvaro Cepeda Samudio.
Es una literatura que se interesa por la violencia no como hecho único, excluyente, sino como fenómeno complejo y diverso; no cuenta como acto sino como efecto desencadenante; trasciende el marco de lo regional, explora todos los niveles posibles de la realidad. No se funda en la explicación evidente, sino en la certeza de que aquello (mundo, personajes, sociedad) que esté mediado por el conflicto, por lo social, no podrá ser más que la representación de un mundo ambivalente, problematizado. Gracias a mediaciones de tipo discursivo se dan en esas novelas espacios de contradicción que impiden la aprehensión del texto en su primera lectura y obligan al lector a la relectura y a una contextualización obligada con la historia y con el fenómeno de sociedad de la época que refleja. La ambigüedad y la sugerencia invade el texto invitando al lector a su recreación.
El interés reside no en la acción ni en el drama que se vive al momento, sino en la intensidad del hecho, en la secuela que deja el cuerpo violentado (la tortura, la sevicia) o en el rencor que se aviva al paso del tiempo. Para lograr una perspectiva así, se precisa de un distanciamiento de los acontecimientos tanto temporal como emocionalmente. Son precisamente los escritores que vienen después de los de la generación "de la violencia", los que están mejor equipados técnica y estéticamente, y pueden escribir sobre ella de una manera más crítica y reflexiva.
Ante una narrativa carente de tradición y sin condiciones adecuadas para fundar una, y ante una crítica reducida al comentario periodístico, al amiguismo, "el primer drama nacional de que éramos conscientes, el de la violencia, nos sorprendía desarmados", afirmaba García Márquez en 1959. La hecatombe social dela Violencia adquiere tal relieve y sacude de tal manera que impide agarrarla en su justa medida. Resulta demasiado grande y compleja para poder asimilarla literariamente y darle cierto alcance universal. En algo más de medio centenar de "testimonios crudos, dimos -expresa Daniel Caicedo en 1960- lo que podíamos dar: una profusión de obras inmaduras", obras donde se vuelca toda pasión posible, donde se testimonia el dolor de un pueblo (Caicedo, 1970:71). Es la primera vez que los escritores colombianos se ponen a par con la realidad y con los conflictos y la angustia del hombre colombiano.
La mayoría de los escritores que viven la Violencia no tienen la suficiente experiencia para testimoniarla con una cierta validez. El acontecimiento los seduce. Se quedan en la exhaustivo inventario de radiografías de las víctimas apaleadas o en la descripción sadominuciosa de propiciar la muerte. Otros -García Márquez lo indica- se sienten más escritores de lo que son y sus terribles experiencias sucumben a la "retórica de la máquina de escribir. Confundidos con el material de que disponen, se los traga la tierra en descripciones de masacres sin preguntarse si lo más importante, humana y por lo tanto materialmente, eran lo muertos o los vivos que debieron sudar hielo en sus escondites, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas" (García Márquez, 1959). El drama está en la atmósfera de terror que genera tantos crímenes, en el alma de las víctimas como en la de los victimarios; en las vivencias de los perseguidos como en las de los perseguidores.
No pocos ven en la Violencia el funcionamiento de un sistema bárbaro, semicapitalista, inhumano, pero no atinan a descubrir los mecanismo de ese funcionamiento. En estos novelistas se produce una crisis de identidad que no logran resolver. Esta se manifiesta en una práctica escritural que deja entrever el tipo de mediaciones que la cruzan, particularmente de tipo socio-ideológico, donde se observan no sólo visiones particulares de la realidad, sino también ciertas formaciones sociales que se interponen. Conscientes de su complicidad -aunque sólo fuese la complicidad del silencio- de su clase de mantenimiento de una sociedad basada en la explotación de otras clases, esos y otros escritores se alejan de ella, la repudian consciente, política y públicamente, y se solidarizan, por simpatía, con quienes van a ser sus personajes, pero no logran, en compensación, identificarse con ellos: pertenecen a otra clase, a otra mentalidad, a otra cultura cuyos símbolos no aciertan a descubrir o a interpretar. Se quedan, entonces, a medio camino, en una suerte de "tierra de nadie ideológica" que, sin embargo, resulta pertenecer a alguien: a la propia mentalidad de clase que pretenden condenar y abandonar (Adoum, 1981: 280).
Aproximaciones
De la lectura de las novelas escritas entre 1949 y 1967 que abordan la violencia de diversas maneras, podemos sacar ciertas conclusiones estadísticas susceptibles de mayor precisión. De las setenta novelas conocidas que tratan de la Violencia: 54 (77%) implican a la Iglesia católica colombiana como una de las instituciones responsables del auge de la violencia; 62 (90%) comprometen a la policía y a los grupos parapolíticos (chulavitas, pájaros, guerillas de la paz, policía rural) del caos, destrucción y muertes habidas; 49 (70%) defienden el punto de vista liberal y se atribuye la Violencia a los conservadores, 7 (10%) novelas reflejan la opinión conservadora y endilgan la Violencia a los liberales; 14 (20%) hacen una reflexión crítica sobre la Violencia, superando de seta manera el enfoque partidista. De los 57 escritores, 19 (33%) habían escrito por lo menos una obra antes de su primera novela sobre la Violencia, 38 (67%) se inician escribiendo sobre ella.
BALANCE PROVISORIO
Concluyendo de manera tentativa, porque aún no se ha agotado toda la bibliografía que presumiblemente exista sobre el tema de estudio, se puede afirmar que, con la Violencia de mediados de siglo en Colombia: Se produce por primera vez una literatura con particularidades propias, entendidas como:
Un sistema de obras ligadas por denominadores comunes, que permiten reconocer las notas dominantes de una fase. Estos denominadores son, aparte de las características internas (lengua, tema, imágenes), de ciertos elementos de naturaleza social y psíquica, aunque literariamente organizados, que se manifiestan históricamente y hacen de la literatura un aspecto orgánico de la civilización. Entre ellos distínguese: la existencia de un conjunto de receptores...sin los cuales la obra no vive; un mecanismo transmisor (un lenguaje traducido en estilos) que liga unos a otros . El conjunto de los tres elementos da lugar a un tipo de comunicación interhumana...y de interpretación de las diferentes esferas de la realidad (Cándido, 1969:293).
Es la primera vez que se da una respuesta unánime y masiva de parte de los escritores por plasmar, casi de inmediato, dicho fenómeno. Se produce un número considerable de novelas sobre una misma problemática: la Violencia. Entre 1949 y 1967 se publican setenta novelas y centenares de cuentos. Incluidas las novelas que se han publicado hasta el presente, éstas pasan del centenar. En un corto lapso, menos de veinte años, cincuenta y siete escritores se dedican a escribir sobre un tema común que los afecta de alguna manera, contribuyendo así, consciente o inconscientemente, a despertar al país del aletargamiento cultural en el que había vivido por siglos, liberándolo, en algo, de un pesado sentimiento de frustración cultural. Nunca antes un motivo socio-cultural. Nunca antes un motivo socio-histórico estimula a tantos escritores a recrearlo, escritores de todos los sectores de la sociedad (políticos, militares, médicos, sacerdotes, periodistas, guerrilleros, intelectuales y otros que se comprometen en una misma labor: escribir sobre la historia política contemporánea, desde su propia óptica del mundo y con las herramientas literarias de que disponen.
También por primera vez la literatura colombiana se integra plenamente a la realidad que la circunda; se toma conciencia de lo que implica el oficio literario y la necesidad de ahondar sobre la realidad histórica en la que se vive; urge acercarse a la corriente universal de la cultura sin relegar la propia, por el contrario, se la incorpora y profundiza; se estudian e internalizan los problemas inherentes al lenguaje y el manejo de las diversas técnicas narrativas. Se reconoce el oficio del escritor como una actividad exigente y exclusiva.
Una nueva generación de escritores deja de mirarse en el espejo europeo o estadounidense como único parámetro de la cultura, para nutrirse de todas las vertientes y particularmente, para mirarse en su propio espejo cultural. La literatura colombiana toma las armas que le pertenecen para reivindicar la historia de un pueblo, sus luchas, agonías, nostalgias y contradicciones. La literatura colombiana se levanta contra una cultura burguesa señorial, ficticia y simulada.
“El kirchnerismo es una interpretación del peronismo muy importante. No va a pasar a la historia sin peso”, dijo el escritor Pacho O’Donnell a la redacción móvil de Perfil.com tras la presentación del libro “El archivista” de Leticia Manauta, en donde participó como expositor.
“Es una etapa presidencialista muy vigorosa. En la historia argentina ha habido presidentes fuertes y débiles que, nos guste o no lo que hicieron, han marcado épocas vigorosas y otras de transición”, dijo.
El historiador citó como “presidentes fuertes” a Perón, Yrigoyen, Roca y Sarmiento y como “débiles” a De la Rúa y Sáenz Peña. “Sin duda, Néstor Kirchner y Cristina Fernández son presidentes que han marcado una época y han producido cambios muy significativos”, dijo.
Al preguntarle por La Cámpora, opinó: “En estos momentos tan tensionados hay una intencionalidad por parte de ciertos sectores de hacer de la agrupación un movimiento peligroso y temible. Yo lo que veo como cosa positiva por ahora es un despertar de los jóvenes actuales a participar de los hechos políticos. Y me parece que La Cámpora es uno de esos lugares en donde encuentran su vocación de intervenir. Dependerá de ellos que eso se constituya como un hecho positivo para el país o que se desvanezca, lo cual sería una lástima”.
Para finalizar, O’Donell habló sobre el escritor peruano ganador del Premio Nobel y dijo: “Vargas Llosa es un escritor pero también es un político. Las intervenciones que él ha tenido en Argentina han sido como político. Entonces, como decía un amigo, es bastante hábil porque dice afirmaciones como político y, cuando se lo critica, se defiende como escritor y habla de ataques contra la libertad de expresión”.
Asimismo, agregó: “Yo creo que nunca hubo una intención de vetar a Vargas Llosa, eso forma parte de un momento en el que todo se exagera mucho. Me parece que él vino e hizo un acto político. Todo su paso en Argentina fue como el de un político conservador de la derecha. Se juntó con los políticos más identificados con esa corriente y se peleó con los otros”.
Y concluyó: “Estoy seguro de que Vargas Llosa va a sacar la experiencia de ser más cuidadoso en sus afirmaciones. Él es un hombre muy petulante, lo conozco bastante, y está muy convencido de su superioridad intelectual y cívica. Creo que lo que le pasó aquí lo va a ayudar a ser un poco más humilde”.
"Si escribir la historia, significa hacer historia del presente, un gran libro de historia es aquel que en el presente, ayuda a las fuerzas en desarrollo a ser más concientes de sí mismas y por tanto, más concretamente activas"
Entonces un gran libro de historia señala el camino de un proceso social micro ( con sus particularidades) siempre enlazandolo con lo macro ( condiciones mundiales que inciden en esas particularidades)devolviendoles a las clases subordinadas al poder su sentido de unidad y conciencia de su desarrollo. Las clases subordinadas al poder , han perdido estas dos cosas y han sido fragmentadas y desposeídas de su historia a lo largo del tiempo. Esto sería imprescindible para que se apropien de una opción alternativa a las condiciones de explotación y dominación a las que han sido sometidas desde sí mismas. Por tanto todo aquel que se diga revolucionario y no comprenda esto, estará trabajando para sus propios fines revolucionarios personales o grupales, pero no para la liberación de los pueblos. No está bien apropiarse de la historia dandole un sentido personal. Las posibilidades revolucionarias, están en el pueblo mismo que sufre opresión que al apropiarse de su historia y hacerse conciente de su capacidad, transformará esas condiciones iniciales, por si mismo y con sus propias energías.
No me parece tan reaccionario el Pacho .... seguro que aguanta unos cuantos empujones para ponerse a tono con tan gigantesca tarea .-
EL REVISIONISMO HISTÓRICO
(“Perfil”, 04-05-08) Pacho O’Donnell
La historia oficial, la que siempre nos contaron y nos enseñaron, es la que escribieron los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX y su espíritu no pudo sino reproducir la ideología oligárquica, porteñista, liberal en lo económico y autoritaria en lo político, antihispánica y anticriolla de aquellos cuyo proyecto de país estaba resumido en el dilema sarmientino entre “civilización”, lo europeísta-porteño, y “barbarie”, lo criollo-provincial.
Estaban convencidos del país que querían y lo llevaron adelante sin reparar en medios. En su loable aspiración de progreso diseñaron una sociedad a la imagen y semejanza de las naciones poderosas de la época y copiaron sus instituciones y sus cartas magnas sin reparar que ellas respondían a circunstancias e idiosincrasias ajenas a las raigalmente nuestras. Pero, esencialmente, se propusieron que la Argentina, su clase dirigente, pensara, creara y actuara como británicos en primera instancia, aunque incorporando influencias francesas y sobretodo norteamericanas a medida que los Estados Unidos se fueron consolidando como potencia dominante. Para ellos civilizar fue desnacionalizar. De allí nuestras costumbres, nuestros gustos, nuestra arquitectura, nuestros deportes, nuestros vicios. Nuestra historia.
Para llevar a buen puerto ese proyecto de organización nacional consideraron imprescindible renunciar a lo criollo y a lo hispánico que constituían la identidad medular de lo argentino. Comenzar de cero, imaginando haber nacido del otro lado del océano. O en el hemisferio norte. Sus ideólogos, en especial Sarmiento y Alberdi (éste antes de su conversión y de su conflicto con el sanjuanino), bregaron por la transformación de la Argentina en lo que no era pero que ellos consideraron que debía ser. Debieron enfrentar una dificultad supina: sus habitantes, la plebe, según su concepción, no servían para el proyecto “civilizador”. No olvidaban que era contra ellos que habían combatido a lo largo de los años de guerras civiles pues los criollos, los indios, los gauchos, los mulatos, los orilleros habían sido leales, en su inmensa mayoría, a quienes representaron sus intereses ante el despotismo porteño: Artigas, Dorrego, Rosas, Ramírez, Peñaloza, Felipe Varela. Todos ellos, vale apuntar, de finales trágicos
Es conocida la terrible condena sarmientina: “No trate de economizar sangre de gauchos, es un abono (de la tierra) que es preciso hacer útil al país” (Carta a Bartolomé Mitre del 20/9/1861). Pero no se trató de un exabrupto pues insistiría en 1866, en un discurso en el Senado: "Cuando decimos “pueblo” entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gentes decentes. Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues, no ha de verse en nuestra Cámara ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir, patriota". Eran los unitarios de siempre que ahora se habían rebautizado como “liberales”.
Pero es el menos impulsivo Alberdi, el ideólogo e intelectual más influyente de su época, nada menos que el redactor de nuestra Constitución Nacional, quien hará más transparente esa tendencia a descalificar lo autóctono en desmedro de lo extranjero, dominante hasta nuestros días. Nada menos que en el texto de “Las Bases”, en el que nuestra Constitución sería un apéndice, escribió: “Es utopía, sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana , tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa”. Don Juan Bautista no tendrá empacho de referirse a una “raza”degradada a la que habría que remplazarla por otra mejor, la anglosajona: “Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización” . Es este concepto la clave de las políticas inmigratorias de nuestra “clase decente’, como se llamaban a sí mismos: sustituir la raza insubordinada y por ende descartable por otra mejor, más maleable a partir de su necesidad de encontrar un lugar al sol lejos de sus hogares. El problema fue que no vinieron los rubios, altos y de ojos claros del norte de Europa sino los morochos retacones del sur, algunos de ellos con ideas anarquistas.
Alberdi se esmeraría por aclarar aún más sus ideas: “Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”. Se explayará también en consejos que aún hoy tienen dramática vigencia: “Proteged empresas particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medio (…) Entregad todo a capitales extranjeros. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros”.
Porque no se trataba de hacer un país confortable para las grandes mayorías sino acomodarlo a las necesidades de los poderosos: “Hemos de componer la población para el sistema de gobierno, no el sistema de gobierno para la población (...) Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces para la libertad” (Sarmiento). He aquí la razón de fondo de la política educativa que planearon y llevaron adelante el sanjuanino, Avellaneda y otros. Libertad debe traducirse aquí como liberalismo autoritario, no el que pregonaba Adam Smith.
Un personaje extraordinario, Bartolomé Mitre, un intelectual de acción, no fue sólo el jefe civil y militar que condujo la organización nacional bajo este signo sino que además escribió la historia que la justificaría. Nadie puede criticarlo por hacerlo, estaba convencido de lo que pensaba y hacía y, a diferencia de otros, puso el cuerpo y puso la pluma. Son criticables en cambio aquellos que consideran sus textos y los encumbramientos y los anatemas que los habitan, inevitablemente condicionados por circunstancias y propósitos, como revelaciones sagradas y reaccionan destempladamente ante críticas u observaciones. Estoy seguro de que Mitre no sería tan “mitrista” como dichos personajes… Pero es de reclamar también de parte de no pocos revisionistas capacidad de diálogo tolerante para sostener
un esclarecedor debate todavía ausente.
Fue muy claro que la historia servía y sirve a los propósitos del porteñismo “civilizador”. Después de Caseros cuando en
Buenos Aires se debatía la posibilidad de hacerle un juicio a Rosas el diputado
Emilio Agrelo propuso que no hubiera posibilidades de revisión: “No podemos dejar el juicio de Rosas a la historia.
¿Qué dirán las generaciones venideras cuando sepan que el almirante Brown lo sirvió? ¿Qué el General San Martín le legó su espada? ¿Qué grandes y poderosas naciones se inclinaron a su voluntad? ¡No, señores diputados! ; debemos condenar a Rosas y condenarlo en términos tales que nadie quiera mañana intentar su defensa”. De la misma índole había sido el consejo de Salvador María del Carril en 1829 a Lavalle: “Fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular el fusilamiento de Dorrego porque si es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los
muertos". Terminaba urgiéndolo a hacer desparecer la prueba de su villanía: “Cartas como éstas se queman”. Luego de la tragedia de Navarro los unitarios se lanzaron al exterminio del gauchaje federal.
Dicha matanza se repitió, amplificada, cuando, luego de que Urquiza entregase a Mitre el triunfo en Pavón, los porteños organizaron el ejército nacional que fue lanzado a las provincias para ocuparlas y desalojar a sus gobernantes federales. Además, bajo el mando de los crueles coroneles uruguayos, Arredondo, Paunero, Flores y Sandes, se castigó ejemplarmente a todo aquel que no se sometiera al proyecto porteñista, iniciándose una salvaje cacería de los caudillos resistentes a tanta prepotencia.
Citemos nuevamente al locuaz Domingo Faustino: "Los sublevados serán todos ahorcados, oficiales y soldados, en cualquier número que sean"
(año 1868). "Es preciso emplear el terror para
triunfar. Debe darse muerte a todos los prisioneros y
a todos los enemigos”. No es aventurado el cálculo de que en los quince años posteriores a Pavón murieron la mitad de los gauchos de la campaña.
La propuesta fue más allá del aniquilamiento físico y apuntó a la extirpación cultural, también psicológica, de todo aquello que oliera a plebeyo y nacional, identificado con barbarie, y lo hispánico, homologado a decadencia. Se estableció así una condición esencial de la dependencia argentina de intereses ajenos a los patrióticos en complicidad con su dirigencia política y económica. Mecanismo automático que funciona a nivel colectivo, en cada argentina y argentino, y se activa sin que se tenga conciencia de ello pues está muy arraigada en nuestra cultura, más aún: en nuestro psiquismo, que lo culto, lo civilizado, lo deseable es lo exógeno. Una manifestación de ello es la autodenigración, exacerbada últimamente en publicaciones y documentales empeñados en ensalzar nuestros fracasos e incompetencias.
Ese diseño es el que se prolonga hasta nuestros días, con las variaciones impuestas por épocas y circunstancias, y a su calor se desarrolló la historiografía que le era funcional, sustentada por ceremonias escolares, marchas patrióticas, libros de texto, cátedras universitarias, academias y el dominio de los mecanismos de prestigio y de financiación.
Contra esa versión tendenciosa surgió en el pasado el “revisionismo histórico” cuyo primer antecedente puede encontrarse en el Juan B. Alberdi que había regresado del elitismo: “En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento o Cía, han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos. Sobre la Revolución de Mayo, sobre la guerra de la independencia, sobre sus batallas, sobre sus guerras, ellos tienen un alcorán que es de ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión por el crimen de barbarie y caudillaje” (“Escritos póstumos”).
Luego sería el turno, a finales del siglo XIX, de Adolfo Saldías, integrante de la elite que gobernaba al país desde el Club del Progreso y el Círculo de Armas quien se propuso escribir una biografía de Juan Manuel de Rosas sobreentendiéndose que por su pertenencia de clase sería un aporte más a la campaña denostatoria que aún hoy oscurece la memoria del Restaurador. Pero Saldías lo hizo con seriedad y honestidad historiográfica y para ello acudió al archivo de “La Gazeta” y otras publicaciones de la época, a los testimonios y a las memorias de contemporáneos del biografiado y, decisivamente, contó con el archivo de Rosas que le facilitó en Southampton su hija Manuelita. El resultado fue un texto de fundamentada ecuanimidad cuyo título no refería a la “tiranía” sino a la “Historia de la Confederación Argentina”. La reacción de sus pares fue indignada y el libro fue condenado al silencio y su autor sufrió el desdén y el aislamiento.
A Saldías lo seguiría en 1930 Carlos Ibarguren con “Juan Manuel de Rosas, su vida, su obra, su tiempo” que insistió en la figura nacionalista y populista del Restaurador, jefe del bando perdedor, como el símbolo antagónico, independientemente de sus defectos y virtudes, de la dirección que habían tomado los asuntos de nuestra patria. Y cuatro años más tarde los hermanos Irazusta dieron a luz una obra fundamental, “Argentina y el imperialismo británico”, concebida en el clima de indignación provocada por el pacto Roca-Runciman.
Desde sus inicios pueden detectarse un “revisionismo de derecha” y “un revisionismo de izquierda”. El primero pondrá el énfasis en el Rosas amante del orden, defensor de la soberanía nacional, aferrado al catolicismo en contra de la difundida masonería de su época. El segundo es representado por quienes compartían la opinión de la columna vertebral del revisionismo progresista, José María Rosa: “El gobierno de Rosas puede llamarse socialista. La Confederación Argentina con su sufragio universal, igualdad de clases, fuerte nacionalismo y equitativa distribución de la riqueza era tenida como una verdadera y sólida república “socialista” adelantada al tiempo y nacida lejos de Europa”.
Uno de los cuestionamientos del revisionismo a la versión consagrada es que en ella, contaminada del elitismo doctrinario de quienes la escribieron, nuestra historia parece determinada por los “grandes hombres” ignorándose el protagonismo de la “chusma” en las vicisitudes nacionales. Es ésa la crítica que el provincianista Dalmacio Vélez Sarsfield le formula a Mitre a raíz de su biografía de Belgrano imponiéndole que el verdadero protagonista de la campaña del Ejército del Norte fue la “plebe” y no aquel intelectual brillante que aborrecía los asuntos de la guerra. Por ello fue inevitable que los jefes populares como Rosas, los caudillos provinciales y altoperuanos, Dorrego, Artigas, Guemes, también el Alberdi final, el Pellegrini industrialista o el Sáenz Peña americanista, asimismo el populismo antiimperialista de Irigoyen y de Perón queden postergados o jibarizados en la historia oficial a expensas de la exaltación de aquellos funcionales al proyecto desnacionalizador, porteñista y autoritario como Rivadavia, Sarmiento, el Alberdi inicial, el Urquiza de Caseros, la Generación del Ochenta, Roca .
J.J. Hernández Arregui, en su “Imperialismo y cultura”, daría una nómina de revisionistas aunque, señala con ironía, “a algunos no les guste verse en la misma lista”: Scalabrini Ortiz, Jauretche y otros integrantes de FORJA, Doll, Cooke, los hermanos Irazusta, Ibarguren , Palacio, Castellani, por supuesto José María Rosa, incluyendo también a revisionistas socialistas como Puiggros, Astesano, Ugarte, Spilimbergo, Ramos.
J.J. Hernández Arregui, en su “Imperialismo y cultura”, daría una nómina de revisionistas aunque, señala con ironía, “a algunos no les guste verse en la misma lista”: Scalabrini Ortiz, Jauretche y otros integrantes de FORJA, Doll, Cooke, los hermanos Irazusta, Ibarguren , Palacio, Castellani, por supuesto José María Rosa, incluyendo también a revisionistas socialistas como Puiggros, Astesano, Ugarte, Spilimbergo, Ramos.
Según Norberto Galasso, aprovechando la ola antipopular provocada por el golpe militar de 1955 que también sepultó al revisionismo y a sus representantes, la historia oficial se recicló rebautizándose como “historia social” que incorporaría criterios y tecnologías actualizadas en un cambio cosmético sincerado por uno de sus principal ideólogos, Halperín Donghi quien afirmó en su “Ensayos de historiografía” que dicha corriente se proponía “ilustrar y enriquecer, pero cuidando de no ponerla en crisis , a la línea tradicional”, es decir que se trata de una historia oficial modernizada. También Galasso, quien acusaría a dicha corriente de ser visceralmente antiperonista y antipopular la definió como “ una versión más elaborada, más “científica”, menos ingenua que la vieja historia fabricada después de Pavón, bajo la cual se resguardan los viejos íconos”.
Alertados los conservadores liberales sobre el “peligro”que entrañaba la revisión histórica y el consiguiente encumbramiento doctrinario de los
jefes populares homologables con el peronismo, el golpe de 1955 condenará de allí en más a los revisionistas a un ostracismo que hasta entonces
no había conocido, pues, como lo señala Alejandro Cataruzza, antes de entonces artículos de Ernesto Palacio y Julio Irazusta fueron aceptados
en “Sur” de Victoria Ocampo, Carlos Ibarguren sería Presidente de la Academia Argentina de Letras y recibiría el Premio Nacional por su
biografía de Rosas en 1930, en tanto Irazusta fue distinguido en 1937 con el Premio Municipal de Literatura.
La situación de marginación actual de los revisionistas quedó dramáticamente evidenciada cuando hace pocos meses ninguna autoridad gubernamental ni representante de los cenáculos académicos o universitarios se hicieron presentes en el velatorio de Fermín Chávez, autor (con la colaboración de E. Manson, J.Sulé y J.C.Cantoni) de los cuatro tomos que completaron dignamente los once de la magnífica “Historia Argentina” de José María Rosa.
Será también Halperín Donghi, desde hace décadas instalado en Berkeley, quien se obstinará en declarar “decadentista” al revisionismo, denunciando que se trata de “una empresa a la vez historiográfica y política”. Así en “La historiografía argentina en la hora de la libertad” publicado en “Sur”en noviembre de 1955, artículo que ya en el título desnudaba su intencionalidad, Halperín Donghi señalaba que en “la tentativa de crear una cultura y una historiografía consagradas a la mayor gloria del régimen, el peronismo había hallado apoyos en los revisionistas”.
A pesar de nuestra crítica, es hidalgo reconocer que Halperín intenta rebatir al revisionismo con argumentos fundamentados, a diferencia de la grave inconsistencia de otros que pretenden impugnar al revisionismo por supuestos flancos que no le pertenecen. Porque las postulaciones revisionistas nada tienen que ver con los chismes “amarillistas” sobre la vida privada de los próceres ni tampoco la historia deformada para tener rating en los medios masivos. Tampoco las arengas demagógicas como arrasar con los monumentos a Roca (¡hay tantos monumentos, avenidas, plazas destinadas a exaltar injustificadamente a los benditos por la historia oficial!), o exaltar hasta la leyenda al apocalíptico Solano López o a los anarquistas violentos de principios del siglo XX.
Revisar la historia consagrada obliga a rescatarse de la inducción de lo aprendido y pensar(se) desde una perspectiva propia que supere el desprecio culterano por lo popular, lo criollo, lo hispánico y lo religioso, elementos fundamentales de lo nacional, y que no se fundamente en la idealización y mimetización con lo foráneo, empeño que la globalización al servicio del astuto poder planetario ha llevado hasta el saqueo de la intimidad psicológica . El forjista Jauretche, cuando dichos mecanismos no eran todavía tan alienantes, se refirió a ello: “Fue una labor humilde y difícil, porque tuvimos que destruir hasta en nosotros mismos, y en primer término, el pensamiento en que se nos había formado como al resto del país y desvincularnos de todo medio de publicidad, de información y de acción pues ellos estaban en manos de los instrumentos de dominación, empeñados en ocultar la verdad”. La tarea no es fácil, por momentos desanimante: “Todo escritor nacional ha experimentado alguna vez la sensación de un muro que lo asfixia y la interrogación concomitante acerca de si la lucha empeñada tiene un sentido que la justifique” (Scalabrini Ortiz). Porque el principal obstáculo no está afuera sino principalmente en el interior de nosotros mismos, modelados psicológica y culturalmente de acuerdo a los aparatos ideológicos del estado liberal-autoritario nacido después de Pavón y exacerbado por la evolución mundial hacia un fundamentalismo capitalista. Y la historia oficial es uno de los principales, y más prematuros pues opera desde la preescolaridad, de dichos mecanismos. Es por ello que el interés por el revisionismo se galvaniza en etapas en que el dominante sistema social, económico y político es fisurado por las crisis y pierde algo de su consistencia, como sucedió en los 30 y al principio de este siglo.
Se cuestiona la envergadura académica del revisionismo como si alguna academia de la historia nos hubiera abierto sus puertas.
El único que alguna vez dejaron entrar fue el fallecido Guillermo Furlong, como diría Eduardo Rosa, “tal vez porque su sotana de jesuita no dejaba
ver su cachiporra de nacionalista”. Asimismo la supuesta debilidad investigativa no puede aislarse de la circunstancia a todas luces evidente que
son los sostenedores de la historia oficial o social los que campean en cátedras, becas y subsidios. Cabe aclarar que ningún prejuicio existe contra
las serias y honestas investigaciones historiográficas llevadas a cabo por quienes no se identifican con el revisionismo; lo que cava la diferencia
entre las corrientes en disputa es la interpretación que de ellas se hace.
También está difundida la pretendida descalificación a los cuestionadores de la historia consagrada por “hacer política”, aproximándose peligrosamente al lenguaje macartista del Proceso. Ello es negar, por ingenuidad o malevolencia, la fuerte pregnancia ideologizante de la historia oficial porque, por ejemplo, si honramos al Rivadavia del préstamo Baring, la Famatina Mining y el Banco de Descuentos con la avenida más larga del mundo, ¿ qué castigo pueden temer los economistas que nos endeudaron corruptamente a lo largo de gobiernos militares y constitucionales como lo demostró ese patriota moderno que fue Alejandro Olmos?.
Es cierto que el peronismo y el revisionismo establecieron un vínculo vigoroso sostenido en sus puntos comunes pero es de recordar que, al igual que los integrantes de FORJA, los revisionistas se anticiparon al 17 de octubre y podría irse más allá afirmando que prepararon el terreno. Pero también es cierto que no todos los revisionistas simpatizaron con el peronismo y no faltaron quienes se alinearon en la oposición activa. Tampoco gozó de una especial predilección durante los gobiernos de Perón, quizás por no abrir otros frentes con el conservadorismo liberal de la clase dominante, como quedó demostrado cuando llegó el turno de bautizar a las líneas férreas estatizadas eligiéndose, además de los indiscutibles San Martín y Belgrano, a lo próceres tradicionales: Sarmiento, Mitre, Roca.
El revisionismo, en su versión nacional y popular, cobró vigor cuando el objetivo del regreso de Perón al poder apeló a la memoria de los caudillos como sustento de la acción contra las sucesivas dictaduras militares y gobiernos pseudo constitucionales. “(La estrategia peronista) consistía en entramar su propio pasado con la historia de la nación desde el momento fundacional, pero esta vez proponiendo una genealogía que lo emparentaba con los perseguidos, los derrotados (los caudillos en particular). En esta visión ellos se alzaban una y otra vez para proseguir un combate más que secular, que era el de la nación entera, contra las minorías del privilegio que usurpaban el gobierno aliadas a alguna potencia extranjera”(A. Cataruzza).
El radicalismo, en cambio, salvo excepciones, no se pronunció a favor del federalismo a pesar de que su bandera lleva el color blanco del gran partido rioplatense que se enfrentó al porteñismo oligárquico, y el rojo del rosismo, afiliación que costó la vida en la horca del padre mazorquero de Leandro N. Alem.
Una institución fundamental en el desarrollo revisionista fue el Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas” fundado en 1938 por Manuel Gálvez, Ramón Doll, los hermanos Irazusta, Ernesto Palacio y otros. Entre sus presidentes se contaron Carlos Ibarguren, José María Rosa, John William Cooke. En la difusión fue importante la actividad de editoriales como “Peña y Lillo”, “Sudestada”, “Teoría”, también otras relacionadas con la izquierda nacional como “Octubre” y “Coyoacán”.
El revisionismo privilegia el tema de la dependencia como clave de la interpretación histórica, punto de confluencia, según Jorge Sulé, de sus distintas corrientes. Ello también merecerá la insólita crítica de la estrella de la historia social u oficial: “Quejarse de la dependencia es como quejarse del régimen de lluvias. No es necesario explicar entonces por qué no hablamos más de ella” (Halperín Donghi en “Punto de vista”, 1993). El perseverante tema de la dependencia en tiempos globalizados en que los límites entre países han sido arrasados por las transnacionales y las operaciones financieras digitalizadas requiere de los revisionistas de hoy la superación de sus condiciones de marginalidad para encarar una urgente tarea de actualización. Deberemos tener en cuenta, por ejemplo, modernos obstáculos para acceder a una sólida construcción identitaria, indispensable para el reconocimiento de un pasado propio y diferenciado, como los descriptos por Bauman al referirse a la “vida líquida” caracterizada por la precariedad y la incertidumbre que obliga a recomenzar siempre: “Entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas”. Las convicciones y los marcos referenciales son entonces tan evanescentes como los objetos que son comprados para ser prontamente considerados desperdicio y ello atenta contra las afirmaciones nacionales antitéticas de la globalidad indiferenciante. “Los miembros de la sociedad –explica Bauman– buscan desesperadamente su ‘individualidad’, ser un individuo. Esto es, ser diferente a todos los demás. Sin embargo, si en la sociedad “ser un individuo” es un deber, los miembros de dicha sociedad son cualquier cosa menos individuos, distintos o únicos”. Ser un “individuo”, entonces, significa ser idéntico a todos los demás. Por ejemplo, aceptar la historia tal como nos la han impuesto por interés, por ignorancia o por miedo a ser distintos. La amenaza es la marginación, no pertenecer a la sociedad individualizada. En el campo historiográfico, no ser tenido en cuenta para sitiales académicos, cátedras, empleos, becas, subsidios, viajes. Por ello es comprensible que jóvenes historiadores elijan conciente o inconcientemente no apartarse de lo establecido para poder profesionalizar su vocación. Aunque en los últimos tiempos he conocido quienes no se sienten en la obligación de embanderarse con uno u otro bando y buscan una síntesis enriquecedora. Bienvenidos sean. Quizás logren aquello de lo que algunos, embarcados en la aspereza de la confrontación historiográfica, no hemos sido capaces.
Últimamente, a partir de la crisis del 2001 que arrasó con tantas convenciones vacías y que mostró la faz más tenebrosa de la globalización, hizo que “ganara la calle” el interés de muchos de comprender su presente a partir de una historia que nos mire desde lo que nos es propio, desde lo nacional y lo popular, que no deforme ni retacee, y entonces asistimos a un nuevo empuje del revisionismo, que algunos bautizan de neo-revisionismo. Ello es paralelo con el surgimiento de movimientos de corte nacionalista, criollista y populista, antineoliberales, en varios países latinoamericanos como Venezuela, Bolivia, Ecuador, que proclaman un espíritu americanista que alentó Bolívar, pero entre nosotros también San Martín, Artigas, Dorrego, Felipe Varela, Roque Sáenz Peña y Perón entre otros.
Me cabe la satisfacción de haber sido, más allá o mas acá de mis intenciones, el iniciador de la renovada puesta en superficie de la historiografía alternativa con la publicación en 1997 de mi “El grito sagrado”, el primero de la serie “La historia argentina que no nos contaron”, que fue comprado por más de 100.000 lectores. Los exitosos primeros de Lanata y Pigna son posteriores, de 2002 y 2004 respectivamente. A propósito: se suele agruparme con Jorge y con Felipe, que nunca se reivindicaron como revisionistas, no por razones historiográficas en las que disentimos en varios niveles, sino por insólitos motivos relacionados con ¡cifras de ventas!.
Pero el mayor mérito es de quienes callada pero vigorosamente mantuvieron vivas a lo largo de años la letra y el alma del revisionismo, entre ellos los nucleados en el sitio “Pensamiento Nacional” de Eduardo Rosa, Pancho Pestanha, Luis Launay y otros. Asimismo es de destacar la persistencia del Instituto “Rosas” y su revista. Tampoco puede obviarse a Enrique Oliva, Eduardo Luis Duhalde y Hugo Chumbita, recientemente Daniel Balmaceda, también a un revisionista marxista como Norberto Galasso.
Lo que unía y une a los revisionistas es lo que en “Política Nacional y Revisionismo Histórico” expresó Arturo Jauretche: “Véase entonces la importancia política del conocimiento de una historia auténtica; sin ella no es posible el conocimiento del presente y el desconocimiento del presente lleva implícita la imposibilidad de calcular el futuro, porque el hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será, que no por difuso es inaccesible e inaprensible”.
Es que no puede construirse un futuro venturoso sobre la base de un pasado falsificado.
Gracias albi ... si solamente tú estuvieras conmigo dentro del grupo respecto a este tema ... con tu aprobación es suficiente para sentirme pleno .... un abrazo .-
ES QUE ES MUY LINDO SER TU COMPAÑERA RUBEN, EN VERDAD Y PASANDO POR ALTO MI IGNORANCIA SUPINA, MSIEMPRE HACÉS SENTIR BIEN A TODOS Y CON GANAS DE PARTICIPAR. lo que pasa es que algunos se creen que esto es un circo romano y no un foro de amigos, viste cómo es.
Si me esperás dos semanas , te prometo que estudio y te acompaño dale?...en dos semanas soy libre de la burocracia institucional por un mes aunque sea...mientras tanto te leo atentamente.
Yo tengo un libro viejito de arregui, que lei por alla por los setenta, voy a ver si empiezo a releerlo....
EL PAIS › EL DEBATE SOBRE LA CREACION DEL INSTITUTO DE REVISIONISMO HISTORICO
Los lenguajes del pasado
Por Luis Alberto Quevedo *
¡Indignados!
Se ha formado en la Argentina una nueva plaza de indignados: son académicos provenientes de las universidades y del Conicet que se sublevan contra... ¿los estragos del capital financiero global?, ¿los bombardeos de la OTAN en Trípoli?, ¿las patotas que golpean a los docentes...? ¡Nada de eso! Los indigna la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. Y en pocos días, la prensa se pobló de artículos cargados de enojo y voces agitadas que nos alertan sobre los peligros de esta embestida totalitaria del “discurso oficial”.
¿Cuál es la frase del escándalo que está contenida en el famoso Decreto 1880/11? En realidad son básicamente dos: el artículo 1, cuando dice que “la finalidad primordial será el estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la Historia iberoamericana, que obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”. Y también en el punto (c) del artículo 3, donde se dice que el instituto deberá colaborar “con las instituciones de enseñanza oficiales y privadas, para enseñar los objetivos básicos que deben orientar la docencia para un mejor aprovechamiento y comprensión de las acciones y las personalidades de las que se ocupará el instituto como, asimismo, el asesoramiento respecto de la fidelidad histórica en todo lo que se relacione con los asuntos de marras”.
Decidí ir a la plaza de los indignados y averiguar un poco más. Llegué a un lugar sin estruendo de bombos y redoblantes, pero con muchas pancartas, algunos cánticos y una alta tensión de pensamientos en el ambiente. Apenas ingresé, vi a un puñado de indignados que se paseaban con una leyenda que me intrigó: “Ahora dicen que cualquiera puede escribir sobre nuestra Historia”. Con la distancia que puede tener un periodista holandés y sin molestar, les pregunté: ¿a qué se refieren exactamente? Con cara de pocos amigos, un profesor me dijo: nos indigna que nos saquen del medio a quienes somos los únicos académicos independientes que hemos dedicado nuestra vida a la investigación. Mientras lo escuchaba, se acercó un grupo menor con su cartel “Basta de divulgación, sí a la investigación”, a los que me animé a preguntarles: los que divulgan, ¿qué deberían hacer? “Deberían anotarse en la UBA, hacer la carrera de Historia... ¡y después hablar! Y en lo posible, ¡estar menos en los medios!”, me respondieron.
En otro rincón de la plaza, casi sin querer mezclarse con los indignados más ásperos y bochincheros, se ubicaba un pequeño grupo con una pancarta bien escrita y mejor pensada que decía: “No renunciaremos a nuestro punto de vista”. Me acerqué sabiendo que el diálogo no sería fácil y les pregunté si conocían el Decreto 1435/92 que firmó Carlos Menem para la creación del Instituto Belgraniano Central de la República Argentina. Me dijeron que no, pero que seguramente era menos totalitario que el de este gobierno. Decidí leerles el artículo 15, que dice literalmente: “Los actos de cualquier naturaleza a ejecutar por el Estado o con participación del mismo relacionados con el General Don Manuel Belgrano requerirán asesoramiento previo al Instituto Nacional Belgraniano. Asimismo cuando se trate de actos a realizarse por particulares, instituciones privadas, autoridades, dependencias provinciales y municipales que requieran apoyo financiero o de otro tipo por parte del Estado, será indispensable el asesoramiento previo mencionado”. Luego les pregunté: en estos años, ¿ustedes consultaron a este instituto cada vez que hablaron de Belgrano y cambiaron su punto de vista sobre este héroe nacional? “¡Por supuesto que no!”, me dijeron a coro, porque ese instituto seguramente es independiente... ¡y no está en manos del pensamiento único! Bueno, les aclaré, en realidad es igualmente autárquico y depende formalmente de la misma secretaría que el Instituto Manuel Dorrego.
Una mujer de suaves modales, que pareció entender que valía la pena dialogar, me dijo con voz pausada que el problema es que el nuevo instituto tiene en sus manos construir una versión de la historia que incumbe a más de veinte héroes y quieren que lo que ellos producen se enseñe en las escuelas: ¡esto es realmente peligroso! Yo le dije que los entendía, pero que el Instituto Belgraniano también tenía como misión enseñar toda su producción en las escuelas y que el Instituto Nacional Sanmartiniano era mucho peor en este punto. Le recordé que el Decreto 22.131 del año 1944 decía textualmente en su artículo 2 que el Instituto Sanmartiniano “rectificará públicamente por comunicaciones, escritos, conferencias o cualquier otro medio de difusión todo error que se ponga de manifiesto en publicaciones, obras, conferencias, etc., con respecto a la verdad histórica sobre la vida del prócer y hechos en que intervino”. Me miró casi con piedad y me dijo: “Pero lo conduce desde hace muchos años el general brigadier Diego Alejandro Soria, un hombre confiable y sin vocación totalitaria”. Yo sólo le pregunté: ¿es investigador del Conicet el general brigadier? Pero no alcanzó a escucharme, ya que aceptó una nota para una radio que cubría todo el evento cuyo nombre recuerda, justamente, a quien escribió la Historia Argentina y la vida del general San Martín a fines del siglo XIX.
Mientras pensaba en qué poco sabíamos de las misiones de muchos institutos históricos que nos acompañan desde hace mucho tiempo, vi entrar a un grupo un poco más ruidoso. No eran académicos, eran intelectuales y periodistas que tenían en sus manos pancartas hechas con el típico papel prensa que usan los diarios y gritaban: “¡Se va a acabar, se va a acabar, esa manera de pensar!”. Me acerqué porque no tenía el tono conciliador de los académicos y me di cuenta de que los gritos aludían con desprecio tanto al Ejecutivo nacional como a los divulgadores e historiadores revisionistas que acompañaban al proyecto del Instituto Manuel Dorrego. Les pregunté una sola cosa: ¿qué es lo que más los indigna? “¡Todo! Pero lo que no soportamos es que no pongan a gente idónea y consagrada al frente de los institutos históricos.” Les dije que no me parecía que el Instituto Manuel Dorrego fuera una excepción y les pregunté si conocían al Instituto Nacional Browniano, que fue creado también por Carlos Menem en 1996 y que no despertó tantas polémicas. Me dijeron que sí, que sabían que existía un instituto que preservaba la figura del glorioso Almirante Brown, pero que estaba manejado por historiadores serios y no por divulgadores de poca monta. Les recordé que el artículo 10º del Decreto 1486/96 firmado por Menem y Corach decía que entre los distintos miembros del instituto están los miembros honorarios que serán (entre otros) “el presidente de la Nación argentina; el jefe de Estado Mayor General de la Armada; el embajador de la República de Irlanda acreditado en el país; el presidente del Centro Naval; el presidente del Círculo Militar; el presidente del Círculo de Aeronáutica y el intendente municipal del Partido de Almirante Brown de la Provincia de Buenos Aires” (sic). ¿Serán historiadores y académicos probos tanto el embajador de Irlanda como el intendente del Partido de Almirante Brown para merecer esta distinción? ¿Constituirá una discriminación –que debemos denunciar ante el Inadi– haber excluido al presidente del Club Atlético Almirante Brown?
A los gritos, fui acusado de oficialista, totalitario y pagado por el Gobierno para hacer esta provocación, y por eso me dejaron solo otra vez en medio de la plaza. Confieso que fue el único momento en que sentí algo de temor y por eso terminé refugiándome en un grupo de Indignados 2.0 que sostenían una pancarta que rezaba: “¡Control a Wikipedia ya!”. Me gustó el aspecto de estos jóvenes y les pregunté: pero, ¿ustedes quieren controlar la web? Y me dijeron: no toda la web, ¡sólo la que habla de historia, y que usan nuestros docentes y alumnos! ¡Vamos a exigir que todo lo que allí se escriba sea también controlado por el Conicet y los académicos de las universidades! ¡La web es un caos intolerable y en Wikipedia escribe cualquiera! Pero ésa es la lógica de Internet, dije en voz baja, y es también un rasgo de nuestra cultura: la pluralidad de voces, opiniones, saberes, conocimientos... No terminé de decir la palabra “pluralidad” cuando estos jóvenes ilustrados me habían dejado otra vez solo, aunque antes de irse me sacaron fotos con sus celulares y me juraron un escrache en las pantallas del periodismo independiente. Me quedé sin crédito en el celu, sin amigos en Facebook y sin seguidores para twittear... ¡game over!
Mientras Hugo Chávez leía en Caracas Memorias de la Nación Latinoamericana, un clásico del revisionismo histórico de izquierda, en la Argentina se creó un instituto que agrupa a los historiadores enrolados en esa corriente. Insólitamente, la creación del Instituto Dorrego levantó tanta espuma e hirió tantas susceptibilidades que dio la impresión nuevamente de que se estaba discutiendo algo más y que ese revisionismo que muchos de sus críticos habían dado por muerto sigue siendo mala palabra en las universidades y en la academia que administran el conocimiento.
La idea de la Patria Grande Latinoamericana y la negación o el énfasis sobre el impacto que tuvieron los imperialismos en el desarrollo de la historia de América latina han sido grandes divisores de aguas que generaron partidos políticos o los dividieron o les dieron forma. Sin maniqueísmos, esas líneas se cruzaron y encimaron, hubo un desarrollo inarmónico pero, aunque algunos lo niegan, esos lineamientos fueron algunas de las coordinadas de esa movilidad en la historia. Hubo quienes prefirieron ver en Estados Unidos un modelo de organización democrática y otros que lo vieron como una amenaza expansionista.
Lo real es que, más allá del modelo que necesariamente planteaba la primera revolución independentista y republicana del continente, desde el comienzo de la doctrina Monroe en el siglo XIX, Estados Unidos desarrolló una política de patio trasero con América latina. Se apropió de la mitad de México, invadió varias veces Nicaragua, Cuba, El Salvador, Honduras y Panamá y, ya en el siglo XX, Guatemala, Santo Domingo, Granada, Panamá, absorbió a Puerto Rico, creó la siniestra Escuela de las Américas, promovió golpes militares en toda la región y expulsó a Cuba del concierto institucional de la región.
La idea de la Patria Grande Latinoamericana estaba en la cabeza de San Martín y Bolívar y de los próceres independentistas como algo natural y fue también la bandera de los últimos caudillos montoneros como Felipe Varela y Ricardo López Jordán. Sin embargo, América latina desarrolló su historia en forma compartimentada. Surgieron los países y durante dos siglos, esas naciones se mantuvieron distanciadas. En esos dos siglos prácticamente no se crearon flujos comerciales intrarregionales. Cada país encaró sus relacionamientos hacia el exterior sin mirar a los costados. La configuración de esas relaciones fue la de un embudo, ya que la mayoría de ese flujo fue entre cada país y los Estados Unidos.
Esa configuración, donde todo confluía en Washington, implicaba también que la capacidad de tomar decisiones políticas, económicas y de todo tipo se concentrara de la misma manera y por lo tanto el entramado de las instituciones regionales como la OEA, organismos financieros y tratados militares, terminaban también por reflejar ese mecanismo. Esa estructura de las relaciones económicas, militares y políticas en el continente, tan dependiente de los Estados Unidos, hizo que se hablara de la necesidad de una segunda independencia, lo que implicaba guerras insurreccionales, guerrilleras y grandes revoluciones en el pensamiento del siglo XX.
Ese cuadro cambió y comenzó a descongelarse con la globalización a principios de los ’80. Sin que se produjeran esas grandes revoluciones y con una épica de lucha callejera y contienda electoral como marco, comenzó un incipiente intercambio comercial entre los países vecinos. Washington trató de interponer entonces los Tratados de Libre Comercio (TLC), como el ALCA, para controlar y encuadrar esos flujos comerciales. Al mismo tiempo comienzan a aparecer en forma muy volátil el Mercosur y los primeros roces con los TLC.
Pero las tendencias políticas reactivas no aparecieron con fuerza a nivel institucional hasta la crisis regional de las economías neoliberales a fines del 2000. Aparecen entonces gobiernos que confrontan con el modelo hegemónico de los Estados Unidos en la región, como venía haciéndolo en soledad el cubano desde mediados del siglo XX.
Se llegó así a la reunión del ALCA en diciembre de 2005 en Mar del Plata. Allí hubo tres presidentes que tenían claro lo que estaba en juego: Hugo Chávez, de Venezuela; Lula da Silva, de Brasil, y Néstor Kirchner, de Argentina. Los tres provenían de procesos muy diferentes así como de orígenes políticos e ideológicos distintos. Pero tuvieron la inteligencia de apartar esas diferencias para trabajar sobre lo que podía significar un giro total en la historia de América latina. Se opusieron al ALCA y lograron frustrar ese proyecto hegemónico de Estados Unidos. Y al mismo tiempo priorizaron como nunca antes los procesos de integración regional. También estaban allí Tabaré Vázquez, de Uruguay; y Nicanor Duarte Frutos, de Paraguay, que se sumaron al rechazo al ALCA, pero lo hicieron un poco por la presión de sus socios del Mercosur. Tabaré nunca descartó la posibilidad de un TLC propio con Washington.
Otros gobiernos se fueron sumando al impulso que le dieron los tres conjurados a esa nueva realidad que se iba plasmando primero a nivel de la región, con el Mercosur; después en el plano de subcontinente, con la Unasur, y que acaba de culminar ayer con la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), con la participación de los mandatarios de 33 países, menos Estados Unidos y Canadá. El proceso que iniciaron Lula, Chávez y Kirchner produjo un vuelco total de la carga histórica de la región. De aquel paraguas hegemónico y la dispersión se pasó a una organización en la que coinciden todos los gobiernos latinoamericanos y caribeños, por primera vez en la historia, para organizarse –incorporando a Cuba, que había quedado fuera del sistema regional– y sin la tutela omnipresente de Washington.
Lo que hasta los años ’80 parecía que iba a ser un camino de guerras y revoluciones fue transitado en cambio con el tranco más lento pero más democrático y menos sangriento de las protestas callejeras y la conformación de grandes consensos populares que consolidaron sus proyectos en las urnas. Fueron acompañados también por un proceso económico donde las burguesías necesitaron ampliar sus negocios hacia los países vecinos para encontrar mercados a escala. Y al mismo tiempo surgieron dirigentes como Lula, Chávez y Kirchner y más tarde Evo Morales, Rafael Correa, José Mujica, Fernando Lugo y otros que supieron entender y orientar esos nuevos fenómenos. Ningún proceso es lineal, sin que se produzcan avances y retrocesos, pero a partir de ahora, Washington tendrá que cambiar todo su esquema de relacionamiento con la región.
Es impresionante el cambio del escenario regional producido en los últimos siete u ocho años. Es un cambio que estaría en línea con gran parte de la discusión histórica planteada por el revisionismo, que siempre fue tratado con desdén y desprecio por la academia y la universidad. La última guerra de independencia fue la cubana y por lo tanto su prócer, José Martí, fue el de ideas más modernas con relación a las demás independencias. Martí sentía una gran admiración por Sarmiento, pero cuando se publicó Civilización y Barbarie, el prócer cubano, con mucho respeto y con mucha inteligencia, publicó a su vez un pequeño libro, un opúsculo, que se llamó Nuestra América, que fue la contracara del texto sarmientino. Más allá de lo literario, en el contenido, la comparación no es buena para ese gran pensador y educador argentino.
Siempre fue estúpida la actitud paternalista y furiosamente despectiva de un sector de la academia y la universidad hacia un revisionismo histórico al que hay que reconocerle que puso el foco crítico sobre muchos aspectos de la historia que hoy están asumidos por todo el mundo. Y en ese sentido el revisionismo dio una clase de historia a muchos de los historiadores más renombrados entre los seudocientíficos de la actualidad. Estos historiadores “científicos” aseguran que el revisionismo y sus polémicas están perimidos, pero la histeria apenas contenida con la que reaccionan está diciendo lo contrario. Lo que se puede entrever de esa furia es que otra vez la historia es usada por ellos como excusa para discutir la política del presente (en realidad siempre es así) y sería bueno, entonces, que se blanqueara esa metadiscusión.
Por Hernán Brienza Periodista, escritor, and politólogo. Soy un convencido de que cualquier grupo cerrado deviene finalmente en un aparato conservador, elitista, reaccionario. Desde los boliches nocturnos hasta los palacios culturales o las culturas de Palacio.
Debo confesar que tengo un grave problema. Sufro de republicanismo irredento. No creo en la política cortesana, no creo en las monarquías hereditarias, ni en las oligarquías de ningún tipo. Soy un convencido de que cualquier grupo cerrado deviene finalmente en un aparato conservador, elitista, reaccionario. Desde los boliches nocturnos hasta los palacios culturales o las culturas de Palacio. Y, sobre todo, siempre tuve problemas con los oscurantistas que, disfrazados de progresistas o no, impedían el acercamiento de las mayorías a las capillas literarias, históricas, académicas. En un doble sentido, claro; por un lado, creando un saber críptico para el “no aceptado en el club” y, por el otro, impidiendo que cualquier otro grupo le dispute la construcción de ese saber. Siempre admiré al personaje mítico de Prometeo, aquel hombre que les roba el fuego a los dioses y se lo entrega al hombre, porque existe en ese acto el gesto democratizador más trascendental de la humanidad: sustraerles a los dioses del Olimpo el conocimiento, la sabiduría, la ciencia, la iluminación, el fuego. Los dioses lo condenaron a un castigo insoportable: un águila le comía el hígado todos los días de su vida, ya que como Prometeo era inmortal, de noche ese órgano se le reconstituía. Su tormento duró hasta que Heracles, finalmente, lo liberó. Pero la lección fue contundente: los únicos con derecho a saber son los dioses. Esta metáfora “intelectual” fue remplazada por los escribas en la antigüedad y por los sacerdotes en la Edad Media, quienes reclamaban para sí la sabiduría del Libro. Ahora, les toca el turno, nada más y nada menos, que a Beatriz Sarlo y a Luis Alberto Romero, férreos cancerberos del conocimiento académico moderno. Titulares de doctorados en el extranjero, de rectorados locales, de privilegios universitarios como cátedras y becas, cierran filas para que no entren en sus pequeños cotos de caza aquellos a los que no les da la talla o simplemente no repiten sus argumentaciones. Romero se erige como el gran calificador, no sólo de capacitación académica, sino que va más allá y se mete a juzgar prácticas totalitarias con la liviandad que lo caracteriza. Sarlo, en cambio, demuestra su ignorancia en materia de revisionismos, acusando a los integrantes del Instituto Dorrego de heredar al uriburismo cultural. Querida Beatriz: Hay varias líneas del revisionismo; desde el nacionalismo oligárquico y católico, como los hermanos Irazusta, por ejemplo, pero también desde el liberalismo, como Adolfo Saldías; desde el republicanismo, como Ricardo Rojas; desde el radicalismo yrigoyenista, como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz; desde el trotskismo, como Jorge Abelardo Ramos (¿y Milcíades Peña?); desde el marxismo, como Hernández Arregui. Reducir todo el revisionismo a uno solo es, por lo menos, una visión simplista, si no de mala intención. Extraño en Sarlo, que es amante de las complejidades halperineanas, que haya cometido semejante error de categorización. Por lo pronto, no sé si un párrafo de Halperín Donghi (“nuestro historiador máximo”, según ella) es más complejo que más de diez libros neorrevisionistas; lo que hay que reconocer, eso sí, es que tiene más oraciones subordinadas. Y allí están parados a las puertas del edificio de la cultura argentina, mirándoles las zapatillas y las pilchas a todos aquellos que quieran entrar a decir algo diferente de ese pseudo progresismo políticamente correcto. Son como musculosos patovicas culturales que fiscalizan que no se les llene de negros el zaguán de la Historia y la Literatura. Porque, a ver, dejemos de lado la humorada y el chicaneo: ¿Cuál es el verdadero problema de que un grupo de escritores, historiadores, politólogos, periodistas, le hayan acercado a la presidenta de la Nación la idea de formar un instituto de revisionismo histórico con cargos ad honorem –es más, todos ya colaboramos con 500 mangos de nuestros bolsillos para ponerlo en funcionamiento– y hagamos publicaciones periódicas? A ver: hay academias de Historia, universidades de Historia, institutos de Historia que ya poseen los resortes hegemónicos para contar su propia historia, sus publicaciones, sus editoriales, sus diarios y revistas, sus canales de televisión donde florearse. ¿Qué les puede molestar que 33 puntos tengan el apoyo de la presidenta para investigar a los caudillos federales, a los sectores populares, a lo que puede llamarse lo más ampliamente posible el “interés nacional”? Me he formado en la Universidad de Buenos Aires, sé de qué se trata cuando se habla de hegemonía cultural, de autoritarismo intelectual, de abuso de paradigmas académicos. Y, por suerte, como el pensamiento nacional y popular siempre ha sido minoritario en la universidad, he desarrollado un importante respeto por las minorías intelectuales. Defiendo la libertad de pensamiento, justamente, porque pocas veces he gozado de ella. Y también sé que hay miles de historiadores jóvenes y no tan jóvenes, que pueden compartir o no la línea ideológica del Instituto, que han dignificado con sus trabajos y sus investigaciones a las universidades y al estudio de la Historia. En mi opinión personal, considero que tanto la historia oficial o mitrista, como la historia académica, como el revisionismo del siglo pasado, como la historia social, como la historia de la cultura, de las minorías, de los sectores populares, han sido aportes a considerar en el estudio del pasado. Es más, quiero aclarar que ni siquiera comparto la visión de algunos de mis compañeros de instituto, porque quiero aclararles que dentro del Dorrego hay “muchachos de izquierda, de derecha, ortodoxos, heterodoxos, que les gusta ponerse calificativos, pero todos trabajan”, como diría Juan Domingo Perón. Considero que la divulgación y la academia no son contrapuestas sino complementarias, que a veces, la divulgación tiene aciertos, y que a veces los tiene la universidad -que no es infalible a pesar de su método-. Pero no entiendo por qué se molestan tanto por la aparición del Instituto Dorrego. ¿Tan autoritarios son, estimados Romero, Sarlo y compañía que no quieren ni siquiera que 33 personas intenten contar otra versión de la historia diferente a la suya? El Estado no elige una sola visión, garantiza que hay una visión que no estaba presente hasta ahora. Ni el Instituto Sanmartiniano, ni el Belgraniano, ni las universidades tienen una marca revisionista; por lo tanto, la presidenta no hizo otra cosa que ampliar la oferta de investigación histórica, democratizarla. Pregunto de nuevo ¿a qué le tienen tanto miedo, muchachos? Si ya tienen sus kiosquitos asegurados. <
La escritora y periodista Beatriz Sarlo, en referencia al Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego ha planteado –en el diario La Nación– que la creación de la novel institución: “puede ser arcaica o –advirtió– peligrosa”. Seguramente muchos lectores de ese diario se hayan sorprendido ante tan explosiva declaración. La simple creación de un instituto de investigaciones históricas que aparentaba hasta ahora ser un inocente e inofensivo grupo de estudio, ¡se convirtió en un peligro! ¿Para quién puede ser peligroso el nacimiento de un instituto que se dedique a investigar la historia argentina y latinoamericana? ¿Qué pone en riesgo? En dos artículos combinados publicados el sábado 28 de noviembre, el diario La Nación ataca con argumentos reaccionarios, en una nota sin firma y con argumentos progresistas con el sello de Beatriz Sarlo, la creación del Instituto Manuel Dorrego. Las figuras de José Luis Romero y Tulio Halperín Donghi –como marmolados en vida– son expuestas como paradigmas de la historia “oficial”, de la historia “académica”, de la historia “verdadera”. Es notable como La Nación mantiene su sociedad con los socialistas amarillos de Juan B. Justo. Fueron socios de los golpes militares de 1930, de 1955 y de 1976. ¿No será que tiene miedo que se revisen algunos papeles? El diario de Bartolomé Mitre, fundado en 1870 bajo el lema “La Nación, tribuna de Doctrina” está preocupado por el peligro de que tome cuerpo institucional una nueva doctrina en la historia política de nuestro país. En la nota de referencia publicada en la tapa del diario se ataca, como nunca lo había hecho antes, al presidente del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico, Dr. Mario “Pacho” D’Onnell. Con una furia incontenible intentan desacreditar al más tolerante, al más amplio, generoso y democrático de los historiadores argentinos. El sectarismo de La Nación parece ser tan obtuso que no perdonan ni a Pacho que hasta se esfuerza por ser cortés con el adversario. Pero la chicana periodística puede más. No es cierto lo que señala Beatriz Sarlo que: “Los revisionistas del ’30 podrían festejar” la creación de este instituto. Los revisionistas a que se refiere la prestigiosa escritora son Julio Irazusta y Carlos Ibarguren, ambos de tendencia nacionalista católica de derecha o fascistas si se quiere que participaran con el diario La Nación y el Partido Socialista de todos los golpes militares que se mencionaron. Y para más información es el ministro de Educación, nacionalista católico de derecha (de los que alude Sarlo) Atilio Dell’Oro Maini, de la Revolución Libertadora, quien designa al socialista democrático, José Luis Romero, interventor de la UBA Universidad de Buenos Aires. Y es Tulio Halperín Donghi quien relata su antiperonismo, su afiliación al Partido Socialista –el de los fusilamientos de 1955– y su justificación al golpe de Videla de 1976; que como decía Balbín “no había otra salida”. La historia y la política se mezclan mucho para dolor de cabeza de algunos “académicos” que pretenden encontrar la fórmula de la “pureza de las sustancias” que aún las ciencia duras no han podido descifrar. Son dos las corrientes historiográficas que confluyen en el nuevo Instituto Nacional de Revisionismo Histórico, la del Nacionalismo Popular, donde transitaron las páginas de José María Rosa, Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz y la de la Izquierda Nacional que forjaron Manuel Ugarte, Juan José Hernández Arregui y Jorge Abelardo Ramos. La gran amistad entre Jauretche y Ramos –que los llevó a intercambiarse textos con la firma de uno u otro indistintamente– posibilitó que se constituya una poderosa estructura bibliográfica, donde virtualmente se demolió al “mitrismo” dominante. Pero la ideología porteña aliada al capital extranjero fue mutando, ahora se hace llamar “historia social”, pero es el mismo perro con distinto collar. Este instituto no está cerrado para nadie, y mucho menos para el debate que por lo visto ya lo está generado y mucho. Pacho O’Donnell le ha dado una impronta juvenil y ha incorporado a estudiosos de la historia contemporánea como a Eduardo Anguita, Leticia Manauta, Hernán Brienza, Pablo Vázquez, Enrique Manson, Francisco Pestanha, Pablo Hernández, Ana Jaramillo, Salvador Cabral, Araceli Bellotta y Felipe Pigna, Julio Fernández Baraibar y Hugo Chumbita entre otros destacados historiadores. <
Nace el Instituto de Revisión Histórica en el Día de la Soberanía
Hoy se cumplen 166 años de la heroica defensa en la Vuelta de Obligado para detener la penetración territorial de una poderosa flota británica. La Presidenta decretó la conformación del Instituto de Revisión Histórica Manuel Dorrego, cuyo propósito será confrontar la historia real con la oficial.
El 20 de noviembre de 1845, 2.160 argentinos enfrentaban a 11 buques de la armada anglo-francesa, la más poderosa del mundo, en el recodo del estuario del Plata, donde el río tiene 700 metros de ancho. Fue cerca de San Pedro, en la llamada Vuelta de Obligado, que así se convirtió en un símbolo de la soberanía nacional.
Detrás de la flota británica venían 90 navíos mercantes con mercaderías. Frente a esta agresión, el entonces ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación, Juan Manuel de Rosas, decidió defender la soberanía e impedir el paso de buques extranjeros, para lo cual nombró al general Lucio Norberto Mansilla a cargo de la resistencia.
Al conmemorarse el viernes un nuevo aniversario de la heroica batalla presentada por la defensa argentina, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner rindió homenaje a ambos y anunció que había firmado el decreto para la conformación del Instituto de Revisión Histórica Manuel Dorrego, al que definió como "un espacio institucional desde el cual poder analizar y debatir acerca de la historia real y no de la historia oficial de los argentinos".
A pedido del historiador José María Rosa, y por medio de la Ley Nº 20.770, se ha instaurado el 20 de noviembre como Día de la Soberanía Nacional, en conmemoración de la batalla de Vuelta de Obligado.
En 1845, el contexto político interno marcado por profundas divisiones fomentó un nuevo intento de colonización de Francia e Inglaterra sobre nuestro país. Juan Manuel de Rosas estaba a cargo de la gobernación de Buenos Aires y de las Relaciones Exteriores de la Confederación, y, con San Martín apoyándolo desde el exilio y el país buscando mantener la libertad y la independencia, la resistencia fue la salida buscada por todos.
En la mañana del 20 de noviembre, los barcos extranjeros intentaron avanzar, pero la heroica resistencia criolla buscó detenerlos. Luego de una larga jornada de lucha, que terminó a las 8 de la noche, los criollos sobrevivientes se replegaron. Si bien ha sido una derrota, su carácter heroico despierta el apoyo de toda la comunidad internacional,
Frente a este hecho, el General San Martín le escribió a su amigo y confidente Tomás Guido: “Ya sabía la acción de Obligado; ¡Qué inequidad! De todos modos los interventores habrán visto por esta muestra que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca. A un tal proceder no nos queda otro partido que el de no mirar el porvenir y cumplir con el deber de hombres libres sea cual fuere la suerte que nos depare el destino, que en intima convicción no sería un momento dudosa en nuestro favor si todos los argentinos se persuadiesen del deshonor que recaerá en nuestra patria si las naciones europeas triunfan en esta contienda que en mi opinión es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España”.
La firmeza con que la Confederación argentina defendió la soberanía disuadió a los invasores de nuevos intentos y los obligó a la negociación.
El notable espíritu de resistencia manifestado en Vuelta de Obligado terminó de ratificar nuestra condición de nación libre e independiente, por cuanto aun quienes no simpatizaban con Rosas cayeron en la cuenta de que dejarse conquistar por fuerzas extranjeras no era una salida, y que el pueblo no iba a dejar que ello ocurriera.
El propósito de establecer el Día de la Soberanía Nacional es contribuir a fortalecer el espíritu nacional de los argentinos, y recordar que la Patria se hizo con coraje y heroísmo.
La jefa de Estado luce "orgullosa" una insignia federal con la figura de Juan Manuel de Rosas y su esposa Encarnación Ezcurra, "esa gran mujer ocultada por la historia oficial, verdadera inspiradora de la revolución de los Restauradores", como afirmó en la conmemoración de la Vuelta de Obligado.
Malvinas
Veteranos de la Guerra de Malvinas que residen en Santa Cruz regresaron este sábado, tras visitar por primera vez las islas, donde recorrieron las posiciones que ocuparon durante el conflicto armado de 1982, y tuvieron al llegar un emotivo recibimiento.
Los ex soldados ingresaron con visible emoción al aeropuerto internacional de Río Gallegos, donde se abrazaron con sus esposas e hijos que los aguardaban mientras la banda "Combatientes del Atlántico Sur", del Regimiento de Infantería 24 del Ejército, ejecutaba la Marcha de las Malvinas.
"Volver a las islas significó muchísimos sentimientos, recorrer los lugares donde combatimos, donde murieron compañeros; visitar el cementerio de Darwin y llevar la bandera que pude enarbolar medio a escondidas sobre los cerros, nuevamente", dijo a Télam Jesús Benítez, un suboficial entrerriano que integró el Regimiento de Infantería 4 de Monte Caseros, Corrientes.
"Tuvimos la suerte de que cada uno pudo llegar al lugar donde combatió con su unidad. Ubicar la posición después de 29 años fue muy emocionante, lloramos un montón", relató, con la bandera argentina aún sobre los hombros.
Según Benítez, el regreso a Malvinas le permitió "dar vuelta una página de la historia", pero aún resta "saldar una deuda muy importante", lo que prevé hacer este verano.
"Tengo que ir al Chaco a saludar a la familia de Juan Ayala, que no pudo hablar todavía con nadie que haya conocido a su hijo, quiero contarles con quién estuvo, cómo murió", dijo conteniendo apenas el llanto.
Benítez ya había estado en Santa Cruz en 1978, durante el conflicto con Chile, y desde hace 27 años reside en la provincia, donde nacieron cinco de sus seis hijos.
Nicolás Urbieta, un misionero que también combatió en el regimiento de Monte Caseros, dijo que "no hay palabras para describir la emoción que se siente al pisar nuevamente Malvinas", y explicó que eligió vivir en Santa Cruz "para estar cerca" de sus camaradas caídos.
Aún conmovido por la experiencia, el piloto de helicópteros Roberto Maggio, también manifestó a esta agencia "la importancia de haber vuelto" por primera vez al archipiélago austral.
El primer contingente de ex combatientes que residen en la provincia viajó a las islas el sábado pasado, con el apoyo del gobierno de Santa Cruz, y lo integraron además Américo Jara, Raúl Vásquez, Osvaldo Radicci, Oscar Recalde y su amigo Javier Hueso.
El viaje fue organizado por el Centro de Veteranos de Guerra "José Honorio Ortega", bautizado así en honor al único soldado santacruceño que murió en Malvinas el 28 de mayo de 1982, defendiendo la posición en Darwin.
El soldado no llegó a conocer a sus hijas mellizas, Carolina y Melisa, que nacieron dos meses después de su muerte.
Los padres del soldado riogalleguense caído en combate, José Bernardino Ortega y Sonia Lourdes Cárcamo, estuvieron hoy en el aeropuerto junto al vicegobernador, Hernán Martínez Crespo, y un centenar de familiares y amigos de ex combatientes.
"Son todos héroes, uno ve la emoción en sus rostros y en sus gestos, lucharon por nuestro territorio", dijo a Télam el vicegobernador, y resaltó que "tras décadas de desmalvinización, a partir de 2003 reciben el tratamiento que merecen".
Martínez Crespo afirmó que "hay que trabajar muy fuerte con los chicos en las escuelas" sobre este tema, para que los veteranos de Malvinas "no sean sólo héroes en el papel, sino en nuestra actitud diaria hacia ellos".
Como el cuerpo de Ortega no fue identificado, su madre eligió en el cementerio de Darwin una de las tumbas con la denominación "sólo conocidos por Dios", con el fin de recordarlo y dejarle una ofrenda cuando va a Malvinas, que ya visitó en varias oportunidades.
"Se fueron muy jóvenes, los que volvieron trajeron una gran experiencia. Cada vez que regresa un contingente de combatientes siento que debo estar aquí", explicó con serenidad a esta agencia la madre del soldado Ortega, en cuyo honor hay un monumento en su ciudad natal.
El centro de veteranos prevé aguardar el inicio del Día de la Soberanía esta noche, con una peña en el Centro Cultural Santa Cruz, donde hay además una exposición de pinturas de la artista y escritora marplatense Irma Grezzi, quien en 1982 escribió una carta para que la reciba un soldado argentino en Malvinas.
"Lo busqué durante 28 años, se llama Felipe Luna y vive en Santa Cruz", dijo Grezzi, feliz por haberlo hallado, para lo que viajó a la provincia y hoy participó en el aeropuerto de la recepción de los ex combatientes.
"No hay palabras para contar lo que se siente allá, es un territorio tan argentino como la Capital Federal", dijo Fernando Alturria, un bonaerense que preside el centro de veteranos, vive en Santa Cruz y regresó por primera vez a las islas el mes pasado para organizar este viaje, en un avión de LAN.
El segundo sábado de cada mes la empresa chilena LAN vuela desde Punta Arenas a Malvinas con escala en Río Gallegos, y al siguiente regresa a esa ciudad del sur trasandino con escala en la capital de Santa Cruz donde hoy, al tocar tierra el avión con los ex combatientes, la banda del Ejército tocó la Marcha de San Lorenzo.