Súplicas de un mendigo 
Fermín Zamora Vázquez 
25 de abril de 2013 
  
El mendigo Ramón Cedeño Matos, de 78 años de edad, nos comenta que para poder alimentarse, husmea la    basura para trasladarla a la antigua zapatería que se encuentra en Corrales entre Cárdenas y Agramonte, municipio Habana Vieja, y vender algo de lo que extraiga para tener unos centavos. La    policía corrupta se burla de él. Ramón explica: 
  
“En varias ocasiones me han tratado de desalojar del lugar, he sido conducido para la    Unidad Policial; de favor he pedido que me internen en un hogar de ancianos para no tener que pulular por las calles ya que no tengo familia, pero     solo se burlan de mí rompiéndome mis bienes que con tanto sacrificio busco para poderme sustentar.” 
 
Este es el lugar que Ramón usa como casa 
 
Sistematizando la miseria 
Miriam Celaya 
24 de marzo de 2013 
  
Escucho a la vecina del apartamento de los altos dando voces a la de la planta baja: “¡llegó el pollo    por pescado… y vence mañana!”. El grito interrumpe mi trabajo y despierta mi memoria: este jueves 21 de marzo se cumplieron 51 años de la instauración de la cartilla de racionamiento, un sencillo    adminículo que todavía cumple relativamente sus funciones como instrumento de control oficial, procurando igualarnos en la pobreza. 
  
“La libreta”, como popularmente se le conoce, desempeña la doble misión de aliviar las crónicas    carencias alimentarias de la familia cubana distribuyendo algunos productos básicos a precios subsidiados, y a la vez, de servir al gobierno como un instrumento más de dominación sobre la    sociedad. No es una exageración, la Historia está repleta de ejemplos que ilustran cómo los pueblos despojados de derechos y de la capacidad de producir y ganar su propio sustento, pierden    también su condición de individuos libres y, como animales de corral, se someten a la voluntad de quien les procuran lo mínimo indispensable para no morir de hambre. 
  
La cartilla, que según las propias declaraciones oficiales provoca gastos astronómicos al Estado en su    celo por garantizar al menos una parte de la alimentación del pueblo, es –más que un bondadoso subsidio– una inversión política. En realidad, casi podría asegurarse que de no ser por la cartilla    que administra el hambre evitando la hambruna, este país hubiese sido ingobernable. 
      
La importancia que el régimen otorgó al sistema de racionamiento se refrenda en multitud de ejemplos    que persisten. Toda una institución administrativa creada para tales efectos, con oficinas municipales –antes OFICODA, actualmente ORC (Oficina de Registro del Consumidor)–, empleados, archivos,    almacenes y centros de distribución y venta, encargada de velar porque se cumpla la asignación de consumo exacta para cada cubano, incluyendo la concesión de exiguos productos “extra” para    enfermos crónicos validados por certificados médicos, e incluso el control de campañas como la llamada “revolución energética” –con la entrega a nivel nacional y el control del pago de los    equipos eléctricos chinos durante uno de los últimos delirios del deteriorado Comandante en Jefe.   
      
Así, la mal llamada “libreta de abastecimientos”, en cuyos inicios y por varias décadas cubrió una    lista considerable de productos racionados, tanto alimenticios como otros de uso doméstico, comenzó a contraerse sin llegar a desaparecer a medida que los efectos del fracaso del sistema se    sucedían uno tras otro. Fue, probablemente, el auxiliar más efectivo del gobierno para contener el descontento popular bajo los embates de la crisis de los ´90, cuando se comenzaron a racionar    incluso las almohadillas sanitarias femeninas; y en los últimos años, con el advenimiento del “raulismo”, ha sufrido drásticos recortes al mantener subsidiados solo algunos productos básicos,    pese a que los cubanos no han recuperado la autonomía productiva y el salario medio no llega a un dólar diario. 
  
La cartilla se ha convertido en un documento que forma parte inseparable de cada familia, a tal punto    que a cualquier cubano humilde, principalmente del amplio sector de la tercera edad, le preocupa más la pérdida de la cartilla que la de su documento de identidad. Porque no solo se siente    parcialmente protegido en sus necesidades de consumo, sino que ésta ha propiciado todo un mecanismo de trueques ideados por la creatividad popular para suplir otras carencias. De esta manera, los    productos asignados que algún miembro de la familia no consume son utilizados para intercambiarlos o venderlos y así adquirir otros necesarios. Por demás, también se ha desarrollado un mercado    subterráneo, tanto con la certificación ilegal de “dietas” con tarifas fijas como con los productos propiamente dichos, que escapa por completo al control de las autoridades, incapaces de cubrir    las necesidades básicas de la población y de eliminar la corrupción que es fuente de subsistencia para la mayoría de los cubanos. 
  
La cartilla además ha dado origen a nuevos vocablos y frases que algún día formarán parte del lexicón    socialista que alguien habrá de escribir. Solo los nacidos y crecidos bajo un sistema que tiene el discutible mérito de haber sistematizado la miseria, sembrándola como si de una virtud se    tratase en la conciencia de una parte significativa de sus víctimas, conocemos el significado de frases que, en buena lid, resultan ofensivas y humillantes para la dignidad de las personas.    Quiénes, si no nosotros, sabrían interpretar el lenguaje cifrado de la pobreza estandarizada: plan jaba, pollo por pescado, pollo de población, picadillo de niño, pescado de dieta, lactoso y para    viejitos, café mezclado, arroz adicional…; o las ya desaparecidas picadillo extendido, carne rusa, fricandel, masa cárnica, perro sin tripa y otras lindezas por el estilo. 
  
Pero en estos tiempos difíciles el sostenimiento de la cartilla por parte del gobierno se hace    prácticamente imposible. He aquí que esa herramienta de control debe desaparecer, tal como ha anunciado directa o veladamente el General-Presidente en más de una ocasión, porque –otrora    instrumento utilísimo para el gobierno– se ha tornado un lastre insostenible en medio de la crisis final del sistema. Por otra parte, el régimen no puede darse el lujo de despojar de subsidios a    una mayoría pobre que escasamente sobrevive con la ayuda de la cartilla. Al menos no puede hacerlo sin pagar un alto costo político por ello, además de la amenaza de enfrentar un probable aumento    del descontento y el desorden social. La cartilla, pues, se ha trocado en un bumeran para el sistema. 
  
No obstante, la asignación de alimentos se ha seguido contrayendo, como parte del plan gubernamental de    eliminar gradualmente los subsidios. En la actualidad, la cartilla es una magra libretita con 10 pequeñas hojas    para marcar lo que “le toca” mensualmente a cada persona: 7 libras (lb) de arroz, 3 lb de azúcar blanca, 2 lb de    azúcar morena, ¼ lb de aceite, 10 onzas de granos, 11 onzas de pollo que sustituye la antigua cuota de pescado, 1 lb de pollo “de población” o picadillo, 10 huevos, 400 gramos de espaguetis, un    minúsculo pan de 80 gramos y, de vez en vez, media libra de mortadella con soya. Los niños de 0 a 3 años reciben una limitada cantidad de compotas y leche en polvo hasta los 7 años, de los 7 a    los 14 reciben una cuota de yogurt de soya. Tal es la canasta básica oficial.