A no poder, a poder. A enamorarnos, a no conocer el amor. A volvernos locos por amor, a enloquecer de desamor. A no poder tener hijos, a no ser buenos padres. A no conseguir trabajo, a perder el que tenemos. A encontrar nuestra vocación y no ser buenos en ella; a no llegar a descubrirla nunca. Al triunfo, y al fracaso. A la soledad, y a la mala compañía. Al recuerdo, y al olvido. A lastimar, y a ser lastimados. A querer, y a no querer. A lo que se dice, y a lo que se calla. A lo que se encuentra, y a lo que se pierde. Al siempre, y al nunca. Al mañana, y al ayer. A fallar, y a que nos fallen. A lo que llega, y a lo que se va. A lo que sabemos, y a lo que ignoramos. A las victorias, y a las derrotas. A pegar el salto, y a no ser capaces de darlo. Al ya, y al ya no. Al para siempre, y al jamás. A lo que se prohíbe, a lo que se permite. A las subidas, a las bajadas. A estar muy arriba, a caer muy abajo. A ver, y a no querer hacerlo. A los límites, y a su falta. A la muerte, y a la vida.

Cada uno contará con su propio bagaje de miedos, temores y fantasmas, y ellos tendrán que ver con la historia personal, la heredada, las experiencias vividas... Podrá la mochila ser más pesada o más liviana: es potestad individual saber qué peso admite cargar cada espalda. E individual será también el modo en que se decida, o no, analizar, desmenuzar, comprender y hacer frente a esos miedos. Porque tener miedo es de sanos y de cuerdos, y experimentarlo es natural, es humano y, en muchas ocasiones, es también necesario. Y porque, como reflexionó alguna vez un poeta, ser valiente no es no tener miedo; ser valiente es tener miedo, y atreverse.

Salvo mejor parecer.