Tuve un compañero de oficina que se pasaba el día
entero emitiendo frases hechas y lugares comunes; no había quien lo
parara porque los lanzaba tanto en el trabajo como en cenas y funerales.
Como fuimos vecinos de escritorio por años, poco faltó para que se me
produjera una o más úlceras.
Lo peor es que los l.c. se pegan como
chicle, es así como todavía recuerdo a una anciana del grupo de poker
que emitía eso de “libre de polvo y paja” y en el juego de canasta
gritaba: “¡Me voy y que fue!” ; don Enrique miraba el cielo invernal y
ronroneaba como gato porfiado: “negros nubarrones se aproximan”.
Me parece que los funerales son lo peor:
“la delantera no más nos lleva”, “ayudándole a sentir”, “mi más sentido
pésame”, “yo le decía…”. Como que se paran los pelos.
En cierto grupo en el que participo, apenas
contaminado o mejor dicho, salpimentado por algunos eventuales
refrancillos, apareció un nuevo integrante que los lanza a chorro,
adobados con chistecillos obvios, bromitas ordinarias y otras variantes.
Pongo cara seria porque no me queda ánimo para una sonrisilla
obsequiosa y aguanto como puedo.
Hay quienes se quejan de la pérdida del
idioma que se produce en casi todas partes debido al lenguaje
taquigráfico de los nuevos medios de comunicación, que simplifican el
idioma, quitándole sus larguras envaradas, evitando las fórmulas
kilométricas para expresar lo mismo en cuatro letras. En una frase
cualquiera se cuelan términos usados o escritos por otros que, de tanto
leerlos, se han adherido a nuestra habla cotidiana. Entonces las
palabras nos parecen añejas, sobajeadas, superficiales, mecánicas,
despojadas de su primitivo significado.
Tratamos de evitar los l.c. pero no es
fácil, porque nos obliga a dar rodeos y pensar antes de soltar la
frasecita que quiere salir sola.
Es la peor plaga, pero, cada uno de nosotros, ¿estará libre de polvo y paja?