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Autoayuda y Superación: El papel de la conciencia
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Respuesta  Mensaje 1 de 4 en el tema 
De: Marti2  (Mensaje original) Enviado: 26/10/2009 08:06
El papel de la conciencia      
Thomas Williams
 
 
A pesar de nuestra familiaridad con ella, sigue siendo una noción confusa que nos cuesta indicar con el dedo. ¿En qué pensamos cuando escuchamos la palabra conciencia?
Quiza la imaginación se adelanta y pone frente a nuestros ojos dos figuritas, prendidas de cada uno de nuestros hombros; una toda vestida de satín blanco, con alas doradas y una aureola resplandeciente; la otra armada con tridente, cuernos, vestida de rojo y con una malévola expresión en el rostro. O, tal vez, viene a la memoria la imagen de Pepe Grillito, el amigo de Pinocho, exhortando a la traviesa marioneta a dejarse guiar por su conciencia. En cierta ocasión pregunté a una clase de niños de educación básica, qué es la conciencia. Uno me contestó: es una campanita que empieza a tocar cuando hacemos algo que no debemos. Estos ejemplos nos dicen algo, pero no nos dan una imagen completa.
 
 
El bien y el mal
El experimentar la obligación moral es parte de la esencia de nuestra identidad como personas humanas libres y responsables. En su libro El problema del dolor, C.S. Lewis lo expresa estupendamente: Todos los seres humanos que la historia conozca han admitido algún tipo de moralidad; es decir, han experimentado ante determinadas acciones esa sensación que puede expresarse con las palabras debo y no debo. Estas experiencias... no se pueden deducir lógicamente del entorno ni de la experiencia física del hombre que las vive. Se podrán barajar todo lo que se quiera frases como yo quiero, me veo forzado, convendría estar bien asesorado, y no me atrevo, pero jamás se extraerán de ellas ni una pizca de un debo y un no debo. Los intentos por reducir la experiencia moral a cualquier otra cosa nunca dejan de presuponer precisamente lo que intentan probar.
Es importante reconocer la existencia del bien y del mal objetivos para apreciar el valor de la conciencia. La conciencia dirige nuestras acciones hacia el bien, hacia algo que existe realmente y nos atrae. Nuestra alma posee una tendencia espontánea que le urge, con la fuerza de un mandato, a hacer el bien y evitar el mal. Esta inclinación interior tan irresistible no nos la enseñó nadie, ni la asimilamos de nuestra cultura, ni es una decisión que tomamos por cuenta nuestra. Es una característica común de todos los seres humanos.
 
 
El bien no se identifica simplemente con lo que me atrae o que me resulta agradable o útil. Algo es bueno cuando es lo que debería ser, y algo es ‘bueno para mí’ cuando me ayuda a ser lo que debo ser. La bondad es la perfección de la naturaleza y la plenitud de la existencia. Una ‘buena comida’ es una comida que cumple lo que debe cumplir: deleitar el paladar y alimentar. Una comida a base de pastelillos y batido de fresa no es una buena comida, aunque pueda agradar a algunos paladares, porque le falta una cualidad esencial: la de alimentar. Un partido de fútbol es bueno cuando reúne todos los elementos que debe reunir: competitividad, destreza atlética, jugadas limpias y emoción.
Y ¿qué podemos decir de una persona buena? Sin importar la abundancia (o escasez) de otras cualidades o talentos, la bondad moral es siempre el peso que se pone en la balanza cuando se trata de calificar a una persona como buena o mala. Por ejemplo,
 
 
¿cuál podría ser la calificación de Adolfo Hitler en valores humanos? Tal vez sería algo así:
Valentía 9.5
Astucia 9.8
Inteligencia 9.9
Fuerza de voluntad 10
Valor moral 0
Valor como persona 0
 
 
A pesar de sus elevadas notas en algunos sectores, su calificación como persona refleja su vida moral. El valor moral se sobrepone a los demás valores. La conciencia es la voz de la verdad, y hace cuanto de ella depende para preservarnos de vivir en la mentira. Cuando actuamos bien ratificamos la verdad de nuestro ser. Por otro lado, cuando obramos mal, negamos esta verdad. El remordimiento de conciencia funciona a modo de alarma que se activa cuando algún acto cometido no ha sido coherente con la verdad de nuestro ser.
 
 
El verdadero tú
La conciencia no es una especie de policía que está sentado esperando la ocasión para acusarnos cuando violamos la ley moral. No es una ley fría, arbitraria y externa, sino una ley razonable, escrita en nuestros corazones. De hecho, es nuestra propia razón, pero en su papel de juzgar el valor de nuestras acciones. Santo Tomás de Aquino la define así: el juicio práctico de nuestra razón que decide sobre la bondad o maldad de nuestros actos humanos.
 
 
Tú eres tu propia conciencia. Tu verdadero yo, tu yo profundo, espiritual y trascendente, él es tu conciencia. Todos experimentamos en nuestro interior tendencias opuestas: nuestro espíritu quiere volar alto, mientras que nuestras pasiones e instintos quieren arrastrarnos hacia abajo. La imagen que tenemos de la conciencia depende de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Si reconocemos en nosotros dos tendencias opuestas, no nos queda más remedio que tomar partido. Tenemos que decidir cuál de las dos será nuestro verdadero yo.
 
 
Si me identifico con mis pasiones y tendencias instintivas, entonces me parecerá que la conciencia y la razón son una camisa de fuerza de la que debo liberarme. Éste es el punto de vista freudiano, perpetuado por el psicoanálisis clásico y en los movimientos que glorifican lo primitivo y lo instintivo. La teoría de la educación de Jean Jacques Rousseau se basa también en esta visión del hombre. Para Rousseau, cuanto más primario e instintivo, tanto mejor. Deshagámonos de la razón y dejemos que brotes los sentimientos más silvestres. Bajo esta perspectiva, la conciencia se convierte en un tabú, en superego, una personificación de normas sociales que hemos de vencer.
 
 
Si, por otro lado, me identifico con mi espíritu, que anhela la verdad y el bien, entonces encauzaré y aprovecharé la fuerza de mis pasiones en lugar de someterme servilmente a su tiranía. Ningún caballo se siente cómodo con un freno en el hocico, como tampoco nuestra carne se sienta a gusto cuando la sujetamos a nuestra voluntad. Todo depende, por tanto, de que decidamos ser caballo o jinete.
 
 
Enfoque moral
En la actualidad se glorifica, a menudo, la conciencia como si fuera una guía de conducta infalible, único e indiscutible punto de referencia para el bien y el mal. Es un asunto personal entre mi conciencia y yo; Usted siga su conciencia y yo seguiré la mía; Si su conciencia está de acuerdo, entonces está bien.
 
 
Este subjetivismo moral sostiene que todo depende del punto de vista de cada uno, y que no hay una moral absoluta. Lo que está bien para una persona no tiene nada que ver con lo que está bien o mal para otra. Apoyándonos en este subjetivismo, podemos sentir la inclinación a justificar moralmente todo lo que nos plazca, siempre y cuando se acomode a nuestra conciencia subjetiva. En esta moral de cafetería, cada uno escoge las doctrinas, dogmas, normas y enseñanzas que le gustan o que coinciden con su estilo de vida.
 
 
Ninguno de nosotros tiene la última palabra sobre el valor moral. El bien y el mal no son fabricación humana. Asesinar voluntaria e injustamente a alguien es siempre moralmente malo; no cabe más que sujetarse a la norma, y no querer sujetar la norma a mi propia opinión. Si somos honestos, hemos de reconocer que en el fondo de nuestra conciencia existe una ley que no ha sido escrita por nosotros, y a la cual nos sentimos obligados a obedecer. Podemos obrar el bien o el mal, pero no podemos decidir por nosotros mismos que algo sea bueno o malo. Podemos decidir que el cianuro sea saludable pero si lo ingerimos compramos un boleto de sólo ida al cementerio. Algunas cosas son como son a pesar de nuestras opiniones o deseos.
 
 
Al mismo tiempo, el bien y el mal no son arbitrarios, sino razonables. No son los antojos de un legislador caprichoso. Lo moralmente bueno es tal en virtud de que es bueno para nosotros. En efecto, cuanto más examinamos la vondad, más atractiva y prometedora la encontramos en todos sentidos.
 
 
La conciencia es la brújula que mantiene al barco en ruta. Si es veraz, todo lo que tiene que hacer el timonel es seguir la dirección que marca. Pero ésta puede fallar y así, el piloto equivocarse. De esta manera el piloto estaría subjetivamente en lo correcto, pero objetivamente equivocado. Para que la conciencia emita juicios certeros, es indispensable que se encuentre sana; de otro modo percibirá la realidad deformada y pronunciará sentencias equivocadas.

Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme


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Respuesta  Mensaje 2 de 4 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 26/10/2009 08:09
Calibrando con precisión      
Thomas Williams
 
 
Nuestra conciencia se podría comparar con el dolor físico. A nadie le gusta sentir dolor y, sin embargo, tiene una función muy importante. El dolor nos anuncia que algo no anda bien en nuestro organismo. Supón que te has fracturado una pierna, pero no sientes ningún dolor. Tal vez seguirías trabajando o jugando, aunque la lesión se hiciese más grave; tal vez el hueso soldaría por sí solo, pero en una posición incorrecta. Del mismo modo, la conciencia nos indica que se ha producido un daño en nuestra vida de forma que podamos repararlo.
 
 
El papel de la conciencia, sin embargo, no se limita a descubrir lo malo, sino que nos alienta, y esto es más importante, a obrar el bien, a buscar la perfección en todo lo que hacemos. Cuando se presenta la oportunidad de ayudar a una persona mayor a llevar la bolsa de compras a su coche, o de lavar los platos en la cocina, nuestra conciencia nos estimula a actuar de forma positiva.
 
 
Calibrando con precisión
Cuando una conciencia es sana, no anda con rodeos: al pan, pan y al vino, vino; reconoce y llama bien al bien y mal al mal, sin confundirlos. Pero, por diversos motivos, nuestra conciencia puede desajustarse, como ocurre con las básculas que no señalan el peso correcto. Tal vez la mayor parte de nosotros no se inquietaría demasiado al subir a una báscula que marca menos de lo que debería. Sin embargo, quien desea conocer la verdad sabe que no puede engañarse utilizando básculas defectuosas.
Para ayudarnos a distinguir entre una conciencia bien calibrada y una que está desajustada, podemos emplear tres adjetivos que describen los grados de sensibilidad de la conciencia: escrupulosa, laxa y bien formada.
 
 
1. Escrupulosa: Una conciencia escrupulosa es una conciencia enferma. Es como una báscula que marca más de lo debido: todo le parece peor de lo que es. Descubre pecados donde no los hay y ve un mal grave donde sólo hay alguna imperfección. La persona escrupulosa es tímida y aprensiva, cree que sentir equivale a consentir y, por lo mismo, confunde la tentación con el pecado. Vivir con una conciencia escrupulosa es como conducir un auto con el freno de mano puesto: en continuo estado de fricción, tensión y estrés.
El mejor tratamiento contra ello es formar nuestra conciencia de acuerdo con las normas objetivas, y aconsejarse por alguien de probada rectitud de juicio.
 
 
2. Laxa: Si la conciencia escrupulosa peca por exceso, la conciencia laxa peca por defecto. Se asemeja a la báscula que marca menos que lo debido. La persona con conciencia laxa decide, sin fundamentos suficientes, que una acción es lícita, o que una falta es grave no es tan seria. Acepta como bueno lo que es una clara desviación moral.
La persona laxa tiene como lema Errar es humano; vive convencida de que es demasiado débil para resistirse al pecado, y tiende a quitarle toda importancia. No se preocupa ni hace esfuerzo alguno por investigar si lo que va a hacer es malo; se excusa en un todo mundo lo hace, por lo que no debe ser tan malo. Este tipo de persona tiende también a infravalorar la responsabilidad de sus acciones. Una conciencia laxa es como un resorte vencido. A fuerza de repetir actos contrarios a lo que exige su conciencia, la persona laxa pierde toda tensión espiritual; su conciencia ya no le reclama. Normalmente empieza por cosas pequeñas, pues cree que carecen de importancia; no advierte que ese camino desemboca en el abismo. Como señaló Chesterton: Un hombre que jamás ha tenido un cargo de conciencia está en serio peligro de no tener una conciencia que cargar.
 
 
3. Bien formada: La conciencia bien formada se localiza entre estos dos extremos. Una conciencia bien formada es delicada: se fija en los detalles, como un pintor de pincel fino que no se contenta con figuras y formas más o menos burdas, sino que insiste en la perfección, incluso en los aspectos más pequeños.
La persona que tiene su conciencia bien formada no se deja llevar por sofismas ni pretende huir de la verdad. Aún más, la conciencia bien formada no se limita a percibir el mal, sino que impulsa a buscar activamente el bien y la perfección en todo.

Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme

Respuesta  Mensaje 3 de 4 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 26/10/2009 08:10
Para vivir moralmente...      
Thomas Williams
 
 
Para ser hombres de bien es preciso tomar una resolución firme de actuar según las reglas objetivas que nos muestra la razón. Sin embargo, nuestra conciencia no es infalible; requiere educación. De ahí nuestra deber de aceptar dos obligaciones en relación a ella: obedecerla y formarla.
 
 
Obedecer a la conciencia
A menudo es difícil obedecer a la conciencia. Tomás Moro, Canciller de Inglaterra en el s. XVI, fue decapitado por su buen amigo, el rey Enrique VIII, por negarse a reconocerlo como cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Fue un problema de conciencia. Pero ordinariamente, las dificultades surgen de nuestro interior: las pasiones, la soberbia y el egoísmo tiran de nosotros en dirección opuesta a la que debemos seguir.
 
 
Un obstáculo particular de nuestra época es la tendencia al racionalismo. Cuando no alcanzamos a comprender el por qué de una norma u obligación, rehusamos obedecerla.. Esto contrasta curiosamente con la experiencia diaria de la vida, en la que aceptamos sin mayor dificultad un sinnúmero de leyes y fenómenos que no comprendemos plenamente. Pocas personas podrían dar una explicación científica seria del magnetismo, de la electricidad o de la gravitación de los cuerpos; los demás nos conformamos con admitir que son una realidad y que funcionan. Tal vez deberíamos ser más consecuentes en el campo moral y admitir que, aunque las proposiciones éticas son de suyo razonables, no siempre seré capaz de descubrir sus porqués con mi entendimiento, especialmente si no soy perito en la materia. Esto no elimina mi responsabilidad, la cual brota de un principio general que comprendo en sí o de la libre aceptación de una autoridad que me comprometo a obedecer.
 
 
Formar una conciencia recta
Nuestra conciencia no es infalible y, de hecho, se equivoca. Algunas veces se debe a una formación deficiente. Es posible, por ejemplo, que un niño crezca con un sentido equivocado de lo que significan algunos valores de notable importancia moral, como el perdón de nuestros enemigos, la honradez, la pureza y la obediencia a la autoridad legítima. También ocurre que personas dotadas de valores sanos se equivocan al afrontar circunstancias nuevas o imprevistas. La conciencia es un juicio humano e imperfecto, que requiere educación y, a veces, corrección.
 
 
Toda persona debería al menos conocer suficientemente las obligaciones morales de su propio estado y profesión: un médico debería conocer la ética médica; una pareja casada, sus deberes mutuos y para con sus hijos; un hombre de negocios, sus obligaciones para con sus empleados, así como los principios de la justicia y la caridad. ¿Cómo imaginar a un cristiano que ignora los Diez Mandamientos y la enseñanza moral básica de Cristo y de su Iglesia? Estas obligaciones morales son los principios objetivos, los puntos de referencia para nuestra conciencia.

Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme

Respuesta  Mensaje 4 de 4 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 26/10/2009 08:12
¿Qué tanto caso le hago a mi conciencia?      
Thomas Williams
 
 
Nuestra postura ante la conciencia refleja muchas veces nuestra postura hacia la vida. Para algunos, la conciencia es un fastidio, una voz que les fastidia con sus prohibiciones y recriminaciones: ¿Por qué no me dejará en paz? Tanta gente lo hace, y mi conciencia no me deja...
 
 
Es curioso que despotriquemos contra nuestra conciencia cuando normalmente no nos quejamos de nuestras demás facultades. Nadie se lamenta de poseer una buena inteligencia, o buenos sentimientos, o un buen sentido del olfato o de la vista. ¿Por qué enojarse ante una conciencia sana? Tal vez porque no nos deja disfrutar el mal a gusto. Ciertamente este modo de pensar no es muy sano que digamos. El hecho de reconocer nuestra culpa después de haber obrado mal no es más que una consecuencia lógica, como es lógico que caigamos enfermos después de un atracón de veinticuatro hamburguesas. Si el mal nos inquieta, deberíamos sentirnos agradecidos; es señal de una conciencia sana. Querer hacer una maldad sin sentir remordimiento desentona con el verdadero sentido de nuestra vida.
 
 
Otros, en cambio, aceptan la conciencia como lo que es: un regalo. Quien de verdad quiere obrar correctamente, encuentra en su conciencia una herramienta sumamente útil, que le permite mantenerse en la senda correcta, aunque sea estrecha. Todo depende, por tanto, de lo que uno quiera hacer con su vida. Si un conductor, por ejemplo, en un arrebato adolescente, prefiere salir de la carretera para dar brincos con el coche por parajes agrestes, verá en la barrera de protección un estorbo que se opone a ese capricho. Los conductores normales suelen agradecer que haya carriles señalados y barreras de protección que les ayudan a mantenerse sobre su carril. Quien decida vivir en conformidad con la verdad de su propia existencia, agradecerá igualmente el auxilio de una conciencia que le permita mantenerse dentro del camino que le llevará al objetivo que persigue.
 
 
Más allá del legalismo: el amor
Nuestras actitudes marcan el tono de nuestros actos y reacciones. ¿Has estado alguna vez con una persona que ama verdaderamente el arte? Se puede pasar una hora contemplando un Renoir o un Monet, mientras que otro pasaría por delante sin ni siquiera darse cuenta. Una puesta de sol o un jardín radiante de color le provoca una necesidad irresistible de correr por una cámara fotográfica o por un pliego de papel y una caja de acuarelas. Su predisposición positiva le mantiene en perpetuo estado de observador de arte y todo le habla de arte.
 
 
Cada uno podría preguntarse: ¿Cuál es mi predisposición hacia lo bueno y lo malo? ¿Me entusiasma el deseo de vivir una vida recta? Pienso que hay dos modos de responder a estas preguntas fundamentales. En primer lugar, tenemos a esas personas cuya meta en el campo moral es la de no infringir las reglas. Se sienten satisfechas con mantener limpia su conciencia. Esta actitud se puede denominar legalismo moral. Para esta clase de gente, la moralidad es un código de leyes, un conjunto de reglas que hay que obedecer, límites que hay que respetar. Puesto que la tendencia normal de la gente es buscar el mínimo exigido, la moralidad se resuelve en los términos permitido y prohibido.
El primer defecto del legalismo moral es que oculta nuestras omisiones, todo el bien que podríamos hacer, pero que no hacemos. A veces nos sentimos satisfechos con no cometer ningún delito, pero olvidamos que nuestro paso por esta tierra conlleva el deber de realizar obras de bien. También nos ocurre que pasamos por la vida haciendo muchas cosas que en sí mismas no son malas, pero que se centran en nuestros propios intereses, sin ofrecer ningún beneficio a los demás.
 
 
Esto nos recuerda a la parábola sobre los talentos que un señor dio a tres siervos para que los administraran. Cuando el señor volvió para ver cómo habían aprovechado los talentos, alabó a los dos primeros siervos, pero al tercero lo condenó porque desperdició el talento que había recibido, escondiéndolo y perdiendo la oportunidad de lograr algún beneficio.
San Agustín comprendió tan bien esto que llegó a resumir la ley moral en su célebre frase: ¡Ama y haz lo que quieras! Cuando una madre está afligida porque su hijo está enfermo, no se conforma con cumplir su deber mínimo de madre; no se pregunta por el límite inferior de su obligación. ¡No! Movida por el amor, rebasa con mucho el mínimo exigido por la ley, y se desvive por aliviar a su niño. Busca el mejor doctor, consulta a otros papás, consigue las mejores medicinas. ¿Por qué? Porque es el amor el que la impulsa y no la mera obligación.
 
 
Para quien aspira a realizar cabalmente las potencialidades de su ser, la conciencia es un faro de luz de inestimable valor; es una guía que le permitirá recorrer el sendero del amor más elevado y de la donación de sí. Ella le alertará ante cualquier claudicación en la búsqueda de su ideal, y lo impulsará hacia metas cada vez más elevadas.
En resumen, la conciencia orienta a quien vive en el amor, no en el legalismo, y le ofrece un camino seguro para emplear correctamente su libertad.

Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme


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