* Reinar después de morir

 
 
Que el amor entre dos seres se mantenga de por vida, es ya de 
por sí notable, pero que siga vivo después de la muerte, es algo muy especial. 
Tan especial como fueron los trágicos amores del infante don Pedro de Portugal 
con una dama castellana, doña Inés de Castro. 
Corría el siglo XIV, cuando 
Inés llegó a Coimbra, formando parte del séquito que acompañaba a doña 
Constanza, hija del infante don Juan Manuel, que iba a contraer matrimonio con 
el heredero del trono portugués.
Las bodas se celebraron con todo el lujo y 
el empaque de los matrimonios reales, y tanto en Castilla como en Portugal, este 
enlace se veía como una firme alianza entre los dos reinos. Todos parecían 
felices y durante muchos días se prolongaron los festejos entre la nobleza y 
también en el pueblo llano. Nada hacía presagiar que la dulce Constanza y el 
apuesto Pedro fueran a tener una vida en común distinta a la de tantas parejas 
reales, pero la gran belleza de Inés, sin proponérselo ella, fue causa de la 
desdicha de los tres. 
Muy pronto los portugueses comenzaron a hablar de la 
hermosura de la dama de la reina. Se decía que nunca mujer alguna podía 
vanagloriarse de un rostro tan bello, que levantaba murmullos de admiración 
entre los afortunados que lo contemplaron. Y tanto creció el rumor que llegó a 
oídos del infante don Pedro, que sintió el deseo de conocer a la mujer de la que 
tales gracias se decían. 
Cuando se vieron, don Pedro quedó prendado de la 
dama de su esposa y a Inés le sucedió lo mismo. En vano trataron ambos de 
olvidarse el uno del otro. La situación era tan difícil como complicada. Él 
estaba casado, y su mujer no se merecía que la hiciera sufrir. Ella no quería 
ser desleal con Constanza, su señora y la infeliz esposa, que se enteró pronto 
de lo que sucedía, sufría un hondo dolor al ver que iba perdiendo a su marido. 
En un principio, estos amores no inquietaron demasiado al rey de Portugal, 
don Alfonso, padre de Pedro. Eran muchos los príncipes y reyes que tenían 
amantes, para poder sobrellevar los matrimonios impuestos por razones de estado, 
pero este caso era diferente. El amor inmenso que se profesaban iba más allá de 
las convenciones sociales, se querían de verdad, se sentían verdaderos esposos y 
no podían concebir la vida del uno sin el otro. Pedro no quería que Inés fuese 
sólo su concubina, la quería para que fuese su mujer y la madre de sus hijos, 
pero era de todo punto imposible. 
Al darse cuenta de cómo estaban las cosas 
entre Pedro e Inés, el rey Alfonso les mandó cartas, a Pedro llamándole adúltero 
e infame y a Inés tachándola de ramera y de bruja. Los dos lloraron ante estas 
recriminaciones, sabían que no actuaban bien, pero la fuerza de su amor les 
hacía sentirse inermes... por más que lo deseaban no podían dejar de quererse y 
comprendieron que sus amores no podrían tener buen fin.
Constanza, abrumada 
por la pena, enfermó. Nada pudo curarla, pues había perdido el interés por la 
vida. Murió al poco tiempo, maldiciendo a los amantes, y Alfonso vio cómo con 
aquella muerte se frustraban muchas de sus esperanzas políticas. Su odio recayó 
sobre Inés y también sobre su hijo pero, como hombre y como padre, consideraba 
que ella había sido la causa de la perdición de Pedro, embaucado, sin duda, por 
la belleza de la dama. 
Pero a pesar del sentimiento de culpa, a pesar de los 
insultos reales y el desprecio de la corte, el amor no disminuyó un ápice entre 
ellos. Y Pedro tomó una decisión muy arriesgada: se casó en secreto con Inés 
para dignificar el inmenso cariño que se tenían. El secreto en cuestión, pronto 
fue un secreto a voces y la ira del rey no tuvo límites. Alfonso, conocido 
también como el Bravo, era un buen rey, y un esforzado guerrero que luchó con el 
monarca castellano Alfonso XI en la batalla del Salado... pero le perdió la 
cólera que nunca es buena consejera. 
Para atajar lo que él consideraba un 
problema, no se le ocurrió otra acción más trágica ni más despreciable que 
ordenar el asesinato de Inés. Dos sicarios, Pero Coelho y Alvaro Gomçalves, 
llegaron a la torre de Coimbra en la que vivía Inés y se presentaron ante ella. 
Un pálpito sacudió en corazón de la mujer, y al instante supo a qué venían. Se 
dice que iban acompañados por el obispo de Oporto al que hicieron que confesara 
a Inés antes de matarla, pero es poco probable que la historia real fuese así. 
Se deshizo en lágrimas la pobre Inés, mientras suplicaba que la dejasen con 
vida, pero ni la congoja ni la hermosura de aquel rostro que ha tantos había 
encandilado, hicieron mella en el corazón endurecido de aquellos asesinos. Cayó 
muerta con más de cuarenta puñaladas. 
La reacción de Pedro no se hizo 
esperar. Levantó pendones de guerra contra su padre al que derrotó en el campo 
de batalla y se proclamó rey. Pero esta venganza contra el instigador de la 
muerte de su esposa Inés, le supo a poco. Corroído por la pena, enajenado por el 
dolor y la ausencia de la mujer que amaba, hizo algo que horrorizó a todos y que 
ha pasado a los anales históricos como algo tan terrible como insólito. 
El 
día de su coronación como rey, Pedro I de Portugal, mandó desenterrar el cadáver 
de Inés y vestirlo con todos los atributos de la realeza.
La muerte había ya 
causado estragos en aquel cuerpo y en aquel rostro que fueron tan hermosos, y la 
contemplación de las carnes putrefactas, causaron espanto entre la nobleza y la 
corte portuguesas. 
Sentados en el escaño real, al lado de Pedro, los restos 
de Inés se cubrieron con unos lujosos vestidos, bordados en oro y perlas y sobre 
la cabeza lucía la impresionante diadema de las reinas portuguesas. El hedor de 
la muerte invadía el salón del trono, pero Pedro no parecía notar nada extraño 
en aquel espectáculo horripilante. Todos los que asistían a la coronación fueron 
obligados a besar la mano del rey... y de la reina Inés... Muchos no podían 
reprimir la náusea ni el terror, pero Pedro se mostró inflexible, mientras 
decía: "¡Arrodillaos y honrad a vuestra reina!". 
Uno a uno pasaron ante el 
trono y rindieron pleitesía al rey y al cadáver de la reina. Aún quedaba un 
último acto en aquella tragedia. Los últimos en entrar en el salón del trono y 
obligados a besar la mano de Inés, fueron sus propios asesinos. Aterrados, 
cumplieron con el macabro ritual. Y aquí la leyenda dice, en algunas versiones, 
que el propio Pedro los mató con su espada, cortándoles las cabezas y 
exhibiéndolas sangrantes ante la corte, mientras mandaba que sus cuerpos se 
arrojasen a los perros para que los despedazasen. Otras versiones dicen que, 
sometidos a todo tipo de tormentos, les arrancaron el corazón por la espalda 
para que el sufrimiento fuese aún mayor. 
Esta historia tan hermosa como 
terrible, ha sido la inspiración de numerosas obras literarias, especialmente en 
la época romántica, por su exaltación del amor a ultranza, un amor que traspasó 
las barreras de la vida y del tiempo, y por su final tan espectacular como 
desgraciado. 
