Espectadora impotente de los enfrentamientos entre el ocupante  israelí y la resistencia armada en el verano de 2014, la presidencia  palestina ha decidido emprender una gran ofensiva diplomática.
Hace  20 años la OLP renunció solemnemente a la lucha armada. Al dar su aval a  los Acuerdos de Oslo cambió una paz falsa por una autonomía ilusoria.  Apresada en el cepo de una negociación desigual hizo todas las  concesiones con la esperanza de una contrapartida que nunca llegó. Ahora  se halla encerrada en un legalismo tanto más pernicioso que su «socio»  israelí, que no tiene cura. Ahora, frente a la evidencia de ese mal  negocio, Mahmud Abbas ha decidido utilizar toda la artillería, sin  traspasar la línea roja cuyo respeto le garantiza la ayuda de Occidente.
Espectadora impotente de los enfrentamientos entre el ocupante  israelí y la resistencia armada en el verano de 2014, la presidencia  palestina ha decidido emprender una gran ofensiva diplomática. Ante la  imposibilidad de enfrentarse al enemigo sobre el terreno espera ganar en  el ámbito judicial haciendo valer los derechos de un pueblo víctima de  la ocupación y la colonización. Frente a un Estado que se burla sin  pudor de toda la legalidad internacional, no hace falta decir que la  iniciativa palestina es totalmente legítima, ¿pero cuáles son sus  posibilidades de éxito?
Sin vacilar, Estados Unidos ya manifestó  su oposición en dos ocasiones. El 20 de diciembre de 2014 Washington  votó en contra del proyecto de resolución presentado ante el Consejo de  Seguridad de la ONU que preveía la firma de un acuerdo de paz de aquí a  un año y la retirada de Israel de los territorios ocupados de aquí a  2017. Poco después, el 18 de enero de 2015, la Casa Blanca negó  cualquier legitimidad a la demanda palestina presentada ante la Corte  penal Internacional por los crímenes cometidos por Israel en Gaza porque  «Palestina no es un Estado soberano». La política estadounidense no se  desvía de su orientación habitual, el resultado de la iniciativa  palestina parece cerrado de antemano.
Contentándose con  reproches sin consecuencias y amonestaciones sin efectos, Washington  nunca ha hecho nada contra la colonización israelí. A despecho de las  ingenuas esperanzas suscitadas en 2008, Barack Obama ha desempeñado a la  perfección el papel de guardián cabal de los intereses israelíes, papel  en el que parece resumirse la actuación del presidente de Estados  Unidos en la región. Por otra parte, al afirmar desde su primera campaña  electoral que «Jerusalén reunificada» permanecería como «capital eterna  de Israel», dio suficientes garantías a los dirigentes del Estado capaz  de influir, a través de un poderoso lobby, en el resultado de las  elecciones estadounidenses.
En cuanto al Estado de Israel, no  solo es objeto de las conmovedoras peticiones del otro lado del  Atlántico, sino que además se olvida de la legalidad internacional  porque considera que su legitimidad procede de otras fuentes: la  devolución bíblica de Palestina al pueblo de Israel y la herencia moral  del Holocausto. Conviene recordar la hazaña ideológica realizada por el  sionismo desde hace 70 años: la pretensión de santificar una conquista  colonial vistiéndola con los oropeles de una religión bíblica inscrita  en el patrimonio de Occidente y de una conciencia universal herida por  los horrores del genocidio.
No es por folclore que Benjamín  Netanyahu vaya regularmente a salmodiar el Antiguo Testamento ante el  Congreso estadounidense. Cuando se dirige a los representantes de una  nación que se atribuye un «destino manifiesto» nunca deja de evocar la  mitología común de una doble elección, la del pueblo hebreo y la del  pueblo estadounidense. Como si las dos naciones pioneras se encontrasen  unidas en una misma fe inquebrantable en Dios y en ellas mismas, las  invita a unirse contra las fuerzas del mal, materializadas el islamismo  radical en el que pretende ver la propia esencia de la reivindicación  palestina.
Pero la connivencia religiosa con un Estados Unidos  protestante empapado de cultura bíblica no es suficiente. La referencia  obligada a la memoria del Holocausto se convierte así, en manos de  Israel y sus aliados, en una terrible arma de intimidación masiva.  Descargándoles la conciencia, el arma persuade a los israelíes de que la  violencia que perpetran contra los demás no es ningún oprobio. Se  vuelve a alinear del lado del Bien absoluto, un Estado judío que habría  nacido en reparación de un Mal absoluto. Unida a las sospechas de  antisemitismo dicha arma paraliza cualquier veleidad crítica.
En consecuencia, al enfrentar el derecho internacional al derecho  divino, Israel se aureola de una santidad que anula cualquier protesta  profana. Al invocar el inconmensurable sufrimiento del pueblo judío  Israel se sale sin discusión del derecho común de las naciones. Así,  relegado al estatus de vano papeleo, el derecho internacional se ve  despedido sin miramientos porque sus medidas son nulas ante un destino  singular, el del pueblo elegido ante el cual las demás naciones se suman  a la abdicación de cualquier pretensión fundamentada en las reglas  habituales.
Por desgracia los enfoques de la presidencia  palestina no se libran de ese doble sortilegio. Entre los palestinos  traicionados por la mayoría de los regímenes árabes y un Estado de  Israel apoyado por Occidente, la partida es desigual. Atrapado por el  veto estadounidense, el Consejo de Seguridad de la ONU está condenado a  la inmovilidad. Por la misma razón la Corte penal Internacional se verá  reducida a la impotencia: Al no haber firmado Israel el Tratado de Roma,  solo podrá denunciar a los dirigentes israelíes si lo decide el Consejo  de Seguridad. ¿Y cómo lo haría si Estados Unidos tiene derecho de veto?
Además desde hace mucho tiempo el Estado de Israel se  aprovecha del paraguas de la superpotencia estadounidense, por lo tanto  la invocación del derecho internacional contra el ocupante será como  David contra Goliat. Sin la perspectiva de una modificación sustancial  de la relación de fuerzas Israel nunca renunciará a su ambición  fundadora, enunciada en 1919 Chaïm Weizmann, presidente de la  Organización Sionista Mundial: «Lo que queremos es que Palestina sea  judía de la misma forma que Inglaterra es inglesa».
El  cumplimiento del proyecto sionista tiene un precio: pero lo pagarán  otros, los autóctonos que el azar puso, para su desgracia, en el camino  del renacimiento judío. Al autorizarse la devolución exclusiva de la  tierra palestina al pueblo judío, el sionismo es una empresa colonial  cuya radicalidad oculta deliberadamente el discurso dominante. Pero su  único objetivo es sustituir a un pueblo por otro. El sionismo no ejecuta  la depuración étnica por un accidente de la historia: es su propia  esencia. El renacimiento del pueblo elegido en su tierra mítica señala a  la vez la sentencia de muerte del pueblo sobrante que tiene la osadía  de vivir allí.
También los dirigentes israelíes lo saben  perfectamente: meterse con el derecho internacional es admitir  públicamente la realidad del expolio perpetrado desde hace un siglo. 50  años después de la descolonización de África y Asia, la Palestina  ocupada permanece como representación de un colonialismo occidental que  divide a la humanidad en sujetos y objetos de la historia. Sin duda,  para acabar con esta aberración histórica, de antemano será necesaria la  lucha por la justicia por parte de una presidencia palestina reducida  desde hace mucho tiempo al papel de comparsa.
Bruno Guigue
Oumma
 Bruno Guigue,  en la actualidad profesor de Filosofía, es titulado en Geopolítica por  la École National d’Administration (ENA), ensayista y autor de los  siguientes libros: Aux origines du conflit israélo-arabe, L’Economie solidaire, Faut-il brûler Lénine?, Proche-Orient: la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por L’Harmattan.