No te arrodilles nunca. No tienes por qué besar la mano de nadie. No le des nunca a nadie la satisfacción de explotar tu dolor. 
Cada vez que se pronuncia la palabra “refugiado”, pienso en mi madre.  Cuando las milicias sionistas iniciaron su ataque sistemático y la  “limpieza” de la población árabe de la Palestina histórica en 1948,  ella, junto con su familia, escapó de la hasta entonces pacífica aldea  de Beit Daras.
En aquel momento, Zarifah tenía seis años. Su  padre murió en un campo de refugiados, en una tienda proporcionada por  los cuáqueros poco después de haber tenido que separarse de su tierra  natal. La pequeña colaboraba en la recogida de chatarra para ayudar a su  familia.
Mi abuela, Mariam, se aventuraba hasta la “zona de la  muerte”, que bordeaba el recién establecido y separado estado de Israel  de los campos de refugiados de Gaza, para recoger higos y naranjas.  Cada día se enfrentaba a la muerte. Todos sus niños eran refugiados que  vivían la “shatat”, la Diáspora.
Mi madre vivió hasta  los 42 años. Su vida fue tremendamente difícil. Se casó con un  refugiado, mi padre, y entre los dos trajeron a este mundo a otros siete  refugiados, mis hermanos, mi hermana y yo mismo. Uno murió cuando era  bebé de una enfermedad infantil fácilmente curable, pero en la clínica  del campo de refugiados no había medicinas.
No importa donde  nos encontremos, en tiempo y lugar, llevamos siempre con nosotros  nuestras tarjetas de refugiados, nuestras indefinibles nacionalidades,  nuestro precioso estatus, la carga de nuestros padres, la pena de  nuestros antepasados.
De hecho, tenemos un nombre para eso. Se llama “waja”  –“aflicción”- una característica que unifica a millones de refugiados  palestinos por todo el planeta. Con nuestra población de refugiados  dominada ya por la segunda, tercera o incluso cuarta generación de  refugiados, parece que nuestra “waja” es nuestro principal rasgo  en común. Nuestras geografías pueden diferir, al igual que nuestras  lenguas, nuestras lealtades políticas, nuestras culturas pero, en última  instancia, todos confluimos en torno a las penosas experiencias que  hemos interiorizado a lo largo de generaciones.
Mi madre solía decir “Ihna yalfalastinin damitna qaribeh” (las  lagrimas están siempre cerca de nosotros, los palestinos). Pero nuestra  disposición a derramar lágrimas no es un signo de debilidad, ni mucho  menos. Se debe a que a través de los años hemos conseguido internalizar  nuestro propio exilio, y sus múltiples ramificaciones, junto a los  exilios de todos los demás. La carga emocional es inmensa.
De  alguna manera logramos enmascarar el insoportable dolor, pero siempre se  queda ahí, muy cerca de la superficie. Si escuchamos una sencilla  melodía de Marcel Jalifeh o de Sheij Imam, o unos pocos versos de Mahmud  Darwish, la herida aparece tan fresca como siempre.
La mayoría  de nosotros ya no vivimos en tiendas de campaña, pero la ocupación  israelí, el asedio a Gaza y la situación de los palestinos internamente  desplazados dentro de Israel, la guerra en Iraq y el desplazamiento de  los palestinos ya desplazados allí, las inhumanas condiciones de vida de  los palestinos refugiados en el Líbano y por todo el Oriente Medio, nos  hacen tener muy presente cada día nuestra condición de refugiados
No obstante, para nosotros, Siria se ha convertido en nuestra mayor “waja” en años. Además del hecho de que la mayor parte del medio millón de  refugiados palestinos en Siria se han visto de nuevo obligados a escapar, a vivir el dolor del desplazamiento y la pérdida por segunda, tercera e incluso cuarta vez, nueve millones de refugiados sirios están ya duplicando la tragedia palestina, siguiendo el curso de los primeros momentos de la Nakba palestina, la catástrofe de 1948.
Contemplar la destitución de los refugiados sirios es como rebobinar el pasado en todos sus terribles detalles. Contemplar el clamor de los estados  árabes prometiendo ayudar a los refugiados con sus grandilocuentes  palabras y pocas acciones te hacen sentir como si estuviéramos viviendo  de nuevo la traición árabe en todos sus aspectos.
Vi cómo  morían mis abuelos, seguidos por mis padres y muchos de mis compañeros.  Todos ellos murieron siendo refugiados, con ese mismo estatus y la misma  esperanza pérdida en el Retorno. Todo lo que recibieron de la  “comunidad internacional” fueron unos cuantos sacos de arroz y aceite  barato para cocinar. Y, eso sí, desde luego, numerosas tiendas de  campaña.
Con el tiempo, nuestro estatus de refugiados se  transformó de ser un “problema” a ser parte integral de nuestras  identidades. Ser “refugiado” en esa etapa significaba insistir en el Derecho al Retorno para los refugiados palestinos como algo consagrado por el derecho  internacional. Ese estatus no es sólo una mera referencia a un  desplazamiento físico sino también una identidad política, incluso una  identidad nacional.
Puede que a veces la división domine la  sociedad palestina, pero siempre volverá a unirnos el hecho de que somos  refugiados con una causa común: volver a casa. Mientras que para los  palestinos de Yarmuk, en las cercanías de Damasco, ser refugiado es una  cuestión de vida o muerte –a menudo de muerte por hambre-, para el  colectivo palestino global, el significado de la palabra implica mucho  más, algo que se ha quedado grabado en nuestra piel para siempre.
Pero, ¿qué puede uno decir como especie de consejo a los relativamente  nuevos refugiados de Siria, considerando que aún tenemos que liberarnos a  nosotros mismos de un estatus que nunca buscamos?
Tan sólo unos cuantos recordatorios y algunas advertencias:
En primer lugar, que vuestro desplazamiento acabe pronto. Que nunca viváis la “waja”  del desplazamiento hasta el punto que tengáis que aceptarlo como parte  de vuestra identidad y trasmitirlo de una generación a otra. Que sea una  especie de pena fugaz o pesadilla pasajera, pero nunca la omnipresente  realidad cotidiana.
En segundo lugar, debéis estar preparados  para lo peor. Mis padres se dejaron las mantas nuevas en su aldea antes  de huir hacia los campos de refugiados porque temían que se estropearan  con el polvo del camino. Desgraciadamente, los campos se convirtieron en  hogar y las mantas fueron confiscadas, como el resto de Palestina. Por  favor, no perdáis la esperanza pero sed realistas.
En tercer lugar, no os creáis nada de lo que dice la “comunidad internacional” cuando se pone a hacer promesas. Nunca las cumplen,  y cuando lo hacen es por motivos ocultos que podrían causaros más mal  que bien. De hecho, el mismo término es ilusorio y se utiliza en gran  medida para referirse a los países de Occidente que os han hecho tanto  daño como a nosotros.
En cuarto lugar, no confiéis en los regímenes árabes. Mienten. No sienten vuestro dolor. No escuchan vuestras súplicas, no les importáis nada.  Han invertido demasiado en destruir vuestros países y muy poco en  redimir sus pecados. Hablan de una ayuda que raramente llega y sus  iniciativas políticas conforman fundamentalmente comunicados de prensa.  Pero aprovecharán cada oportunidad para recordaros sus virtudes. En  realidad, vuestra victimización se convierte en una plataforma para su grandeza. Medran a costa  vuestra, por tanto invertirán cuando puedan en vuestra miseria.
En quinto lugar, preservar vuestra dignidad. Sé que nunca es fácil mantener el orgullo cuando tienes que dormir en una calle desierta cubierto de cartones. Una madre haría cuanto pudiera para ayudar a sus  hijos a sentirse seguros. No importa, no debéis permitir nunca que los  lobos que os esperan en cada frontera exploten vuestra desesperación.  Nunca debéis permitir que el emir, o sus hijos, o algún empresario rico,  o algún famoso compasivo os utilicen como un momento fotográfico. No os  arrodilléis nunca. No beséis mano alguna. No le deis a nadie la  satisfacción de explotar vuestro dolor.
En sexto lugar,  permaneced unidos. Cuando uno es refugiado, la unidad da fortaleza. No  permitáis que las disputas políticas os distraigan de la batalla más  importante que tenéis por delante: sobrevivir hasta el día que volváis a  casa, y lo haréis.
En séptimo lugar, amad a Siria. Vuestra  civilización no tiene parangón. Vuestra historia está plagada de  triunfos que no son sino obra vuestra. Incluso aunque tengáis que marchar hacia tierras lejanas,  guardad a Siria en vuestros corazones. Esto también pasará y Siria  redimirá su esplendor, una vez que las bestias hayan sido derrotadas.  Sólo el espíritu del pueblo sobrevivirá. No es una ilusión. Es historia.
Querido refugiado sirio: Hace ya 66 años, y suma y sigue,  desde que empezó la desposesión de mi pueblo. Todavía tenemos que  volver, pero esa es una batalla que mis hijos y los hijos de mis hijos  tendrán que luchar. Confío en que la vuestra termine pronto. Hasta  entonces, por favor, recordad que una tienda es sólo una tienda y que  las rachas de viento helado no son sino una tormenta pasajera.
Y  hasta que volváis a vuestro hogar, en Siria, no permitáis que el  refugiado se convierta en lo que vosotros sois, porque vosotros sois  muchísimo más que eso.
Ramzy Baroud 
Middle East Eye
 
 Ramzy Baroud –ramzybaroud.net-  es Doctor en Historia de los Pueblos por la Universidad de Exeter. Es  editor-jefe de Middle East Eye, columnista de análisis internacional,  consultor de los medios, autor y fundador de PalestineChronicle.com. Su  último libro es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story”  (Pluto Press, Londres).