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Dioses: Los dioses griegos
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De: ☼TäRA☼  (Mensaje original) Enviado: 01/07/2010 17:17

Los dioses griegos.-(breve exploración mitológica)

Desatados, sensuales, dionisiacos (ver más abajo) eran los dioses y los mitos antes de llegar las futuras iglesias dogmáticas. No existían biblias ni libro alguno de culto y sus historias y leyendas surgían de los poetas. Sólo de ellos. Los únicos profetas de esta religión fueron sus poetas y artistas. Esto representó el sueño perfecto de gente mucho más libre: la búsqueda del misterio de la naturaleza y del ser humano.

Sus personajes mitológicos, ya fueran héroes, humanos “normales”, o dioses eran caóticos, racionales, heroicos, asesinos, incestuosos, apasionados, contradictorios, tiernos, sensibles, violentos, laberínticos... Y aquí estriba el misterio de su existencia tan “humana”. Pues es esta característica, esgrimida por la siguiente religión cristiana para desprestigiar a sus dioses, la medida de su grandeza. No se trataba de modelos morales a imitar, sino de explorar las características humanas y encontrarles un sentido. Siguiendo con este razonamiento si se les considera energías puras, de diversa índole, a las que el ser humano puede conectarse, tiene cabida la exploración y el viaje interior y la vivencia de la vida como una aventura, un proceso evolutivo, del que también se habla en sus ciclos heroicos.

Esto unido a su fuerte unión con lugares naturales hacen que grutas y mares, tormentas y bosques, astros y montañas sigan esperando a los más puros soñadores, a los más anárquicos de los humanos que, sedientos de vida e inconformistas con la pedestre realidad pueden llegar a creer en ellos. ¿En qué sino se puede “creer”?.

El “detective” Freud ya descubrió en sus mitos una fuente inagotable y profunda que explicaba el actuar humano. Pero fue su discípulo rebelde, Jung, quien ahondó más en ellos, convirtiéndoles en arquetipos, símbolos (y por tanto vivos) del proceso de individuación.

La mitología trata de encontrar la claridad de la oscuridad y a la inversa, y así descubrir su sentido. Y su sabiduría, a veces evidente, a veces subterránea, o laberíntica, se desprende de ella como un perfume de rastro y efecto sutiles.

Dioses y humanos están sometidos al Hado, el destino misterioso que les englobaría a ambos, y que para más complicación unas veces es inmutable y otras puede modificarse.

Al principio era el Caos, del que surgieron la Tierra (Gea), madre de todos los dioses, Eros el principio universal del amor, y el sombrío Tártaro. Desde el comienzo vemos que aparece el número 9, múltiple del 3, número femenino (no de mujeres, sino número de lo instintivo, lo emotivo, lo intuitivo y lo sensible) por antonomasia por las tres fases de la Luna. En concreto Hesiodo habla de 9 días y 9 noches como el tiempo que tardaría un yunque que cayera del cielo a la tierra y desde allí hasta el Tártaro.

Sólo con un dato aludieron a la complejidad de miles de libros, películas, ensayos y poemas sobre el amor. Es éste: Eros aunque también existía desde el principio, era hijo de Afrodita (más conocida por su nombre romano Venus) y Ares (Marte para los romanos). El erotismo hijo del amor y de la guerra. Y añadían otra historia: Psiquis (el alma) fue la amante de Eros. Su felicidad era perfecta, pero él había puesto una condición. La de que Psiquis jamás trataría de descubrir su rostro. La identidad de aquel joven amante, que todas las noches se reunía misteriosamente con ella sin decir nunca su nombre, deslizándose entre las sombras poco antes de amanecer. Psiquis curiosa rompió una noche su promesa e iluminó con una lámpara de mano la cara de su enamorado. Eros entonces huyó.

¿Más sobre el amor?. Quizás esta otra historia: Aquiles durante el asedio a Troya, lucha en plena batalla con la reina de las Amazonas. De repente, al clavarse su espada en el cuerpo de Camilla, sus ojos encontraron los de aquella mujer que moría por su mano en ese instante. Y Aquiles sintió con terror que el amor, desgraciadamente, había entrado en él. Pero Camilla, vencida, yacía muerta a sus pies. Y es que Eros es enigmático y resbaladizo, complejo y profundo, inesperado, incomprensible, inconsciente... Y ambiguo. Con sus flechas de punta de oro provoca la pasión arrebatadora, pero con las de punta de plomo causa la incapacidad de amar.

Más abajo hablaré de los dioses olímpicos en concreto, los principales que vivían en el monte Olimpo. Pero ahora mencionaré algunos otros de sus personajes mitológicos, por significativos o conocidos.

Prometeo es un curioso personaje. Primero porque traiciona a los suyos para ponerse de parte de los humanos. Segundo porque les ayuda regalándoles un don inapreciable: el fuego, que por otra parte tiene efectos ambivalentes. Por un lado es destructor y por otro purificador y dador de calor y vida. Y esto último, al hacer posible el cocinar los alimentos, suma esa diferencia con los animales a las ya existentes: el lenguaje articulado, la ausencia de épocas de celo, la construcción de herramientas y la agricultura. Prometeo será por ello castigado por los dioses, pero finalmente será liberado por el héroe de una de sus sagas, Heracles, el Hércules romano. Es el personaje rebelde, símbolo muy extendido y enigmático, como luego lo será Lucifer en la religión cristiana, el ángel caído. El rebelde roza el misterio del destino, ese destino que unas veces es inamovible y otras no. En estas últimas es donde cabe la rebeldía, que lo es aparentemente frente a poderes superiores, pero al hacerla posible demuestra su necesidad de alguna forma, incluso apunta a una necesidad de tipo evolutivo al relacionarla con una mayor sabiduría, pericia o posibilidades. Además implica una exploración de los propios límites al tratar de superarlos.

Como en toda visión “primitiva” participa de la visión chamánica del mundo, poblando toda la naturaleza de espíritus inmersos en ella. Las ninfas lo son de agua dulce, de bosques y montañas. Las nereidas y los tritones del mar. Espíritus que morían pero no envejecían. Espíritus que han persistido en occidente en todo el folklore de hadas y duendes. Los sátiros son seres de naturaleza compleja, en la que participa también la animal y por eso tienen pezuñas de cabra (y los centauros torso humano y cuerpo de caballo). Al demonizarlos la religión cristiana convierte su imagen en parte del aspecto del diablo. Incluso el jefe de los sátiros, el gran Pan, tiene además dos cuernos en la cabeza y dada su naturaleza extrema es hijo de Dionisos. Los cuernos, sin embargo, son un atributo lunar de las fases creciente y menguante, del lado femenino de la naturaleza. Al igual que los duendes y las hadas, Pan se enfurecía si se le molestaba provocando el sentimiento (derivado de su nombre) del pánico. Pan podría definirse como el deva que rige todos los espíritus de la naturaleza. Es un dios de curación y de crecimiento, pudiendo invocársele para problemas de alguna de las dos cosas. Tiene además otra curiosa característica, refleja a todo el que le mira y de ahí el peligro de su mirada cuando uno no quiere conocerse y huye de sí mismo (relacionado por otro lado con el crecimiento).

Dionisos es el dios que funde naturalezas, yendo más allá de los límites de cada una. Es el iluminador por medio de la trasgresión y el exceso, de los estados alterados de conciencia, del éxtasis y el estado arrebatado. Es el dios bisexuado por excelencia, participa de las dos naturalezas. Es el superador del mundo, el que propicia la trascendencia, el ir más allá siempre. Es el que posibilita la fusión de animales-humanos-dioses al disolver sus diferencias y fusionarlas. Y esa unicidad es la característica de toda edad de oro mitológica: borrar las distancias, fusión total. Es el amante y al mismo tiempo hijo de la Luna. Señor de los animales salvajes. Dios de la alegría sin propósito, del delirio, de la sabiduría que funde luz y oscuridad, del frenesí, integrador de contradicciones. Al sentido del orden y del significado Dionisos opone el arrebato del perderse en la irracionalidad, en la pura emoción, en el abandono del sentido del ego. Es también el dios que es sacrificado y comido (que luego retomará también el cristianismo) y luego resucitado. Representa por tanto el más allá de la vida y la muerte. Y es especialmente rico en cuanto simbología evolutiva, no sólo por su capacidad de resurrección, sino porque castigaba enloqueciendo a todo el que se negaba a reconocer y vivir su lado instintivo y/o emocional. Nada que ver, como se ve, con la simplificación pedestre de los romanos que le convirtieron en el dios Baco patrón de las borracheras. Sin comentarios...

La diosa Hécate es el lado letal de la luna que correspondería con la fase de luna menguante-nueva, la invisible, la oscura (Afrodita sería la luna llena y Artemisa la luna creciente). Era representada a menudo con tres cuerpos y tres cabezas y en las encrucijadas (lugares frontera y por tanto mágicos) se solían erigir estatuas suyas. Diosa del lado destructor de la naturaleza, es invocada por la desesperada y vengativa Medea contra Jasón en la leyenda de los argonautas y el vellocino de oro.

Y todo humano debe recorrer su particular odisea para encontrar su lugar. Como en el viaje relatado por Homero, la Odisea, cuyo protagonista Ulises-Odiseo debe vencer y superar multitud de situaciones y conflictos para llegar a “casa”. A uno mismo. Entre otras peripecias imprescindibles debe atravesar el infierno (como también lo hará Orfeo el músico) para volver a la luz.

Y no me resisto a citar a otros dos personajes, esta vez históricos, porque cada uno a su manera nacieron para ser legendarios: Schliemann por un lado y Alejandro el grande por otro. Schliemann era un alemán enamorado de la Grecia clásica. Hasta el punto de abandonar su trabajo y venderlo todo para cumplir su sueño: descubrir Troya, la ciudad que la arqueología y la historia ortodoxa afirmaban que era sólo leyenda. Y lo logró, encontrándola justo donde Homero la situó. Heterodoxos así, con paciencia, valentía y voluntad, y sin miedo al ridículo, son necesarios en todas las épocas y todas las ciencias para lograr avanzar en ellas, aunque desgraciadamente la mayoría no logran ver reconocidas sus hipótesis, pero Schliemann lo logró en vida.

Y Alejandro, ese hombre atípico porque no era un guerrero aunque conquistara territorios, sino un soñador, o un poeta de la acción (por cierto recomiendo la fascinante biografía novelada, basada en su vida contradictoria “El muchacho persa” de Mary Renauld). Alejandro se parecía a un dios. Excesivo y místico, tan fantástico como un sueño y alto como las águilas, a pesar de ser bajito. Lo siguiente es lo que escribí sobre él en otra revista (“Mandrágora y el pirata”) y que sigo firmando:

Soñó y trasladó sus sueños, intactos, a la realidad. Eso hizo cuando, al llegar frente a la tumba de su héroe Aquiles, bajó despacio del caballo y miró la luna entre un silencio sin tiempo y una brisa fuerte que recordaba al mar. Se acercó después lentamente. Parecía temer cualquier interrupción que sus pasos produjeran en el aire, en cualquier bosque o río lejanos y extraños. Todo habitado por seres y espíritus, ninfas y duendes y dioses sin nombre. Al llegar junto a la tumba, un rayo de luna cruzó su frente y los rizos rebeldes que la cubrían. Subió su mano derecha y con decisión abrió el broche de su túnica que cayó al suelo enseguida. Su cuerpo brilló, entre las sombras de la noche resbalando acariciantes sobre su piel de 21 años.

Allí, muy cerca, parpadeaba tranquilo el campamento salpicado de fogatas y, a su lado, una mano le tendió con rapidez la antorcha pedida. Aferrándola con fuerza comenzó a bailar alrededor de la tumba. Primero lento, lento. Cada vez más radiante hasta que toda la furia contenida en sus ojos oscuros, su ardor y su pelo enredado, surgía y manaba sin ningún dique. Al otro lado de la llanura, un caminante observó con temor la escena. Creyó haber sorprendido la intimidad de un espíritu extraño y se apresuró, deseando pasar desapercibido. Y de repente aquel grito: “Afortunado Aquiles, que fuiste querido por un amigo fiel y celebrado por un gran poeta”...

La llama crepitaba contagiada por la danza, el sudor resbalaba como el más íntimo de los ríos. Entonces, una ligera nube procedente del norte ocultó la luna. El caminante, que había vuelto una última vez sus ojos asustados, comenzó a correr. Pero ya había terminado todo. Cayó al suelo y besó la tierra. Allí quedó inmóvil, largo rato. Pensó en su madre, tan temida y tan amada, tan fascinante y enigmática. Pensó en lejanos palacios de arena dorada y telas suaves de colores extraños. En noches de insomnio junto a una copa de plata y el vino persa mezclándose en su sangre. Soñó con ciudades de mármol rosado por el sol cayendo por algún punto imposible del cielo. Con mares grises y brazos amantes. Con generosidad infinita y viajes interminables. Y sonrió. Todo sería suyo porque ya lo era... “Pero si alguna vez te encontrara, Aquiles... Si tus ojos algún día se clavaran en los míos, yo te besaría y después tendría que luchar contigo”.

Y después de esa escena, verdadera aunque fuese ficción, otra muy breve. Esta vez mía. Durante un viaje a Grecia, al pasar el barco cerca de la isla de Itaca (poeta Kavafis: lo que importa es el viaje y no la meta) me apoyé en la barandilla y me emocioné pensando en ellos, los dioses antiguos. Les hablé y les saludé y les llamé. Les dije: “Estoy aquí y creo en vosotros”.



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