Guillén por Nicolás
Por Ernesto Montero Acuña
Cada mes de octubre se acentúa la noción de cubanía: el día 10 por el inicio de la Guerra del 68 y el 20 por ser el Día de la Cultura Nacional, debido a que en esa fecha de aquel año se completó e interpretó en Bayamo liberado, por primera vez, el Himno Nacional.
Pero recién se ha publicado, además, que en la dermis de los cubanos existe una combinación de genes europeos, africanos e indoamericanos, en una muestra de más de un millar de personas, algo que confirma lo que la política y la ideología ya sostenían.
Desde luego, todavía no podrá responderse: “cubano”, cuando se inquiera acerca de la condición racial predominante en uno, al pretender reflejarla en los documentos oficiales. Pero algún día será, o debiera ser, y en esto Nicolás Guillén fue precursor.
Cuando están próximos los ochenta años de West Indies, Ltd., no deja de ser necesario rememorarla por su trascendencia cultural, pero mucho más porque marca un salto decisivo en la ascensión del poeta, de lo modernista, de lo racial y de lo nacional, hacia una dimensión mayor, cuando ya había enunciado el advenimiento de la condición que ahora se revela.
Mucho se ha citado su aseveración del prólogo de Sóngoro cosongo: … “del espíritu hacia la piel nos vendrá el color definitivo. Algún día se dirá; “color cubano”. Vale la pena recordarlo.
Mas, West Indies trasciende, en cierto sentido, el estadio augurado en el año 1931, y revela continentalidad a partir del origen caribeño, como punto de partida, aunque con acentos político y social más profundos, esencialmente a partir de una posición precisa hacia el papel de Estados Unidos en la vida nacional cubana y en la caribeña y latinoamericana. Así que la genética, al menos la regional, podría dar otro salto en el futuro para que pueda decirse “latinoamericano”, preferentemente, en vez de zambo, mulato, indio o caucásico, por ejemplo.
West Indies se publicó en 1934, precisamente en días en que el coronel Fulgencio Batista encabezó su golpe militar, el 16 de enero, contra el gobierno de Ramón Grau San Martín. No se pretende rescatar del olvido, justificado, al sinuoso fisiólogo que ocupó la presidencia por poco tiempo en aquella etapa, sino de denostar a quien quebró la precaria institucionalidad cubana y provocó años más tarde tanto dolor y muerte, luego de encabezar otra “asonada”, como suele decirse, contra un mandatario no menos inepto que el anterior, Carlos Prío Socarrás. En fin, son estas las circunstancias de tragedia nacional en las que nació West Indies, aunque buena parte de la región tampoco pasaba por mejores trances.
No se pretende imponer al lector una farragosa disertación acerca de aquellas condiciones, ni sobre lo específico de Cuba en las historias regional y mundial, incluso como última colonia de la metrópoli española en decadencia, ni tampoco en virtud de resultar la primera propiamente, junto con Puerto Rico y Filipinas, en ser arrebatada al viejo imperio europeo, aún dependiente y en retroceso. Guillén también cantó, con muy profundo acento, la buena fortuna latinoamericana que inició Cuba hace casi cincuenta y cinco años.
Así que el propósito no es reeditar lo que el mismo Guillén dijo en su momento durante una charla ofrecida en el Lyceum de La Habana, muy sintética e ilustrativa, por lo que solo requerirá en este caso un “glosador” que excluya aquello que hoy no tendría mayor interés para el lector no especializado. Por esto, lo que deba decirse, que lo diga Guillén con mayor propiedad:
Os aseguro que soy un poeta honesto, sin ambiciones desmedidas, tanto que he tratado de seguir una línea cuidadosa, sin saltos, a través de mi creación artística. Ignoro si os interesarán algunos detalles relativos a mi pasaporte, pero de todos modos no resisto a la tentación de deciros lo siguiente: soy mulato, hijo de mulatos, nieto de mulatos. Uno de mis bisabuelos fue blanco, y yo, por comodidad en la composición, lo pongo siempre en mis versos como abuelo para enfrentarlo —es decir para unirlo— con un bisabuelo negro que también tuve (*).
Me ha sido imposible averiguar cuándo empezó mi afición a las letras, y eso me dice que debe de haber sido desde muy temprana edad. Lo que sí sé es que me viene de mi abuelo paterno, oriental del Bayamo, el maestro Pancho Guillén, quien fue poeta en Puerto Príncipe, como antes llamaban al Camagüey, y que escribió décimas y letrillas a los ríos, a las aves y a las muchachas bonitas. Me viene también de mi padre, Nicolás como yo, quien fue periodista y senador.
Apurando la memoria, creo localizar mis primeros versos junto con los libros de la preparatoria, en los bancos iniciales del Bachillerato, allá por el 1916. Son una letrilla, de la cual sólo recuerdo las primeras estrofas:
Por linda pradera
sembrada de flores,
que ya por doquiera
derraman olores,
se alarga, cantando,
un manso arroyuelo,
lamiendo, besando
sus aguas el suelo…
Desde 1922 hasta 1927 no escribí un verso. Y así habría continuado tal vez, de permanecer en tan limitada circunstancia. Pero volví a La Habana, que ya no me pareció tan mal, y aquí sacáronme de quicio el suplemento literario del Diario de la Marina, dirigido por José Antonio Fernández de Castro, y la famosa Revista de Avance, que por entonces comenzaba. En ninguno de los dos tuve ocasión de colaborar a causa de la «lija» —digámoslo en criollo— que se daban sus respectivos editores.
(Pero)… mi verdadera resurrección poética débese a Gustavo Urrutia, quien, siguiendo consejo de Lino Dou, me pidió colaboración para una página titulada «Ideales de una raza», de la que él era redactor principal y que aparecía cada domingo en el Diario de la Marina. Me negué de mil modos, diciéndole que yo era —entonces tenía veinticinco años— un poeta «jubilado». A su insistencia, dile unos poemas que yo mismo titulé «Versos de ayer y de hoy». Ahí estaban los «vanguardistas» (que eran los de «hoy») junto a otros (los de ayer) en que figuraban un soneto a un lirio, unas estancias a la muerte y algunos más que no recuerdo.
¿Cuándo escribí el primer poema negro, como la gente dio en decir, aunque de eso hablaremos después? Fue en 1929, una pequeña Oda a Kid Chocolate, la misma que aparece luego en la primera edición de Sóngoro cosongo, bajo el título de «Pequeña oda a un negro boxeador cubano». Eran versos de exaltación racial y ritmo descoyuntado, en los que no asomaba todavía la línea musical característica de la producción posterior
Pero permítanme antes —siguiendo el curso de esta pequeña historia— hablarles de lo que marca ya una profunda zanja divisoria entre todo este tanteo y el camino que iba a venir después. Me refiero a los Motivos de son.
(… ) el nacimiento de tales poemas está ligado a una experiencia onírica de la que nunca he hablado en público y la cual me produjo vivísima impresión. Una noche —corría el mes de abril de 1930— habíame acostado ya, y estaba en esa línea indecisa entre el sueño y la vigilia, que es la duermevela, tan propicia a tragos y apariciones, cuando una voz que surgía de no sé dónde articuló con precisa claridad junto a mi oído estas dos palabras negro bembón.
¿Qué era aquello? Naturalmente no pude darme una respuesta satisfactoria, pero no dormí más. La frase, asistida de un ritmo especial, nuevo en mí, estúvome rondando el resto de la noche, cada vez más profunda e imperiosa:
Negro bembón,
Negro bembón,
Negro bembón…
Me levanté temprano, y me puse a escribir. Como si recordara algo salido alguna vez, hice de un tirón un poema en el que aquellas palabras servían de subsidio y apoyo al resto de los versos:
¿Po qué te pone tan brabo
cuando te disen negro bembón,
si tiene la boca santa,
negro bembón?
……………………………………
Te queja todabía,
negro bembón;
sin pega y con harina,
negro bembón,
majagua de dri blanco,
negro bembón;
sapato de do tono,
negro bembón…
Escribí, escribí todo el día, consciente del hallazgo. A la tarde ya tenía un puñado de poemas —ocho o diez— que titulé de una manera general Motivos de son. Entre ellos uno, «Sóngoro cosongo», que daría título al libro que apareció un año después. ¿Qué eran los Motivos de son? Todo y nada. Regino Boti los ha llamado «el polvo del oro». Se los entregué a Urrutia para su página, y en ella aparecieron publicados un domingo, me parece que el 20 de abril de 1930, apenas unos días después de haber sido escritos. Estaban dedicados a José Antonio Fernández de Castro, su gran propagador.
Así quedó iniciado el «viaje de ida». Al año siguiente apareció un libro más pleno, el Sóngoro cosongo, en el que los acentos iniciales surgían desenvueltos, tratados con mayor ambición lírica, pero sin dejar de la mano el hilo de Ariadna de lo popular.
Salvo alguno que otro poema («Llegada», «La canción del bongó»), éstos carecen de preocupación humana trascendental. Embriagado el poeta con el ritmo recién descubierto, lánzalos al aire como monedas, por el placer de verlos brillar heridos por el sol.
Cuándo cambia radicalmente esta actitud en el poeta. Pues precisamente con West Indies, Ltd., aquella sátira descomunal sobre la injusticia, el dolor, el llanto y la enajenación mal disimulada -de ricos y pobres, de negros y blancos-, males contra los que arremete el poeta. Así lo refleja en la charla: “Sólo cuando creciera en altura interior, sólo cuando su cuerpo chocara ásperamente con la vida, sólo cuando sufriera y llorara, y viera sufrir y llorar alrededor suyo, podría echarse mar afuera en su bajel, que ahora se columpiaba al abrigo del viento bajo el cielo azul, ligero e inocente.”
La ocasión vino tres años después, en 1934, con la aparición de West Indies, Ltd., que ya expresa brutalmente el conflicto entre el poeta y el medio en que trabaja y vive. El poema que da nombre al volumen es una larga sátira que nada perdona:
¡West Indies! Nueces de coco, tabaco y aguardiente.
Éste es un oscuro pueblo sonriente,
conservador y liberal,
ganadero y azucarero,
donde a veces corre mucho dinero,
pero donde siempre se vive muy mal.
………………………………………….
Tierra en la ruta del «Orinoco»,
o de otro barco excursionista,
repleto de gente sin un artista
y sin un loco;
puerto donde el que regresa de Tahití,
de Afganistán o de Seúl,
viene a comerse el cielo azul,
regándolo con Bacardí;
puertos que hablan un inglés
que empieza en yes y acaba en yes.
(Inglés de cicerones en cuatro pies.)
………………………………………….
Noches pobladas de prostitutas,
bares poblados de marineros;
encrucijada de cien rutas
para bandidos y bucaneros.
Cuevas de vendedores de morfina,
de cocaína y de heroína.
Cabarets donde el tedio se engaña
con el ilusorio cordial
de una botella de champaña,
en cuya eficacia la gente confía
como en un neosalvarsán de alegría
para la «sífilis sentimental».
………………………………………….
El verso ya no cascabelea. El ritmo del bongó, que empezara enloqueciendo la fina cola de las batas, adquiere colérica profundidad. El son no es el del negro bembón, chulo, a quien sostiene la mujer, vistiéndolo de dril blanco y zapatos de dos tonos, sino el del trabajador que muere en una faena cuya dureza bárbara no resiste su cuerpo mal pagado, o que se desploma sin lograr trabajo, seco de hambre en las calles.
Me matan, si no trabajo,
y si trabajo, me matan:
siempre me matan,me matan,
siempre me matan.
En otros poemas figura ya el tema poético del misterio, como en la «Balada del güije», o del hambre común de negros y blancos, como el de los dos niños que comen de un mismo plato las mismas sobras de los ricos; o el símbolo de la unidad racial de la Isla, no ya en el tono satírico de «La canción del bongó», sino como síntesis lírica de un proceso histórico definido; o se increpa a Sabás, el negro bueno, para que no pida de puerta en puerta y aprenda a educar dignamente su estómago. Es ya el tono mayor de la inquietud social de la Isla, que pone una gran veta dramática en la ligera música popular.
Cuando en 1931 apareció el Sóngoro cosongo, su autor lo presentó como una colección de poemas «mulatos». Era una denominación ingenua, y respondía a la realidad social reflejada en ellos.
Dejando a un lado el estudio de la poesía erudita, que ahora no hace al caso, vengamos al de aquellas figuras que quisieron abajarse hasta nuestro suelo en busca de sus más íntimas resonancias. Encontraremos a Domingo del Monte, Ramón Vélez Herrera, Fornaris y El Cucalambé.
Vélez Herrera es sin duda el más caracterizado animador de la intención guajira en la poesía criolla, siguiendo las huellas dejadas por Del Monte. Casi toda su producción está orientada en ese sentido. Sus Romances cubanos, y aun sus poemas de más ambicioso ademán, como «Elvira de Oquendo», nacen de la tierra que pisa el cantor, la cual le entrega los elementos de una poesía a la que no puede negársele sabor nacional.
Fornaris, en cambio, con idéntica preocupación, recoge otro rumbo: retrocede hasta los aborígenes, para crear sus Cantos del siboney, imitados después por Nápoles Fajardo, bien conocido en nuestras letras por El Cucalambé.
Sin embargo, en Vélez Herrera lo guajiro es siempre externo, superficial, descriptivo. Riñas de gallos, bailes montunos al son del tiple y el güiro, etcétera, a lo cual habrá que añadir una versificación pobre y desmañada. Es el poeta no ya de todo el campesinado, sino sólo del campesino opulento, del terrateniente rico, a cuyo lado la vida corre despreocupada y feliz.
En lo que atañe a Fornaris, cabe preguntar si un núcleo social extinto, como son los primeros pobladores de la Isla, puede dar vida a una poesía que pretenda nada menos que ser expresión del alma nacional. El indio, ya se sabe, no cuenta en la composición social de Cuba, porque apenas si logró rebasar los últimos años de la Conquista para morir en los primeros de la Colonización y ceder su terrible sitio, como raza explotada y dolorosa, a otra que iba a sobrepasarla en el sufrimiento y en la desventura: la raza negra. Por eso la poesía indigenista de Fornaris es aún más falsa que la guajira de Vélez Herrera, y en ningún momento encuentra tierra donde afincar sus débiles raíces. Mitjans lo supo ver con agudeza suma: «Si quitamos —dice— las piraguas y cierto número de nombres de cosas, lugares y personas terminados en diptongo, no hay nada que no pertenezca a la poesía erótica corriente…»
Frente a esa poesía falsa o incompleta, es el pueblo, por medio de la voz sin nombre de los juglares, quien tira la primera piedra, porque está limpio de culpa. Cuando se hurga en la poesía popular anónima vemos que sus primeras señales de vida ofrecen un vigor, una pureza fehaciente de su legítimo nacimiento: comienza por el canto, punto de arrancada de lo poético. Y es en ese concierto de voces primitivas donde resuena ya la clara voz del negro, adherido a la tierra por el trabajo y por el sufrimiento, y cuyo mensaje representa un enérgico caudal de atormentada sensibilidad.
Claro que su acento no se percibe de improviso; no rompe el negro a cantar de un desgarrón. Para los llamados espíritus selectos la aparición del negro en la poesía es un suceso divertido, una pirueta bufa sin humana trascendencia. En el propio siglo xvi, ya la poesía española tiene negros. Lope de Rueda, en sus «pasos», los presenta como rufianes y graciosos, en contraposición a los personajes serios de la farsa. Lo mismo hacen más tarde Lope y Góngora, y es curioso ver cómo el genio del gran cordobés se vale entonces de los mismos elementos onomatopéyicos que tres siglos después habrían de ser señalados como extraordinaria novedad en ciertos aspectos de la llamada poesía «negra» americana.
Pero a medida que crece la proyección social del arte en el mundo (especialmente después del primer cataclismo mundial) va saliendo a flor de pueblo el negro en Cuba. Paulatinamente deja de ser una burlesca decoración, un motivo de risueña curiosidad, para convertirse en hombre. Y lo que en ciertas latitudes, a causa de razones históricas negativas, fue un simple fenómeno de negrismo más o menos literario y artístico, derivado de los estudios de Frobenius, de las creaciones literarias de Cendrars y aun de los reportajes de Paul Morand, resultó para nosotros un chispazo a cuya luz empezamos a descubrirnos. La moda resultó modo. Al llegar a estas tierras del Caribe cuanto en París significaba nota de exotismo para revivir una sensibilidad adormecida por la guerra y por la civilización, no fue una novedad sorprendente, pues que Cuba es un agregado social en que lo negro mezclado con lo blanco resulta el precipitado de cubanidad más genuino y universal: la mulatez, que va desde la piel hasta el espíritu, a través de un proceso histórico de cuatro siglos, dramático en grado sumo, y en el que han acabado por fundirse los dos núcleos humanos fundamentales en la composición social del país. Nada más falso, por eso, que el término «afrocubano» para designar cierto arte, cierta música o cierta poesía: lo cubano, así sea en el negro como en el blanco, es lo español más lo afro, el amo más el esclavo.
Cuando la inquietud negrista llega a Cuba no encuentra, pues, oídos sordos en los poetas de la hora: Alejo Carpentier escribe su «Liturgia»; Tallet, su «Rumba»; Guirao, su «Bailadora de guaguancó». Son ágiles experiencias, pero son también lo externo. Había que profundizar, y eso al cabo se intenta mediante una poesía popular que, nutrida de nuestro propio mestizaje, vale decir de nuestra íntima cubanidad —no de lo negro anecdótico—, trate de expresarlo en su más dramática dimensión.
Tal conflicto presenta aquí, nos parece, dos aspectos: uno rítmico, y otro, humano o social. El rítmico está desarrollado en su forma más simple sobre el esquema verbal de la Ma Teodora (1580), que es fundamentalmente la pauta de esa danza popular cubana. Así en este fragmento de El son entero:
Por entre la noche un son
desemboca en la bahía;
por entre la noche un son.
Los barcos lo ven pasar,
por entre la noche un son,
encendiendo el agua fría.
Por entre la noche un son,
por entre la noche un son,
por entre la noche un son…
Sin embargo, el ritmo no depende de una combinación estrófica determinada. La estrofa, al contrario, es la que adquiere los más fluidos movimientos en cuanto sirve al ritmo que la llena.
Acerca de la expresión lírica de lo social cubano, esta poesía avanza en dos direcciones: una polémica, que descubre y señala el conflicto de sangres sofocado pero latente, y otra de inconformidad económica, que reacciona contra un medio deformado por la injusticia y el privilegio. Ambas revolucionarias.
Veamos la primera. Puede decirse que no hay época del poeta en que ese perfil negriblanco no apunte o se manifieste plenamente. He aquí, en 1931, «La canción del bongó»:
Ésta es la canción del bongó:
—Aquí el que más fino sea,
responde, si llamo yo.
Unos dicen: Ahora mismo,
otros dicen: Allá voy.
Pero mi repique bronco,
pero mi profunda voz,
convoca al negro y al blanco,
que bailan el mismo son,
cueripardos y almiprietos
más de sangre que de sol,
pues quien por fuera no es noche,
por dentro ya oscureció.
Aquí el que más fino sea,
responde, si llamo yo.
En esta tierra, mulata
de africano y español
(Santa Bárbara de un lado,
del otro lado, Changó),
siempre falta algún abuelo,
cuando no sobra algún Don
y hay títulos de Castilla
con parientes en Bondó:
vale más callarse, amigos,
y no menear la cuestión,
porque venimos de lejos,
y andamos de dos en dos.
Aquí el que más fino sea,
responde si llamo yo.
Habrá quien llegue a insultarme,
pero no de corazón;
habrá quien me escupa en público,
cuando a solas me besó…
Otro libro, en 1934. He aquí «El abuelo»:
Esta mujer angélica de ojos septentrionales,
que vive atenta al ritmo de su sangre europea,
ignora que en lo hondo de ese ritmo golpea
un negro el parche duro de roncos atabales.
Bajo la línea escueta de su nariz aguda,
la boca, en fino trazo, traza una raya breve,
y no hay cuervo que manche la solitaria nieve
de su carne, que fulge temblorosa y desnuda.
¡Ah, mi señora! Mírate las venas misteriosas;
boga en el agua viva que allá dentro te fluye,
y ve pasando lirios, nelumbios, lotos, rosas;
que ya verás, inquieta, junto a la fresca orilla
la dulce sombra oscura del abuelo
que huye, el que rizó por siempre tu cabeza amarilla.
Y aún ahora mismo, el viejo tema reaparece en los poemas recién creados, como el «Son número 6».
A su vez, el drama económico de Cuba halla un vehículo popular bien directo, sin que por ello deje de expresarse en formas menos peculiares. He aquí una suite de sones breves, ligados entre sí por la misma angustia colonial que flota sobre la Isla y los cuales tomo de un libro inédito, El son entero: «Mi patria es dulce por fuera…»:
Mi patria es dulce por fuera,
y muy amarga por dentro;
mi patria es dulce por fuera,
con su verde primavera,
con su verde primavera,
y un sol de hiel en el centro.
¡Qué cielo de azul callado
mira impasible tu duelo!
¡Qué cielo de azul callado,
ay, Cuba, el que Dios te ha dado,
ay, Cuba, el que Dios te ha dado,
con ser tan azul tu cielo!
Un pájaro de madera
me trajo en su pico el canto;
un pájaro de madera.
¡Ay, Cuba, si te dijera,
yo que te conozco tanto,
ay, Cuba, si te dijera,
que es de sangre tu palmera,
que es de sangre tu palmera,
y que tu mar es de llanto!
Bajo tu risa ligera,
yo, que te conozco tanto,
miro la sangre y el llanto,
bajo tu risa ligera.
Sangre y llanto
bajo tu risa ligera;
sangre y llanto
bajo tu risa ligera.
Sangre y llanto.
El hombre de tierra adentro
está en un hoyo metido,
muerto sin haber nacido,
el hombre de tierra adentro.
Y el hombre de la ciudad,
ay, Cuba, es un pordiosero:
anda hambriento y sin dinero,
pidiendo por caridad,
aunque se ponga sombrero
y baile en la sociedad.
(Lo digo en mi son entero,
porque es la pura verdad.)
Hoy, yanqui, ayer española,
sí, señor,
la tierra que nos tocó,
siempre el pobre la encontró
si hoy yanqui, ayer española,
¡cómo no!
¡Qué sola la tierra sola,
la tierra que nos tocó!
La mano que no se afloja
hay que estrecharla en seguida;
la mano que no se afloja,
china, negra, blanca o roja,
china, negra, blanca o roja,
con nuestra mano tendida.
Un marino americano,
bien,
en el restaurant del puerto,
bien,
un marino americano,
me quiso dar con la mano,
me quiso dar con la mano,
pero allí se quedó muerto,
bien,
pero allí se quedó muerto,
bien,
pero allí se quedó muerto
el marino americano
que en el restaurant del puerto
me quiso dar con la mano,
¡bien!
Señoras y señores:
Durante muchos años, pero particularmente en estos días agitados y complejos que vivimos, se ha estado averiguando si la poesía tiene alguna función que realizar.
Para unos lo poético flota sobre la realidad como una niebla, y sería torpe buscarle asiento material, así sea en el poeta mismo. Juego misterioso y divino, dable tan sólo a escasos elegidos, la poesía viene a ser una suerte de magia o cábala, ajena al conocimiento y al servicio común de las gentes.
Según otros, lo poético es un fenómeno social ligado profundamente a condiciones económicas e históricas concretas. Un gran poeta y escritor haitiano, Jacques Roumain, ganado hace unos meses por la muerte para dolor de América, escribió alguna vez:
La poesía no es una pura destilación idealista, ya que refleja lo que en lenguaje común llamamos «una época», esto es, la complejidad dialéctica de las relaciones sociales, las contradicciones y los antagonismos de la estructura político-económica de una sociedad en determinado momento de su historia. Mucho tiene que ver el idioma [agrega] con la lucha de clases. Puede fácilmente seguirse el desarrollo de las fuerzas sociales, por ejemplo, desde el siglo XVII hasta la Revolución Francesa a través del estudio, en la poética, de las perífrasis estereotipadas que tenían como finalidad el huir de lo vulgar, lo plebeyo, lo popular, y por la inclusión o exclusión de ciertas palabras que demostraban claramente el desplazamiento de las clases dirigentes…
Me gustaría haber escrito estas magníficas palabras, porque estoy de acuerdo con ellas. Nada hay en este bajo mundo —ni aun la poesía— que esté libre de las circunstancias en que se produce. ¿Es que acaso un poeta «puro» deja de reflejar en su obra (que él cree evadida y lejana) la formación de su naturaleza, el moldeamiento material de su espíritu por las realidades inmediatas que intervienen en su educación? Y lo mismo acontece con los «impuros» (entre los cuales tengo el gusto de contarme), quienes hablan de los seres que están a su lado; de los hombres y mujeres que andan por la calle, en el cine, en los mostradores, en las pescaderías, en las azoteas, viajando en los trenes, hablando por teléfono, comiendo o fornicando. ¿Cómo sostener que es la del poeta una órbita libre, incontaminada, y que su destino supera el de los demás hombres que pisan la tierra?
En lo que a mí toca digo que soy humilde y material. Cuando salí al camino, hace años, iba cantando una canción cuya melodía no he olvidado, pero cuyas palabras han ido creciendo con el tiempo. Mi viaje de ida fue alegre y simple. Vime en la calle de un salto, como un animal elástico a quien lanzan por sobre una tapia, y eché a andar guiado por el instinto. Contemplé siempre las nubes —¡tan hermosas!— desde mis pies. Caminé mucho, aprendí mucho —lo que se aprende con esas sabias gentes que no saben nada; sufrí mucho… Ahora, al regreso, la carcajada es sonrisa, la fe, razonado convencimiento, y el entusiasmo cordial, una alegría profunda y transparente. No me avergüenzo de decir que lucho como poeta por el futuro de los poetas y de quienes no lo son; que amo la vida sin egoísmo, y que no temo dedicar a la muerte el son que alguna vez le negué:
Iba por un camino,
cuando con la Muerte di.
—¡Amigo! —gritó la Muerte—
pero no le respondí,
pero no le respondí;
miré no más a la Muerte,
pero no le respondí.
Llevaba yo un lirio blanco
cuando con la Muerte di.
Me pidió el lirio la Muerte,
pero no le respondí,
pero no le respondí;
miré no más a la Muerte,
pero no le respondí.
Ay Muerte,
si otra vez volviera a verte,
iba a platicar contigo
como un amigo:
mi lirio, sobre su pecho,
como un amigo:
mi beso, sobre tu mano,
como un amigo;
yo, detenido y sonriente,
como un amigo.
Así se completa la síntesis de Guillén por Nicolás, que continuó con numerosas obras y con mayor trascendencia, siempre fiel a que “lo cubano, así sea en el negro como en el blanco, es lo español más lo afro, el amo más el esclavo”.
(*) Nicolás Guillén, Charla en el Lyceum de La Habana, recogida en el Tomo II de Prosa de Prisa.