La primera vez.
Ya ni el recuerdo es fiel a la memoria 
de aquella iniciación tan primitiva, 
tan humana también, tan inocente, 
que fustigó en temblores nuestros cuerpos 
libres de inhibiciones, desbocados, 
acelerando el ritmo de la sangre 
en aquel despertar a la delicia, 
mientras juntos y a tientas buceábamos 
los lagos del amor por vez primera. 
Hoy el otoño ciñe mis torpezas 
con torva terquedad premeditada 
distorsionando esquivo las vivencias 
de aquellas primaveras sorprendidas 
en tu dorado pubis, impoluto, 
tibio y grácil guardián de tus clausuras. 
Tengo rotos tus labios en las manos 
y resecos los surcos que anduvimos 
desnudos en la tarde, con las prisas 
del sediento que es docto en continencias. 
Todo era poco entonces. La lujuria 
andaba de puntillas por mi sangre 
acechando tu cuerpo estremecido 
para saltar, felina, y desbordarse 
en un turbión de fuerzas desmedidas 
que abatieron los diques del deseo. 
¡Cómo jugaba el beso al escondite 
en los cuajados nardos de tus muslos, 
arrancando mis dedos melodías 
a la guitarra albar de tus caderas...! 
Era como ir libando los rosales 
deshojando sus pétalos más íntimos, 
como cortar amarras y dejarse 
llevar por el torrente serpenteado 
de la núbil libido desbocada. 
¡Qué apetencias de desbridados potros 
aflorando a la vida, qué clamores 
desperezando el ansia en nuestra carne, 
despertando a trallazos los sentidos 
de nuestra pubertad alboreada! 
Nunca he vuelto a ceder a la lascivia 
con tanta sinrazón, con tal premura 
como si el tiempo fuera a suicidarse 
en nuestra adolescencia, sublimada 
por el hallazgo súbito del sexo. 
Recuerdo que fue un sauce nuestro cómplice 
y que el placer selló toda palabra. 
Había pasmo y ternura en tus pupilas 
y ansiedad, tras consumar la suerte. 
Nos supo a poco, a poco aquella entrega 
y jadeamos juntos frente al cauce 
de la pequeña acequia rumorosa. 
Luego tendí mi mano por saberte, 
por regresar a ti desde mi ensueño 
y tú cubriste pronta las ciruelas 
de tu incipiente pecho, ruborosa, 
y aligeraste el paso, sin volverte, 
temblorosa la carne y con el gozo 
cuajado ya por siempre en la mirada. 
Recuerdo con nostalgia aquella tarde 
en que cantó la alondra toda gloria 
y fue nuestro y distinto el universo.
Pedro Javier Martínez