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VARIOS AUTORES: CONSECUENCIAS DE UNA CALUMNIA...(yII) Mario Roso de luna
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De: moriajoan  (Mensaje original) Enviado: 16/04/2012 17:54

 

 

 

CONSECUENCIAS DE UNA CALUMNIA...(yII)
 
Mario Roso de luna
 
 La malevolencia del «Colegio Cristiano» llegó al punto de afirmar que H.P.
Blavatsky no se atrevería a «volver a la India, pues no solamente había sacado
el dinero a sus engañadas víctimas, sino que también había robado la caja de
su propia Sociedad Teosófica». ¡Ella, que había destruido su salud por sus
esfuerzos en pro de la dicha Sociedad! ¡Ella, que había dado toda su fortuna,
su vida y su alma por aquélla! Baste esta declaración de un periódico llamado
«cristiano» para probar la perfidia de sus adversarios. Apresuróse a volver a la
India, aunque sólo fuera para desmentir a sus perseguidores. En Ceilán y aun
en Madrás mismo la hicieron un recibimiento espléndido, y los estudiantes de
los colegios de Madrás la presentaron una exposición de las más lisonjeras,
con 800. Ciertamente fue ésta una demostración de las más elocuentes, que la
consoló no poco de sus amarguras. Sin embargo, la tempestad creció. Cuando
Helena se posesionó de su morada de Adyar, exhaló tales gritos de
indignación, que hicieron acudir a sus compañeros de viaje, míster y mistress
Cooper-Oakley. La vista del extraño trabajo del carpintero Coulomb le había
llenado de estupefacción. Mistress Cooper-Oakley ha descripto esta escena y
lo que siguió en un artículo del Lucifer, de junio de 1891. En una palabra: sus
enemigos habían hecho tanto y tan bien que cayó enferma, hasta llegar a las
puertas de la muerte, y esta vez su restablecimiento fue realmente milagroso,
según han declarado todos los testigos. Por la tarde su médico la dejó
moribunda, pero cuando volvió por la mañana, con objeto tan sólo de
certificar su muerte, se la encontró tan mejorada, tomando una taza de leche.
El médico, asombrado, apenas si podía dar crédito a sus ojos, y todo lo que
ella dijo fue: «Esto para que siga usted dudando del poder de los Maestros»3.
El peligro inmediato había pasado, pero se encontraba en un estado tal de
debilidad, que hubo necesidad de llevarla en una silla de mano y subirla a
bordo de un vapor que salía para Italia, pues todos los médicos opinaban que
los calores próximos no podrían menos de seria fatales.
Los primeros meses del verano que madame Blavatsky pasó en Torre del
Greco, cerca de Nápoles, fueron meses de crueles sufrimientos. Se sentía
enferma, abandonada, y, lo que es peor, temía por la prosperidad de la
Sociedad Teosófica, a causa de su propia impopularidad y de las calumnias
que constantemente se fraguaban contra ella. Sin embargo, a la primera
indicación que hizo respecto a dimitir, se levantó una unánime protesta en
América, Europa y especialmente en la India. El coronel Olcott era impotente
para calmar a los descontentos, que pedían, con vehemencia, la vuelta de ella
al frente de la Sociedad y de los intereses teosóficos en general. En vano trató
ella de demostrarles que podía prestar un servicio mayor al movimiento
dedicándose, en el aislamiento, a escribir su obra La Doctrina Secreta. Se la rogó
que fuese a Londres, a Madrás y a Nueva York, añadiendo que sería bien
recibida dondequiera que se estableciese, tan sólo con que volviera a hacerse
cargo de la dirección del movimiento. En cuanto a dejarlos, no debía ni por un
momento ocurrírsele, porque, según opinión unánime, su alejamiento
equivaldría a la muerte de la Sociedad Teosófica.
Por otra parte, tan pronto como se supo que una de las acusaciones más
necias contra H.P. Blavatsky era la de que los Maestros no existían y sólo
eran una invención suya para engañar a los crédulos, llegaron a sus manos
cientos de cartas de todas las regiones de la India, suscriptas por personas que
aseguraban haber tenido conocimiento de ellos antes de haber oído cosa
alguna de la Teosofía. Finalmente, vio una carta de Negapatam, la morada de
los pundits, con las firmas de setenta y siete de sus sabios afirmando
enérgicamente la existencia de estos seres superiores, demasiado bien
conocidos en la historia de las razas arias para que sus descendientes pudiesen
dudar de su existencia (Boston Courrier, julio 1886). Entonces Helena me
escribió desde Würzbourg, en donde se había establecido durante el invierno:
«Creo que la Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Londres, al
quererme hacer pasar por una impostora, ha deseado, especialmente, evitar a
toda costa romper con la ciencia ortodoxa de Europa, reconociendo como
genuinos los fenómenos ocultos y como resultado de fuerzas hoy desconocidas
por los científicos. En efecto, si otra cosa hiciesen, tendrían al punto en contra
suya a todas las falanges de doctores y teólogos. Ciertamente el plan mejor
para ellos era, por tanto, el atropellarnos a nosotros los teosofistas, que no
tememos al clero ni a las autoridades académicas, y que tenemos el valor de
nuestras propias convicciones. Así, pues, antes que excitar las iras de los
pastores de todos los borregos de Panurco de Europa, no era preferible
disculpar a mis discípulos (que entre ellos hay muchos a quienes hay que
cuidar) y condolerse con ellos de que son mis pobres víctimas engañadas, y
ponerme a mí en el banquillo del arrepentimiento, acusándome de fraude, de
espionaje, de robo y de cuanto sea posible imaginar? ¡Ah!, reconozco mi
eterno destino: Tener la fama sin el provecho!… ¡Si al menos hubiese podido
ser útil a mi amada Rusia! ¡Pero no! El único servicio que he tenido la
oportunidad de hacerla ha sido negativo: siendo amigos personales míos los
editores de ciertos periódicos en la India y sabiendo que cada línea escrita
contra Rusia me causaba dolor, se abstuvieron de atacarla tan a menudo como
de otro modo lo hubieran hecho… ¡He aquí todo lo que he podido hacer por
mi país, que para siempre he perdido!»
Su mayor consuelo en el destierro eran las cartas y visitas de sus amigos,
que venían a buscarla en las profundidades de Alemania, en donde se había
refugiado buscando la necesaria quietud para escribir su libro. Todas las
cartas encerraban amistad y alientos, y de las visitas las que mayor placer le
causaban eran las de sus amigos rusos. Entre ellos estaban su tía, de Odesa, y
Solovioff, de París. Este último recibió, estando allí, una carta del Mahatma
Kut Humi, y salió para París entusiasmado con su visita y con cuantas cosas
extraordinarias había presenciado en Würzbourg, tanto que escribió carta
sobre carta, varias en el estilo de la que sigue:
«París 8 de octubre de 1885. – Mi queridísima Helena: Estoy en
correspondencia con madame Adam. Le he hablado mucho de usted e
interesado cuanto he podido, y me dice que su Review abrirá en lo sucesivo sus
columnas, no sólo a los artículos teosóficos, sino también, si fuese necesario, a
sus propias justificaciones de usted. Le he alabado también a su admiradora
madame de Morsier, pues da la coincidencia de que actualmente tiene en su
casa a un huésped, que ha hablado conmigo en el mismo sentido. Todo
marcha lo mejor posible. He pasado la mañana con el Dr. Richet, y también le
hablé de usted con respecto a Myer y a la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas. Puedo decir que he convencido a Richet de la realidad de vuestros
poderes personales y de los fenómenos que acaecen por vuestra mediación.
Este me hizo tres preguntas categóricas: a las primeras contesté
afirmativamente; en cuanto a la tercera le dije que sin duda alguna podría
darle una contestación afirmativa dentro de dos o tres meses. No dudo que así
sucederá, y entonces obtendremos un triunfo que aplastará a todos los
‹psíquicos› de Londres. Sí; es necesario que sea así, ¿no es eso? ¡Pues
seguramente no me engañaréis! Mañana salgo para Petersburgo. Vuestro, V.
S. Solovioff.»
Todo el invierno lo pasó Helena en Würzbourg, ocupada en escribir su
Doctrina Secreta. Escribió a Mr. Sinnett diciéndole que desde que terminó Isis
sin Velo no había tenido visiones psicométricas tan claras y patentes como las
que entonces tenía ante su percepción espiritual, y que esperaba que esta obra
haría revivir su causa. Al mismo tiempo la condesa de Wachtmeister, que pasó
el invierno con ella y que desde entonces no ha querido separarse de su lado,
escribía cartas llenas de admiración por los escritos de madame Blavatsky, y
sobre todo «por las condiciones sorprendentes bajo las cuales trabajaba en su
gran libro». «Estamos diariamente rodeados de fenómenos –me escribió una
vez–; pero nos hallamos tan acostumbrados a ellos que nos parecen como si
fueran el curso natural ordinario de las cosas.»
Otra vez tuvo Helena una gravísima enfermedad, de la que se repuso muy
difícilmente, gracias a la abnegación de sus amigos, que nunca la dejaron un
momento. Su restablecimiento se debió así al Dr. Ashton Ellis, de Londres, a
la condesa de Wachtmeister y a la familia de Gebhard, pero desde entonces su
vida fue ya un sufrimiento continuo. En abril de 1887 sus amigos consiguieron
llevársela a Inglaterra. El invierno anterior lo había pasado en Ostende, en
donde concluyó la primera mitad de La Doctrina Secreta, rodeada
constantemente de amigos, especialmente de los que venían a verla de
Londres. Entre éstos se hallaba el presidente de la Sociedad Teosófica
británica, Mr. Sinnett, que acababa de publicar su libro Incidentes de la vida de
madame Bavatsky.
Los últimos cuatro años de su vida, que Helena pasó en Londres, fueron de
sufrimientos físicos, de labor incesante y de sobreexcitación mental, que
minaron completamente su salud; pero estos años fueron también de éxito y
de fruición moral que la compensaron por completo de sus sufrimientos, y le
dieron fundamento para esperar que su libro, sus demás escritos y la propia
Sociedad Teosófica, quedarían como otros tantos testimonios a su favor
después de su muerte, que reivindicarían su nombre de las calumnias con que
había sido cubierto. He aquí un extracto de una de sus cartas, escritas en el
otoño de 1887, excusándose de su largo silencio:
«Si supierais, amigos míos, cuán ocupada me hallo! Imaginaos el número de
mis obligaciones diarias: está a mi sólo cargo el editar mi nueva revista Lucifer,
y además de esto tengo que escribir para la misma todos los meses de diez a
quince páginas. Luego tengo artículos para otras revistas teosóficas –el Lotus,
de París; el Thesophist, en Madrás; el Path, en Nueva York–, y mi Doctrina
Secreta, cuyo segundo volumen tengo que continuar y corregir las pruebas del
primero dos o tres veces. ¡Y luego las visitas! … ¡Muchas veces hasta treinta
al día!… ¡Imposible dar abasto a todo!… El día debería tener ciento
veinticuatro horas. No tengáis temor alguno; ninguna noticia es buena noticia,
como dicen los franceses. Ya os escribirán si me pongo más enferma de lo que
generalmente estoy. ¿Habéis observado el sensacional anuncio puesto en la
cubierta del Lotus por su editor? Bajo la inspiración de madame Blavatsky. ¡Cielos,
qué ‹inspiración›!, cuando no tengo tiempo para escribir una palabra para él
¿Lo recibís? He tomado dos o tres ejemplares, dos para vosotros y uno para
Katkoff. Rindo culto a este hombre por su patriotismo y por las claras
verdades de sus artículos, que hacen honor a Rusia.»
La actividad de la Sociedad Teosófica en Londres, sus reuniones, sus
periódicos mensuales y semanales, y sobre todo los escritos de su fundadora,
atrajeron la atención de la Prensa y las represalias del clero. Pero sus
representantes nunca se entregaron a excesos tan injustos y calumniosos
corno hicieron los jesuitas de Madrás. Seguramente hubo entre ellos muchas
reuniones animadas en las cuales H.P. Blavatsky, usando su propia expresión,
fue tratada como Lucifer, no en el sentido verdadero de portador de la celeste luz,
sino en el sentido vulgar que a este personaje se le asigna en el Paraíso Perdido,
de Milton, llegándosela a presentar como un Anticristo con faldas. Sin
embargo, su hermosa carta titulada «Lucifer al Arzobispo de Canterbury»,
causó gran impresión y puso fin a las hostilidades clericales.
En Londres ya no se ocupaban en producir fenómenos: Helena les tomó
aversión. No obstante de ello, como observa con verdad Stead en su artículo
sobre H.P. Blavatsky en The Review of Reviews de junio de 1891, nunca hizo
tantos conversos ni mejores adictos a su causa como durante los cuatro
últimos años de su vida. Sus visiones y clarividencias, sin embargo, nunca la
abandonaron. En julio de 1886 nos habló de la muerte de su amigo el profesor
Alejandro Bontleroff, antes de que la mencionasen los periódicos rusos,
porque, en efecto, la vio en Ostende el mismo día en que acaeciese. Igual
aconteció con nuestro celebrado político M. N. Katkoff, un patriota a quien
ella estimaba cordialmente. Un mes antes de su fin, y en carta fechada que
afortunadamente existe todavía, me dijo que enfermaría y moriría. En julio de
1888, estando yo en Londres, me sacó de una grave incertidumbre causada
por un telegrama interpretado erróneamente, y tras un breve instante de
concentración, me dijo cuanto había pasado en Moscou aquel día mismo.
Cuando en la primavera de 1890 se trasladó el Centro General de la Sociedad
en Londres a una nueva casa más adecuada para alojar a su aumentado estado
mayor, Helena dijo: «No volveré a mudarme ya, pues que desde esta casa me
conducirán al crematorio». Cuando la preguntaron por qué predijo esto dio
como pretexto que esta casa no tenía su número afortunado: el número 7.

 

 

 



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