En el siguiente relato, Ricardo Rojo cuenta como fue su reencuentro con el Che en Cuba, después de haberse despedido en México unos años atrás.
Tenía en mi poder el número telefónico directo de Guevara. Algunas semanas antes me lo había comunicado en Bonn el periodista argentino Jorge Masetti, que cumplía tareas de prensa en estrecha colaboración con Guevara.
Marqué y esperé que atendieran. No fue la voz de un secretario sino la del propio Guevara.
-¿Quién es? - preguntó con cierta impaciencia.
-El francotirador en visita oficial a El Chancho - respondí.
Se echó a reír. Yo acababa de rescatar del olvido dos apodos con los que nos habíamos bautizado recíprocamente en nuestras correrías por América Latina. Cuando nos conocimos, Guevara era un curioso del mundo y yo un hombre de partido. Entonces comencé a llamarlo El Francotirador. Pero en México, cuando se consideró perfectamente compenetrado de su compromiso con la revolución cubana y latinoamericana, me devolvió cariñosamente el sobrenombre. Para él, sin duda, su asociación revolucionaria valía más, era una decisión definitiva. El Chancho fue el apodo de Guevara durante la adolescencia. Se lo habían puesto los camaradas del team de rugby del Atalaya Club, un equipo aristocrático donde las bromas eran con frecuencia virulentas, como corresponde a deportistas fuertes. Guevara había aceptado el apodo sin protestar, a su vez había calificado cómicamente a no menos de seis de sus compañeros y , por fin, lo había convertido en un seudónimo para firmar las crónicas de los encuentros de rugby. Hizo todavía más: lo adoptó como un nombre que los amigos podían usar, de manera que cuando establecimos nuestra buena relación, en Bolivia, me dijo:
-Mirá, Gordo, a mí los amigos me llaman El Chancho - y agregó a modo de explicación - : Dicen que hago ruido cuando como.
Ahora El Chancho era el Che, el argentino más famoso después de Perón. (. . .) Era exactamente el mismo Guevara que había dejado cinco años antes. Lo único distinto en él era la reciedumbre de su personalidad, en la que no podía descubrirse ninguna fisura, ninguna grieta o espacio en blanco. Este proceso de transfiguración había comenzado a manifestarse agudamente en los últimos tiempos de México. Despuntaba el espíritu metódico y enérgico, capaz de trabajar sin descanso cuando encontrara la empresa que mereciera la dedicación de todas esas virtudes. Aparentaba una complacencia por el desorden, pero este desorden fue desapareciendo en la misma medida que el orden de las ideas entró en su cabeza. Las ideas se le ordenaron de afuera hacia adentro, primero percibió la barbarie, la explotación y la miseria de Latinoamérica, después estudió las causas de fondo. Por esa investigación apasionante, Guevara abandonó todo lo que antes lo atrajo. Se le cayeron de las manos los voluminosos libros de Freud, las teorías de Spengler sobre la superioridad del hombre blanco. El universo cultural del europeo se apartó de él en todo aquello que no servía a la liberación del latinoamericano mestizo, indio, negro o blanco. El día que su inteligencia y la realidad circundante se pusieron en contacto, quedaron perfectamente atornilladas, como dos piezas de una misma máquina. Su capacidad de trabajo, creativo y silencioso, tomó el cauce definitivo y por fin hubo paz en la conciencia exaltada de Guevara. Era un hombre cabal el día que los revolucionarios cubanos le ofrecieron participar en el poder.
SALUDOS REVOLUCIONARIOS
(Gran Papiyo)