Crónicas cubanas|Un viaje en guaguaEn la isla muy pocos tienen auto. Vehículos que en otras regiones del planeta serían piezas para el yonke o el museo.

Por: Vicente Rodríguez / enviado especial
EL SIGLO DE TORREÓN La Habana, Cuba.- ¿Último para la veinte?— pregunta una mujer con un niño en brazos. Un joven le tira por respuesta una señal silenciosa, un rito cómplice que es parte de la vida de casi todos los cubanos. Así, sin más palabras, ella sabe que su lugar va después de él. En el sitio de parada, ocho personas más aguardan el autobús de la línea veinte (acá les dicen guaguas). Y es que aquí muy pocos tienen auto. La mayoría de los modelos que circulan son máquinas sin tiempo, con una refacción de aquí y otra de allá. Vehículos que en otras regiones del planeta serían piezas para el yonke o el museo. Nadie se sorprende al ver incluso tractores modificados para servir como coches. La tarde lenta cobija a La Habana y unos metros más allá el océano deshace en destellos al sol que se despide de la isla. Dicen que para ser un buen cubano, hay que saber esperar, porque aquí hasta la prisa tiene que hacer cola. Hay que formarse para todo: para conseguir pan y verduras, para abordar la guagua, para comprar helados; esperar para esperar y esperar para no desesperarse. No es extraño invertir más de una hora al acecho del transporte colectivo. Los años y la necesidad le han heredado a los cubanos una capacidad de organización para torear la incertidumbre que generan las carencias. De ese modo, además de las líneas de autobuses que surcan la ciudad, hay una flota de tráileres adaptados para transportar personas. Los residentes les llaman camellos y cubren toda el área urbana en siete rutas. Cuarenta momentos más tarde y el autobús no llega. Un anciano pasa vendiendo pasteles de guayaba. Los que ejercitan su paciencia ahora son más de veinte; algunos ya conversan entre ellos con aire de viejos conocidos. Entonces aparece la guagua en el horizonte urbano y otra vez opera el pacto sin palabras: uno por uno suben en el orden en que llegaron y se confunden con la masa humana que se comprime a bordo. Es una unidad vieja, pero cuidada. Arriba del lugar del conductor aún resaltan letreros en alemán. El sistema de transporte ha sido organizado con vehículos de medio uso adquiridos en Europa y en los países del este. Los camiones de carga son de fabricación rusa. En el pasillo los recibe un hombre de cabello cenizo que cobra veinte centavos cubanos por el viaje (poco menos de diez centavos mexicanos). Su piel sin luz contrasta con su camisa blanca e impecable. Lleva desajustada la corbata azul marino. Cuando el vehículo casi ha arrancado, llega corriendo un sujeto que carga un asiento de motocicleta en la mano izquierda. Aún no termina de subir cuando una voz anónima lo integra al grupo: —Y el resto de la moto ¿no lo pudiste traer? —algunos ríen. —Ojalá que cuando llegue a casa ya me la tengan armada —responde el del asiento en la mano. De allí en adelante, la guagua cobra visos de carnaval sobre ruedas, con el ruido del motor como telón de fondo. En cada parada suben más, bajan muy pocos. Más allá de las ventanas, La Habana se desliza a treinta y cinco kilómetros por hora. Es allí cuando el cobrador inicia un discurso imposible en otro ámbito que no sea de Caribe y de bloqueo: —Hay personas que parece que el único calor humano que reciben es encima de la guagua. Entonces se ponen en los lugares más estrechos para que todo el mundo los roce. Pero ustedes parecen más normales, así que háganse hacia atrás —habla en voz alta y capta la atención de la mayoría. Muchos sonríen con sus palabras. El hombre ayuda a subir a un anciano a la máquina. El resto de los viajeros se comprime aún más. Algunas quejas ahogadas escapan de diferentes rincones: quite la mano de ahí. No me pise. Con permiso. —Aprovechen ahora que está parada y muévanse —ordena el boletero. Después se refiere a una mujer—: abajo, coloca la mano más abajo, mi chiquitica. No tienes por qué buscarlo siempre arriba. Abajo puedes encontrar lugar también para agarrarte. Si quieres, puedes pasar a la segunda planta. Las sonrisas se relajan para convertirse en francas carcajadas. Dos adolescentes se abren paso con las mochilas por delante. —Eso es lo correcto, ustedes se ve que son una pareja inteligente. Pidan permiso inteligentemente: empujen y después se disculpan —dice alguien entre broma y reclamo. En una escala aborda un grupo de mujeres con bolsas llenas de vegetales. Tratan de pasar: avancen por favor. Un joven malhumorado lanza una respuesta agria: —A dónde ¿al cielo? Entonces el cobrador vuelve: —Los que faltan por ejercer su derecho a pagar el pasaje, por favor. Todos pueden pagar. Tomen su comprobantico. El vehículo ya rueda por los laberintos de La Habana Vieja, entre edificios cansados y autos anacrónicos. Al llegar a la zona de cuatro caminos, baja la mayoría. Quienes hasta hace un rato reían y reñían entre confianzas de familia improvisada, toman su camino sin despedirse. Piensan tal vez en llegar más rápido a la siguiente fila que deben hacer. La guagua se aleja con el estrépito de su motor agitado a seguir gastando el asfalto de la capital cubana. Entonces llega a la parada una mujer con una niña de la mano y dice: —Qué bueno, somos las primeras para la veinte. |