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De: 2158Fenice  (Mensaje original) Enviado: 17/03/2010 06:16
(La cercanía que nadie conoce... a pocos km de la Capital Buenos Aires).
 

Para saber más : Pueblos Turísticos: listado oficial

El programa oficial Pueblos Turísticos promueve e incentiva el desarrollo sostenible de pequeñas localidades de la provincia de Buenos Aires. Con la inclusión de Villa Logüercio, a fines de febrero, sumó su sexto destino; ya formaban parte del programa Azcuénaga, Carlos Keen, Gouin, Villa Ruiz y Uribelarrea.

Para integrar este grupo, los pueblos deben tener menos de dos mil habitantes, estar a cien kilómetros como máximo de Buenos Aires y contar con potencial turístico, desde sus atracciones (como estaciones de tren y capillas) hasta pulperías y almacenes de ramos generales o propuestas, como una cantidad de restaurantes que permita una planificación gastronómica del pueblo. Más información en www.pueblosturisticos.turismo.gba.gov.ar

Azcuénaga
 
En el partido de San Andrés de Giles, tiene unos 400 habitantes y un club social testigo de mil historias.

Donde el Club Apolo juega de local.

En el partido de San Andrés de Giles, una sede social, una sastrería-restó y más.

Donde el Club Apolo juega de local
Justo cuando la estación cumplía cien años, el tren dejó de pasar Foto: Federico López Claro.
 
Bar, cancha de bochas y pileta 
 

Cuando salía de gira, la compañía de radioteatros en vivo de Juan Carlos Chiappe actuaba en el Club Recreativo Apolo, de Azcuénaga. Para verla llegaban desde el campo las charretas, los sulkies y los caballos. Eran tan famosos los personajes que algunos actores que interpretaban a los malos debían salir escondidos para evitar los abucheos.

En los años 60 apareció la televisión. El primer aparato Franklin se colocó en el club para que todos vieran Bonanza , los programas de Pepe Biondi y los musicales de El Club del Clan . Se colocaban sillas en el salón de baile, que hoy mantiene su pequeño escenario, aunque ya no tocan grandes bandas de tango o folklore.

Pero el club sigue centralizando la actividad social de este pueblo del partido de San Andrés de Giles. Por eso, los fines de semana, cuando algunos viajeros llegan a descubrir un nuevo pueblito , muchos lugareños de esta localidad con 130 años de historia están dentro del Apolo, alrededor de las mesas redondas del bar, en la cancha de bochas con piso sintético, junto a las parrillas del fondo o en la extravagante piscina de 25 x 10 metros, demasiado grande para la cantidad de socios.

No disminuyó mucho la población local -siempre entre 300 y 400 personas-, pero sí la del campo, que era de unos 1500 habitantes y ahora de sólo algunas decenas. "La gente de los alrededores nutría al pueblo y le daba vida a las fondas", cuenta el historiador local Héctor Terrén. Había muchos comercios, grandes fiestas, bailes y romerías. Hasta que pasó el último convoy.

Cien años exactos vivió la estación de tren. Cuando los vecinos fueron a pedir permiso para festejar ahí, junto a las vías, el centenario del pueblo se enteraron de las malas nuevas : ya estaba firmado el decreto de cierre. Justo ese año. Los festejos se hicieron igual, con alegría, pero también con nostalgia.

La estación es lo más buscado por los visitantes. Ya no cuenta con el telégrafo ni los relojes, pero el edificio es encantador. Frente a él se ubican los dos restaurantes de Azcuénaga, con ambientes muy distintos. El más sofisticado es La Porteña, con un salón pequeño y aire acondicionado, atendido por la familia Capecci. Se especializa en pastas, que se pueden disfrutar después de los salamines caseros de La Nueva Greca.

El restó era una sastrería, cuenta Miguel Capecci, que ayudaba a su padre con los trajes del pueblo, hasta que cerraron a mediados de los años 40. Fueron precursores locales en cuanto a marketing: ofrecían cuotas y el cliente que ganaba un sorteo mensual se llevaba el traje sin saldar los pagos restantes. Miguel conserva el registro de los sorteos, además de tijeras, reglas y otras reliquias de aquellos tiempos más elegantes.

La Casona de Toto ofrece carne asada, pastas y dulces caseros, y sus paredes exhiben antiguas fotos familiares. Un mural de Miguelángel Gasparini potencia el ambiente de campo. Ambos restaurantes están en la avenida Pablo Terrén, principal vía de un pueblo que tiene apenas 16 manzanas y 39 números en su guía telefónica.

Señor cliente: mantenga su cuenta al día, así mantiene su crédito. En el almacén de Jorge Adami se fía, aunque con ciertas precauciones desde que una mujer dejó su cuenta impaga al mudarse de Azcuénaga. La despensa está junto a la histórica panadería, que no se llama más La Moderna, pero aún produce galletas de campo, pan y tortas negras en su horno de antaño.

En las calles hay unos pocos autos polarizados con tierra. Frente a la escuela y el jardín se encuentra la iglesia, que tiene como guardia a un búho que sobrevuela el interior. Pasa por encima del confesionario, donde la gente puede confesarse una vez por mes, cuando viene un cura desde Mercedes.

A 6 km de Azcuénaga se encuentra la Posta de Figueroa, por donde pasaron Juan Manuel de Rosas, Facundo Quiroga y José María Paz, entre otros. Es uno de los mayores atractivos de la zona y mantiene parte de la construcción del siglo XVIII. Se puede visitar con el permiso de Julio Figueroa Castex, que espera apoyo para mantener el lugar mientras narra las geniales historias del rodaje, allí a mediados de los años 90, de la película Facundo, la sombra del tigre .

Por Martín Wain
De la Redacción de LA NACION

 Mechita

En el país de las siestas largas

Cerca de Bragado, una localidad con inesperada vocación artística que no pierde el tren. 

La Colonia: 110 casas destinadas originalmente para la familia ferroviaria Foto: Matías Callejo.

En el país de las siestas largas

Ferrocarril del Oeste: como piezas de museo . Foto:Matías Callejo

No es Mercedes ni Mer ni Mecha. Es Mechita. Y, como su nombre, el pueblo es chiquito y entrañable.

Fue bautizado así en honor a Mercedes, la nieta del presidente Manuel Quintana, que en 1904 donó parte de su campo Los Manantiales para la construcción de talleres ferroviarios, depósitos de vagones y un playón de maniobras.

Y así, al calor de las locomotoras del Ferrocarril Oeste, vibró Mechita durante casi un siglo (por estos días la estación cumple 100 años). Sin ser excepción, comenzó a apagarse con la crisis del ferrocarril, allá por los años 70. Cuando sobrevino la privatización de los ramales, ya en los 90, en Mechita quedaba apenas medio centenar de obreros ferroviarios, contra los 1500 que tuvo en sus épocas de esplendor. La población también se fue encogiendo: de 5000 habitantes, pasó a tener poco menos de la mitad.

Pero Mechita no desapareció ni se convirtió en un caserío fantasma ni nada de eso. Resistió como pudo -una acería de la vecina ciudad de Bragado es actualmente la principal fuente de trabajo- y hoy es un pequeño remolino de proyectos.

No es un dato menor el hecho de que su estación todavía funciona -tiene una frecuencia diaria a Once, además de las locales a Olascoaga y Bragado- y que desde hace cinco años celebra el Día del Ferroviario, casualmente el primer domingo de marzo.

Sigue siendo, claro, un pueblo de siestas largas, calles de tierra, gansos que se cruzan en el camino, ligustremias en flor y vecinos afables.

Vecinos como Roberto Silva, que sábados y domingos se encarga de abrir las puertas del Museo Ferroviario ("Centro Cultural Museo Ferroviario Mechita", corrige él). Entre donaciones y lo que se pudo recolectar, hay un poco de todo. Desde máquinas pica-boletos y linternas de guarda hasta una curiosa colección de fotos en sepia. En ellas se adivina el rostro de tanto inmigrante que recaló en estas tierras de pan y promesa. Incluso el indio del turbante, famoso porque se rehusaba a lavar aquellas máquinas que hubieran atropellado ganado.

También hay vecinos como Rogelio Irineo Ponce, otro ferroviario jubilado (ninguna rareza en Mechita). Ponce tiene un chalecito en lo que los lugareños llaman La Colonia, un barrio de 110 casas de ladrillo y techo de chapa, prolijísimas, que los ingleses construyeron para albergar a la numerosa familia ferroviaria, y que fueron declaradas patrimonio histórico.

"Era un placer trabajar con la administración inglesa. Había disciplina, respeto y verdadera cultura del trabajo; con ellos uno no estaba sentado jamás", rememora este hombre que carga con tantos años como recuerdos. Cuenta, por ejemplo, que no se podía tomar mate porque se armaban rondas y se demoraba el trabajo, pero sí té o café. O que se cobraban 300 pesos de sueldo y 60 de prima por asistencia perfecta. Y que él, claro, no faltó ni llegó tarde jamás.

Pero no todo es añoranza y nostalgia ferroviaria en Mechita. Existe un lento resurgir; de hecho, tiene en el arte una de sus expresiones más notables. Juan Doffo es artista, mechitense e impulsor del proyecto que es todo un orgullo en el pueblo.

Se trata de la plaza de las artes, un pequeño museo que reúne obras donadas por los amigos artistas de Doffo, con la única consigna de pintar sobre Mechita. Adolfo Nigro, Eduardo Medici, Jorge Di Ciervo, Gabriel Sainz, Ernesto Bertani, Zulema Maza, son algunos de ellos.

El Recreo Don José es otro imperdible del pueblo. César Giommi, su creador, se define como el Regazzoni mechitense , ya que produce obras de arte con hierros, chapas o rezagos de ferrocarril.

"Me las rebusco con todo lo que encuentro", se sincera. Da gusto, la verdad, dar una vuelta por el enorme galpón en el que conviven, entre cientos de insólitas esculturas, un Inodoro Pereyra, un mosquito gigante, un Jesucristo o una locomotora en miniatura, además de un Falcon fileteado o la trompa del Mercedes particular de Fangio.

Por lo demás, el inventario de Mechita dice que hay dos escuelas primarias, una secundaria y un bachillerato de adultos; dos iglesias (una católica y una evangélica), una salita de primeros auxilios, una biblioteca popular, un quiosco amarillo y rosa que los fines de semana funciona como pub, y un Club Social y Deportivo, más conocido por todos como Club de Chapa, al estar recubierto por láminas del metal.

Ah, también está el llamado Baúl de los Recuerdos, que se enterró junto a la estación en 2006, para los 100 años del pueblo. Al parecer, todos los vecinos acercaron fotos, cartas y hasta guías de teléfono para ser depositadas en el baúl. Se supone que éste va a ser abierto dentro de 100 años, cuando el pueblo cumpla su segundo centenario.

Porque todos, por supuesto, auguran una larga y próspera vida para Mechita.

Por Teresa Bausili
De la Redacción de LA NACION

Más información mechitaenlaweb.com.ar

Uribelarrea

Macedonio, Juan Moreira y una pulpería centenaria.

En sus calles de tierra se filmaron varias películas, pero la calidez de Uribe no es ninguna ficción.

Macedonio, Juan Moreira y una pulpería centenariaFoto:Andrea Knight
 
Comida & surtidores, como antes.

"El cartel está equivocado. Dice 1860, pero en realidad debería decir 1890; esta pulpería es del mismo año de la fundación del pueblo." Ignacio Marcos es de esos vecinos inquietos, curiosos, y el mejor guía informal para recorrer Uribelarrea, pequeño pueblo del partido de Cañuelas, a 82 kilómetros de Buenos Aires.

El cartel en cuestión está en la entrada de El Palenque, antigua pulpería que se mantiene, revoque más, revoque menos, como en ese entonces, 1890, y es la única que abre todos los días del año.

Lo que atrae de Uribelarrea son justamente esos aires del pasado, con casas centenarias en muy buen estado, calles de tierra (sólo el acceso y la vuelta a la plaza están asfaltados), rica gastronomía y mucha, pero mucha tranquilidad. Aunque los fines de semana la calma extrema se altera con los visitantes. Varios llegan por el día para comer y dar unas vueltas. Algunos se alojan en las estancias cercanas y otros tienen quintas.

Ignacio y su mujer, Silvia, hace más de cuatro décadas que eligieron el lugar para vivir. Conocen a la mayoría de los 1200 habitantes y guardan recuerdos especiales, como cuando Rodolfo Bebán, en un alto de la filmación de la película Juan Moreira , se acercó a saludar. "Me encandilaron sus ojos azules, -recuerda Silvia-. Evita , de Alan Parker, también se filmó acá, pero la producción era muy hermética, no pudimos tener contacto con los actores".

También son de los pocos que conocen con lujo de detalles la historia del pueblo, porque se tomaron el trabajo de investigar hasta las raíces y escribir dos libros: Uribelarrea, un pueblo con historia y Uribelarrea, un pueblo de puertas abiertas , que se consigue en los restaurantes de Uribe, como todos llaman al pago.

"Cuando empecé a preguntar por los orígenes del pueblo nadie sabía nada. Me dio fastidio, averigüé y me puse a escribir", cuenta Ignacio, que nació en Salamanca, España, y estaba acostumbrado a ciudades con pasado conocido.

Ignacio comparte sus conocimientos. Al pasar junto a la iglesia de Nuestra Señora de Luján, frente a la plaza octogonal, explica que fue construida en honor a la mujer de Miguel Nemesio de Uribelarrea, Manuela Olaguer Feliú y Azcuénaga, y junto con ella se originó el pueblo, primero como Colonia Agrícola.

Durante muchos años, hasta mediados de la década del 60, fue un importante centro lechero. Pero con las sucesivas crisis los tambos cerraron. Así, el pueblo estuvo años encallado hasta que el turismo golpeó, entró y lentamente surgieron nuevas propuestas.

Uno de los artífices de la transformación fue José Luis Nacucchio, dueño de uno de los restaurantes más conocidos del lugar, Macedonio, frente a la estación de tren, que todavía pasa, pero sólo una vez por día, desde Constitución.

"Llegué a caballo hace 30 años y siempre miraba esa esquina de 1892 codiciosamente, hasta que un día, hace siete años, la alquilé, no sabía muy bien para qué, fue algo impulsivo", cuenta sobre el origen del restaurante que le rinde homenaje a Macedonio Fernández.

Hecho en casa

Macedonio recrea la ambientación de 1910, momento de esplendor de esta antigua tienda de ramos generales, parada obligada de los gauchos que llegaban a comercializar sus productos. "Yo quería hacer un lugar tipo museo, rescatar cosas antiguas, pero para disfrutar, para aposentarse", recuerda.

Chango, como lo llaman, tiene en funcionamiento dos restaurantes, Macedonio y Leonardo, que abren los fines de semana al mediodía. Wimpi y el hotel La Posta de Uribe "están cerrados, esperando mejores tiempos", explica

A Naccuchio lo siguieron otros, como el matrimonio de Renata y Horacio Martínez, que creó el Valle de Goñi, establecimiento caprino donde producen y venden quesos y dulces de cabra, y los fines de semana sirven meriendas. Entre abril y mayo se les puede dar la mamadera a los cabritos y ver el ordeño de las cabras. Y durante todo el año proponen visitas guiadas por el campo.

También recaló allí Enrique Rey, que hace un año abrió La Uribeña, bar de picadas donde elabora cerveza casera. "Nos vinimos para acá por la tranquilidad, antes tenía una fábrica de soda en el Gran Buenos Aires, ahora producimos cerveza", cuenta en el salón del bar, una vieja esquina que tardó dos años en acondicionar.

Los productos artesanales, en producciones pequeñas, son marca registrada en Uribelarrea. Pueblo Escondido, por ejemplo, es una fábrica que elabora fiambres y embutidos desde 2003, con recetas españolas e italianas de los abuelos de Miguel Carello, ingeniero que estudió en la Escuela Don Bosco, del pueblo. En el Almacén de Campo se comercializan todos los fiambres y embutidos, además de quesos, mermeladas, dulce de leche y miel de productores de la zona, y un salón de picadas que abre los fines de semana. En la Escuela Salesiana Don Bosco venden el mejor dulce de leche del pueblo. Es un secundario agrotécnico, donde crían animales y fabrican quesos, embutidos y, por supuesto, el famoso dulce.

El paseo termina en el Museo de Máquinas y Herramientas, formado con las donaciones de todos, donde era el galpón de encomiendas del ferrocarril, frente a las vías. Ignacio Marcos, el vecino inquieto y curioso, confiesa: "Mi sueño es hacer un museo con la historia del pueblo". Otro desafío, en un Uribelarrea que crece.

Por Andrea Ventura
De la Redacción de LA NACION



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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: 2158Fenice Enviado: 17/03/2010 06:24

Gouin

Pequeños pueblos con encanto.

Tan lejos y tan cerca de la Capital, un puñado de localidades bonaerenses hace de la austeridad, el pasado, la arquitectura ferroviaria, la comida casera y, sobre todo, la calidez sus mejores argumentos para conformar un nuevo circuito turístico.

Foto:FERNANDO LOPEZ CLARO
 
Foto:Silvana Colombo
 
Una de las principales es la Fiesta Patronal, en el mes de Octubre, en honor a Nuestra Señora del Rosario;
donde se realizan demostraciones de destreza criolla, doma, espectáculos musicales, danzas, misa  de campaña,
entre otras actividades.A fin de año se realiza también la “Navidad en el Campo”, con un Pesebre Criollo de características particulares.
Los once kilómetros de tierra desde la ruta 7 hasta el pueblo bonaerense de Gouin, ahí nomás de Carmen de Areco, pueden representar un viaje más largo que, digamos, los 1037 kilómetros de Capital a Mendoza. Es que llegar a Gouin es casi como viajar en el tiempo. A dos horas, dos horas y pico, de Buenos Aires, esta centenaria estación, por la que hace ya mucho no pasa ningún tren, ciertamente vive a otro ritmo. Poco más de cien pobladores, calles de tierra, casas de cien años, boliche tipo pulpería y, sobre todo, una relativa desconexión con lo que ocurre más allá de aquellos once kilómetros... Visitar Gouin es todo un viaje. Ingresar en su almacén de ramos generales es saltar a una realidad paralela. Lo mismo ocurre con otros tantos pueblitos cercanos. Es decir que para ir lejos no hace falta cruzar los límites de la provincia de Buenos Aires. Ni siquiera hay que recorrer más de 300 kilómetros. Basta con explorar alguno de los muchos caseríos que sobreviven hacia el norte, el oeste y el sur de la gran ciudad.Para eso, las excusas pueden variar. Algunas poblaciones se han desarrollado explícitamente como productos turísticos con buena prensa o han crecido como polos gastronómicos de fin de semana. Otras tienen precisamente el atractivo de lo aún no descubierto. Algunas, como Gouin, subsisten en torno de una antigua estación ferroviaria, imperdible para fans de los trenes o aficionados a la historia en general. Y otras más parecen merecer un vistazo aunque sólo sea por su nombre: ¿Cómo resistir la tentación de averiguar qué habrá en el pueblo de Heavy? ¿De dónde vendrá la denominación de Mechita? ¿Qué nos esperará en Beguerie, Oliden o Domselaar? Lo mejor es que las respuestas aguardan a distancias relativamente cortas. Para este suplemento especial, un equipo de redactores que ha sabido explorar desde la Antártida hasta la Polinesia salió a relevar apenas un puñado de estos pequeños pueblos con encanto: Azcuénaga, Bartolomé Bavio, Gouin, Mechita, Tomás Jofré y Uribelarrea. Así es que esas y otras tantas locaciones forman esta guía posible y muy ampliable para los que quieran explorar algunos rincones bonaerenses poco transitados, muchos de ellos sin siquiera oferta de alojamiento (aunque en el menú haya algunos más frecuentados, como Uribelarrea y Tomás Jofré). Quien emprenda esta aventura a corto plazo, deberá tener en cuenta que el común denominador de estos destinos no es precisamente el glamour. Si algo comparten son historias similares de trenes que ya no pasan o no paran (un hecho que suena a metáfora), habitantes que parten en busca de otros horizontes, gobiernos que miran para otro lado; olvido, postergación y abandono. Aunque también los une la palabra mágica, esperanza. La apuesta a una nueva vida o una segunda oportunidad de la mano del turismo. Buen viaje.

Daniel Flores

A 11 kilómetros del mundanal ruido.

Una estación reciclada como restaurante y un boliche típico... que no se parece a ningún otro

A 11 kilómetros del mundanal ruido

Juan Dalton (a la derecha), de tertulia en el boliche de los hermanos Colera. 

Foto:Silvana Colombo

Ex estación, actual restaurante de pastas.

Los 137 kilómetros de ruta ayudan a desprenderse de Buenos Aires, seguro. Pero los últimos 11 por tierra realmente terminan de transportar a un universo paralelo. Y entonces, sí, uno está listo para la experiencia Gouin. Por un lado, Gouin es sólo uno más entre docenas de pequeños pueblos bonaerenses con estaciones de tren inactivas o... muertas. Pero por otro, no hay pueblo que se parezca a Gouin. Quizá porque está a la distancia justa de Buenos Aires como para que la ciudad realmente quede atrás, lejos. Quizá por el mencionado camino de tierra, que lo aísla casi preventivamente del progreso, sea bien o mal entendido. Ahora, lo que claramente puso a Gouin en el mapa turístico fue un emprendimiento personal. Hace once años, el matrimonio de Rochi Aguilar y Santiago Manion decidió instalarse en el pueblo y probar suerte abriendo un restaurante en su centenaria y entonces inutilizada estación de la Compañía General de Ferrocarriles de la provincia de Buenos Aires. De capitales francoargentinos, este tren unió Pompeya con Rosario hasta los años 80. La suspensión del servicio, como se ha dicho incontables veces sobre incontables pueblos, puso a Gouin en pausa por bastante tiempo. Hoy, el restaurante que ocupa las salas de aquella estación en ruinas es la principal excusa por la que los turistas llegan cada fin de semana hasta el pueblo. Entre el viejo reloj de péndulo, el telégrafo, la caja fuerte y otros equipos ferroviarios franceses se sirven pastas y, si se avisa antes por teléfono, parrilla. El gasto por cubierto parte en 45 pesos con bebida y postre. Se puede comer adentro de las salas o, mejor todavía, en el mismo andén. Desde la estación, si se camina hacia el microcentro del pueblo se pasa primero por el Club Sportivo Gouin, una pequeña sede social, una cancha de fútbol y, lo más interesante, las ruinas de una cancha de paleta que, dicen, estuvo entre las mejores de la provincia. Continuando, ya en plena City, está el almacén de ramos generales de los hermanos Colera. El lugar lo abrió el abuelo Colera en 1915 y, según dicen, no ha cambiado mucho desde entonces, igual que el resto de las cosas que hay en Gouin. Como apuntan los parroquianos, que en un rincón tienen un mostrador y unas sillas para tomarse unas copas, éste es el shopping del pueblo, donde se venden desde alpargatas hasta mortadela. Frente a lo de los hermanos Colera está el bar Don Tomás, otra casa centenaria donde funcionó antes la escuela y una peluquería. La ambientación del boliche no se podría lograr ni con un presupuesto de un millón de dólares de la dirección de arte de James Cameron. Pósters del Gauchito Gil, viejos vinilos, botellas cubiertas de polvo, una mesa de pool con más noches que la luna de Gouin... El salón es sencillamente perfecto para las veladas de guitarras y truco que se arman periódicamente. Uno de los infaltables animadores de estas noches de boliche es Juan Dalton, una celebridad en el pueblo. Alto, muy rubio y peinado a la gomina, pañuelo al cuello y un escarbadientes y un Benson & Hedges en la boca, al mismo tiempo, Dalton parece John Wayne. En serio. Si el hombre pasara caminando por la calle Florida, más de un cazaturistas se le acercaría hablando en inglés. Pero es criollo como el pastelito. Lo que pasa es que sus cuatro abuelos fueron irlandeses. Ni en Dublín deben quedar Irishmen así. Dalton, el gaucho que podría haber sido actor de cine o cowboy, invita a tomar una copa a lo de los Colera, pero pide un minuto antes para ponerse una camisa. "¿Vos estás apurado?", le pregunta a Pocho Cardone, su vecino, de pelo y barba bien blancos, bombacha y alpargatas reglamentarias. La pregunta es mera cortesía. ¿Qué posibilidades hay de que en los últimos cincuenta años nadie haya estado nunca apurado en Gouin? Cardone, Dalton y otros se acomodan en un rincón del shopping de los amistosos Colera para culminar una tarde soleada sin calor. Más Benson & Hedges, alguna cerveza, un Gancia con soda y limón, acompañan la tertulia sobre la agenda del pueblo: el mejoramiento del camino de entrada, que algunos ansían y otros resisten; los viejos y buenos tiempos en que el tren pasaba por ahí; la Fiesta del Pastelito, que también hizo mucho para devolver a Gouin al mapa, y, claro que sí, también los grandes temas del país, como la fortuna de Ricardo Fort ("¡Ese tiene más plata que Tinelli!", apunta uno. "¿Quién es Tinelli?", pregunta otro). Típico de estas casonas de pueblo, el almacén se mantiene fresco gracias a sus techos bien altos y la falta de ventanas. El sol, sin embargo, entra por las puertas de madera con vidrio y produce una iluminación tenue y muy particular, como difusa, que en el transcurso de la tarde va barriendo el mostrador de una punta a otra. Entre charlas y silencios bien repartidos empieza a oscurecer y llega la hora de volver al mundanal ruido. Pero es imposible, después de la experiencia Gouin, apurar el paso hasta el auto. Al contrario, es como que los pies pesan más que antes y los once kilómetros de vuelta a la ruta 7 también tienen un ritmo ralentado bajo el cielo naranja. En la ruta 7 espera una cola de camiones a 60 km/h, la radio, un agua mineral, estaciones de servicio abandonadas... Dos horas de viaje solitario para pensar tranquilo, para que, como escribió Raúl González Tuñón, "un paisaje o una emoción o una contrariedad nos reconcilien con la vida pequeña y su muerte pequeña", y para imaginar un pronto regreso a Gouin.

Por Daniel Flores
De la Redacción de LA NACION

Tomás Jofré

Almuerzo bajo los árboles

A esta altura, este polo gastronómico no es ningún secreto. Cientos de comensales lo eligen para alimentarse cada fin de semana.

 
Almuerzo bajo los árboles
Silvano Foto:Vera Rosemberg
La casona 

"Te voy a llevar a un lugar increíble, donde vas a comer bajo los árboles los mejores ravioles de tu vida", me dijo mi amigo Juan Cruz un buen día de 2001. Enfilamos entonces para el Oeste por la ruta 5 camino a Mercedes.

No llegábamos nunca; hacía mucho calor. Hasta que, en el kilómetro 91,5, doblamos por un camino rural y, después de 8 kilómetros más, ingresamos en un pueblito perdido con tres o cuatro restaurantes, mesas efectivamente bajo los árboles y la hospitalidad, tan remanida, pero no por eso menos auténtica, de la gente de provincia.

Nos sentamos en un patio junto a un algarrobo. Entonces el mozo trajo el mejor salame de mi vida, literalmente, con generosa galleta de campo y, luego, una fuente de barro con ravioles gratinados como se gratinaba antes en las casas donde se cocinaba en serio -nada de película de gratén plastificado de microondas-, casi hasta quemar. Raviolones bien grandes y ricos, como el sol que iluminaba el patio de tierra.

Esta experiencia hoy resulta un poco más difícil porque Tomás Jofré se hizo famoso como polo gastronómico. Aunque dicen que los sábados todavía son mejores días que los domingos para disfrutar este pueblo encantado ligado a los salames, las pastas, la comida casera.

La localidad, que en rigor se llama Jorge Born, pero que nadie la conoce como tal y sí como la estación de ferrocarril (en desuso) Tomás Jofré, se convirtió en un centro gastronómico reconocido por sus restaurantes y almacenes de campo que sirven comidas tradicionales: raviolones, asador criollo y el renombrado salame quintero que tiene su fiesta todos los años en la vecina localidad de Mercedes, a sólo 15 kilómetros.

La fama del sitio se justifica largamente: aunque la notoriedad comenzó a extenderse a mediados de los años 80, en este pueblo hay rincones de cocina auténtica que datan de la década del 30. Este caserío sin iglesia ni comisaría, con calles sin nombre y poco más de cien habitantes recibe todos los fines de semana a miles de comensales en sus restaurantes. Entre los locales más antiguos están la Casona de Tomás Jofré (1932), Don Silvano (1963), con el palenque en la puerta para dejar el caballo atado, y el Comedor Frontera.

Silvano nació como almacén de ramos generales: por eso conserva el palenque y el surtidor YPF del tiempo del ñaupa. Según sus dueños, de origen piamontés, ellos hicieron famosa la receta -que jamás revelan- de los raviolones en fuente de barro gratinados al horno. Son una familia completa y numerosa que atiende y sirve tabla de fiambre con galleta de campo, la mencionada pasta con estofado de pollo, fideos al huevo cortados a cuchillo y algún postre casero, para qué más.

En el restaurante Esquina de Campo se suman las empanadas de carne cortada a cuchillo, el pollo al disco y los sorrentinos de ricotta y jamón, entre otros platos. Pero la fama de Tomás Jofré creció ligada a un plato único, los raviolones, así que hay que pedirlos para saber de qué se trata este manjar que hizo historia, la historia de un pueblo que se salvó del olvido gracias a una receta de cocina.

Por Silvina Beccar Varela
Para LA NACION

B. Bavio

Dos vagones de recuerdos

Fundada como General Mansilla, una localidad con dos nombres y un curioso alojamiento ferroviario.

Dos vagones de recuerdos

Siga la vaca: no muchas cosas cambiaron en Bavio Foto:Mauro Alfieri

La doble vida de un furgón de carga .

Mirta Eguilor, dueña del mercadito Mi Destino, que vende desde bombachas de campo y alpargatas hasta pan y alimentos para animales, aclara: "Esto es Bavio, no Mansilla".

Es que este pueblo con dos nombres, en el kilómetro 94 de la ruta 36, muy cerca de Magdalena, fue fundado como General Mansilla en 1901 en los alrededores de la estación Bartolomé Bavio. Y parece tener, también, dos pasados: uno de pujanza y progreso que llegó con el tren, en 1887, y otro, el que debió adaptarse a los tiempos cuando el tren tocó por última vez su silbato en 1978.

Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió con muchos pueblos que desaparecieron cuando el tren dejó de circular, los bavienses apelaron a su orgullo e identidad para enfrentar el desafío de reconvertirse y adaptarse a los nuevos tiempos. Y lo lograron. Eso explica un poco el arraigo a su identidad. Y también explica el cambio de fisonomía: aquí no hay boliches ni pulperías ni viejos palenques, sino una urbanización si se quiere actual. Aunque el espíritu y el estilo de vida se conservan intactos.

Downtown Bavio

"¿El centro? Y... centro centro no hay... Si busca la plaza principal está aquí no más, a unos 500 metros, del otro lado de las vías", indica Mirta, que tiene su mercado muy cerca de donde aún se puede ver... el pasado. Porque las huellas de lo que supo ser este pueblo pionero aún sobreviven en la antigua estación de estilo inglés inaugurada en 1887, muy bien conservada y hoy reconvertida en jardín maternal y vivero, donde todavía se pueden encontrar viejos dispositivos de época construidos en Inglaterra, así como un molino de agua que todavía se usa y el vagón de carga abandonado a su suerte a pocos metros de lo que fue el andén. También, en la modesta y austera parroquia de Nuestra Señora de Luján, de 1932, que se encuentra apenas a dos cuadras de la plaza principal, y en las viejas construcciones de madera y cinc del que supo ser el centro comercial, sobre la avenida Almafuerte, y frente a la vieja estación.

"Usted tuvo que haber visto lo que era esta calle hace años... ¡No se podía caminar de la gente! -cuenta don Aldo, paisano entrado en años que parece haber sido testigo de toda la historia local-. Pero cuando se fue el tren los comercios se fueron del otro lado de la vía, donde estaban las casas. ¿Para qué se iban a quedar en una estación que ya no se usaba?" Una lógica implacable.

El centro se mudó, los paisanos cambiaron los caballos por las 4x4 y la fisonomía se transformó: hoy aparece como un pueblo moderno (si le puede caber el término) que sigue viviendo intensamente.

Proyecto sobre rieles

Miriam Gatari llegó aquí hace más de una década harta del caos porteño. Default mediante, compró un campo de 21 hectáreas a 3 kilómetros de la ruta y comenzó una nueva vida: "El campo estaba bastante dejado, aunque tenía buena infraestructura. Pero lo que me conquistó fueron los dos viejos vagones de tren de carga instalados muy cerca de la casa principal. Así que me dije bueno, vamos a usarlos para recibir gente. De a poco fuimos mejorando las edificaciones, convertimos los vagones en alojamiento, construimos la piscina, montamos un mini spa...", enumera. El emprendimiento se llama Los Dos Vagones (no podía ser de otra forma) y cada uno tiene capacidad hasta para seis personas con todas las comodidades. Claro que ofrece lo habitual en propuestas de campo, como cabalgatas, paseos en bici, granja, huerta y más. La cocina y la atención están en manos de Rafael y Karina, los caseros, que se desviven por atender.

"Quise rescatar algo de la historia y el patrimonio de la zona, que es tan rico y que vale la pena conocer. Por eso la ambientación es bien rústica y con elementos de época", argumenta Miriam.

Esa historia también vive un poco más allá, en algunas de las viejas casonas y cascos que aún conservan el encanto de tiempos idos. El Rincón de Donatella, en el kilómetro 106 de la ruta 36, es uno de ellos. Este viejo parador de reseros construido en 1856 hoy funciona como restaurante, almacén y tienda de ramos generales casi como entonces. José Luis Boffa, hijo de doña Donatella (aunque todos, hasta su familia, la llaman Dani), cuenta: "Cuando llegamos el lugar estaba abandonado. Se llamaba Paraje Starace y a mí me llamaba mucho la atención que teniendo un nombre italiano tuviera una cancha de paleta intacta, porque la paleta no es un deporte muy de italianos. Así que me puse a investigar y descubrí que el lugar había sido levantado por un vasco que construyó la cancha para jugar con sus amigos".

La cancha está intacta igual que las centenarias paredes pobladas por decenas y decenas de objetos que cuentan la historia del lugar. La cocina es un tema aparte: "No tenemos menú. Acá se come lo que mi vieja quiere", expresa José Luis. Exageradamente abundante, cada comensal paga $ 45 y doña Dani comienza a traer comida hasta que le digan basta. Si bien hay el típico asado, se destacan los platos italianos como frituras de cardo o los ravioles de ortiga. "Nadie se va descontento de acá", dice José Luis. Y nadie lo desmiente.

Por Diego Cúneo
De la Redacción de LA NACION

 
Especial

Próximas estaciones

Otras buenas opciones para detenerse y probar en el amplio ramal de pequeños pueblos turísticos desparramados por la provincia de Buenos Aires

Próximas estaciones

Carlos Keen

A 15 kilómetros de Luján, Carlos Keen es quizás el pequeño pueblo turístico bonaerense más conocido por los porteños. La ruta 7, por la que se llega, fue remozada: ya no es aquel camino intransitable lleno de baches que hacía más complicada la aventura. Una vez allí, la villa asoma con su encanto de casitas bajas y sonidos tranquilos, más algún perro ladrando desorbitadamente vaya a saber a qué espíritu de antaño que extraña su querencia.

La iglesia de San Carlos Borromeo (1906), la escuela, el viejo correo, la biblioteca popular y el centro cultural El Granero en la vieja estación de tren desnudan su parsimonia a los atribulados porteños que llegan con otros ritmos y, lentamente, se amoldan a los tiempos serenos del pueblo.

Para comer, los restaurantes Angelus, Maclura, Bien de Campo, La Casona, Lo de Tito o el Comedor Los Girasoles cubren las expectativas de los paladares gourmet. Especialmente este último, perteneciente a la fundación Camino Abierto: desde el deck del comedor donde se sirven especialidades exquisitas como los ravioles de borraja, los ñoquis de rúcula y zapallo, el conejo a la cazadora o los panes al horno de barro se ven la huerta orgánica y los gansos que chapotean en el lago con peces. Hugo Sentineo y Susana Esmoris educan allí a chicos en situación de riesgo y les dan herramientas y esperanza para encontrar la armonía perdida.

www.caminoabierto.org.ar

Vagues

Por más que no tenga nada que ver (recuerda a José Vagues, pionero que también dio su apellido a la estación de tren), el nombre invita al descanso tan merecido. Parecería que si uno viaja a Vagues puede colgar el cartel de No insista, no lo atenderemos porque estamos haciendo fiaca.

Y en ese sentido, Vagues, con apenas 90 habitantes, no defrauda al viajero. Porque desde los cinco kilómetros de ruta de acceso al pueblito, al doblar en el km 110 de la ruta 8, un poco antes de San Antonio de Areco, los árboles casi tocan los autos y nos dan la bienvenida: a nosotros y también a los peatones y los corredores arequeros que usan este camino para entrenar, tal es su tranquilidad. Y por la misma parsimonia que transmite el verde omnipresente, y por el sonido de relinchos de caballos y no de autos en esta zona de cría y de haras importantes. Y también porque hay una lindísima posta de nueve habitaciones en galería, con una parrilla con música en vivo todos los domingos y feriados, atendida por sus dueños, Elba y Osvaldo.

Villa Lía

A 24 kilómetros de San Antonio de Areco, sobre la ruta 41, aquellos que disfruten con las fiestas patronales de los pueblos chicos deberían darse una vuelta por Villa Lía el fin de semana próximo. Porque este pueblo cuadrado de 115 manzanas, 1200 habitantes y sólo una calle asfaltada se enciende para celebrar el cumpleaños de San José y su pequeña capilla, construida en estilo colonial en 1929. Y en esas fechas parecen menos austeras la vieja estación, el horno de cocer ladrillos, el almacén de ramos generales (Pascual o Carnedo, son sólo ésos), la panadería de horno de leña y la plaza José Hernández, sin baldosas ni vereda, una auténtica plaza de pueblo rural de inmigrantes.

En el Museo Rostros de la Pampa, declarado de interés provincial, pueden verse objetos relacionados con la historia de la inmigración entre 1870 y 1930. Abre de 15 a 18, sábado, domingo y feriados, y la entrada cuesta $ 5 (menores, 2,50). Allí también funciona la hostería rural: una habitación con baño privado y desayuno para dos personas cuesta 350 el fin de semana (Informes, 4799-1106). Selva Carugati es la dueña del campo recreativo La Segunda, especializado en campamentos para colegios y cabalgatas, y trabaja actualmente en el proyecto Mujeres precursoras en el ámbito rural, siglos XIX y XX , que en agosto próximo tomará la forma de evento con pintura, música, teatro y charlas de historiadores.

www.pagosdeareco.com.ar

Hipólito Vieytes

Hipólito Vieytes es un pueblo que bien puede pasar inadvertido cuando se transita por la zona de Magdalena. A 23 kilómetros de esta ciudad, sobre la ruta provincial 20, es apenas un conglomerado de no más de una docena de manzanas que se distribuyen a los lados de lo que supo ser la vieja estación de tren fundada en diciembre de 1892.

En este pequeño caserío de poco más de 300 habitantes que en diciembre último cumplió 117 años, el tiempo parece pasar lento.

De la vieja estación de carga hoy apenas quedan vestigios, y el principal atractivo está, sin duda, en el local que ocupa la veterinaria El Palenque, sobre la calle principal y frente adonde estuvieron los andenes ferroviarios. El edificio, construido en 1917, luce una fachada renovada y prolija, pero al cruzar la pesada puerta de madera, uno se encuentra con un viejo almacén de campo casi tal como era entonces. El viejo mobiliario de madera, las fotos, las antigüedades y toda la parafernalia campera que cubre las paredes y cada uno de los rincones y se apilan en los centenarios pisos de parquet, bien valen una visita. Es que El Palenque funciona hoy no sólo como veterinaria, sino como ferretería y también como punto de encuentro para los lugareños, que cuando pasan por aquí aprovechan para entregarse a la charla y tomarse alguna copita de las añejas bebidas que quedan por cajas en la casa del propietario, el doctor Carlos Travascio. Un hallazgo.

Domselaar

En el kilómetro 58 de la ruta 210, a 15 kilómetros de la localidad de San Vicente y a 60 de la Capital Federal, se encuentra Domselaar. Este pequeño pueblo de nombre holandés y tradición gaucha fue fundado el 14 de agosto de 1865, cuando se inauguró la estación ferroviaria dentro de los campos que don Bernardino Van Domselaar había cedido para que se tirara el trazado del Gran Ferrocarril del Sur.

Debido a su proximidad con San Vicente, Domselaar siempre funcionó como una de las localidades rurales anexas al municipio, y de ahí que pese a que el tren ya no corre siga resistiendo y progresando.

El aire de campo se respira en cada rincón de este poblado de casas bajas y gente amable, especialmente en la vieja estación de paredes blancas y verdes y techo colorado. También, en el viejo caserón conocido como Castillo Guerrero, la construcción de cuatro plantas de estilo colonial barroco realizada por don Carlos Guerrero a fines del siglo XIX que se levanta muy cerca del centro de la ciudad y que funciona como museo. Ahí, en sus viejas paredes abundan pinturas, esculturas, mobiliario antiguo, libros de época y más, y sus amplios jardines para una larga caminata.

Más cerca del centro, también merece una visita la capilla de Santa Clara de Asís, de estilo romántico y construida en 1875 que sobresale sobre el resto de los edificios más típicos que la rodean.



 
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