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El Reino de los Sueños: El mundo magico de la Navidad
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: 2158Fenice  (Mensaje original) Enviado: 05/12/2015 10:57
 

 
PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN
 
"La Nochebuena del poeta"
 

En un rincón hermoso 
de Andalucía 
hay un valle risueño... 
¡Dios lo bendiga! 
Que en ese valle 
tengo amigos, amores, 
hermanos, padres.»

(De El Látigo)

I

Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al oscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Ave-Marías al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne:

— Pedro: esta noche no te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande, y debes cenar con tus padres y con tus hermanos mayores. — Esta noche es Noche-buena.

Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras.¡Yo me acostaría tarde!Dirigí una mirada de desprecio a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida.

II

Eran ya las Animas, como se dice en mi pueblo.

¡En mi pueblo: a noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra-Nevada!¡Aún me parece veros, padres y hermanos! — Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros, los criados...Porque en aquella fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego.Recuerdo, sí, que los criados estaban de pié y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento.Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre.Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes!¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes!Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba que había fabricado aquella tarde con un cántaro roto.¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem?Pues a esa música se redujo nuestro concierto.Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente:

Esta noche es Noche-buena,
y mañana Navidad;
saca la bota, María,
que me voy a emborrachar.

Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano... Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre...De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna:

La Noche-buena se viene,
la Noche-buena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.

A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón.

Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración... Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!...

La Noche-buena se viene,
la Noche-buena se va...

Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con nuestros leves años de peregrinación por la tierra...

¡Y nosotros nos iremos
y no volveremos más!

¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir!Entonces desfilaron ante mis ojos mil Noches-buenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Noche-buena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años...Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos, mil Noches-buenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, — mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada, mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía todos aquellos pensamientos. . .Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretóse que tenía sueño y se me mandó acostar...Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida.

Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado.

III

¿Dónde está mi niñez? Paréceme que acabo de contar un sueño. ¡Qué diablo! ¡Ancha es Castilla! Mi abuela paterna, la que cantó la copla, murió hace ya mucho tiempo.

En cambio mis hermanos se casan y tienen hijos. El arpa de mi padre rueda entre los muebles viejos, rota y descordada.Yo no ceno en mi casa hace algunas Noches-buenas.Mi pueblo ha desaparecido en el océano de mi vida, como islote que se deja atrás el navegante.Yo no soy ya aquel Pedro, aquel niño, aquel foco de ignorancia, de curiosidad y de angustia que penetraba temblando en la existencia.Yo soy ya... nada menos que un hombre, un habitante de Madrid, que se arrellana cómodamente en la vida, y se engríe de su amplia independencia, como soltero, como novelista, como voluntario de la orfandad que soy, con patillas, deudas, amores y tratamiento de usted!!!¡Oh! cuando comparo mi actual libertad, mi ancho vivir, el inmenso teatro de mis operaciones, mi temprana experiencia, mi alma descubierta y templada como un piano en noche de concierto, mis atrevimientos, mis ambiciones y mis desdenes, con aquel rapazuelo que tocaba la zambomba hace quince años en un rincón de Andalucía, sonrióme por fuera, y hasta lanzo una carcajada, que considero de buen tono, mientras que mi solitario corazón destila en su lóbrega caverna, procurando que no la vea nadie, una lágrima pura de infinita melancolía...¡Lágrima santa, que un sello de franqueo lleva al hogar tranquilo donde envejecen mis padres!

Ciro Alegría

"Navidad en los Andes"

Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.
Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
-¿Cómo dices que bien?
-Si hemos llegao bien, todo ha estao bien-, fue su apreciación.
El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.
Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.
Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
 
En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:
-José, pero si tú eres ateo…
-Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes eso ahora y…a los chicos les gusta la Navidad…
Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.
 
Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar…Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”, banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.
El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.
Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras” entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:


 
En el portal de Belén
 hay estrellas, sol y luna;
 la Virgen y San José
 y el niño que está en la cuna.

 
Niñito, por qué has nacido
 en este pobre portal,
 teniendo palacios ricos
 donde poderte abrigar…


Súbitamente las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”. Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.
 

-Señora Santa Ana,
 ¿por qué llora el Niño?
 -Por una manzana
 que se le ha perdido.
 
-No llore por una,
 yo le daré dos:
 una para el Niño
 y otra para vos

La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las “pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba:


 
A mi niño Manuelito
 todas le trae un don
 Yo soy chica y nada tengo,
 le traigo mi corazón.


La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.Las “pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las “pastoras” de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria.La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.

Gabriel García Márquez

"Estas navidades siniestras"

“Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social. Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina.

Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.

La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos, como sucede en España con toda razón, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria, perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.

Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen San Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina.

Según la leyenda nórdica, San Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes.  Hace poco más de cien anos pasó a Gran Bretaña y Francia, luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.

Todo eso en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños, viendo tantas cosas atroces, terminen por creer de verdad que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos”.

Estas navidades siniestras, de Gabriel García Márquez (24 diciembre 1980).  Publicado en Notas de prensa, 1980-1984. Editorial Norma. Mondadori.

 
 


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De: karmyna Enviado: 06/12/2015 00:58


 
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