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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: 2158Fenice  (Mensaje original) Enviado: 06/12/2015 06:32

 

 
 
CUENTOS DE NAVIDAD
 
Cuentos y Leyendas Populare
 
El ángel de los niños (España)
 
Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:

- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero, cómo vivir? tan pequeño e indefenso como soy.

- Entre muchos ángeles escogí uno para tí, que te está esperando y que te cuidará.

- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y sonreír, eso basta para ser feliz.

- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás su amor y serás feliz.

-¿Y cómo entender lo que la gente me habla, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?

- Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.

-¿Y qué haré cuando quiera hablar contigo? - Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.

- He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?

- Tu ángel te defenderá más aún a costa de su propia vida.

- Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor. - Tu ángel te hablará siempre de mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado. En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando ...

-¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!. ¿Cómo se llama mi ángel?

- Su nombre no importa, tu le dirás : MAMÁ

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EMILIA PARDO BAZÁN  (Cuentos de Navidad y Reyes)
 
"Los Magos"
 
 
En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos. Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos. «Ahí no encontraremos sino pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» -murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas. La llanura, uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de heno, planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola invisible. Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así: -Poder celeste, no des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille de nuevo! Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la estrella relumbró y chispeó. Al mismo tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras seculares de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente. Gozosa se dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que refulgía apacible en lo alto del cielo. Al alba dispusiéronse a emprender otra vez la jornada en busca del Niño. La mañana era despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno. Baltasar y Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel Niño, sin duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con su recibimiento a la reina de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente y las rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono del rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para recibir en ellos a Salomón... No podían dudarlo. El Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más grande, más fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería a todas las naciones; ceñiría la corona del universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes, se postraría la opresora ciudad del Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso... Mientras rumiaban tales ideas, la estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa advirtieron que se había separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes, probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la estrella y el desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en el desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana azul, sujeto a la frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se ofreció a conducirlos: -Yo le adoré la noche en que nació -dijo transportado. -Pues llévanos a su palacio y te recompensaremos. -¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla donde solemos recoger el ganado cuando hace mal tiempo. -Qué, ¿No tiene palacio? ¿No tiene guardias? -Una mula y un buey le calientan con su aliento... -respondió el pastor-. Su Madre y su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le velan amorosos... Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran Rey hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen consejo a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme; la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros: -¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos! El Mago de negra piel se detuvo y clamó a su vez: -Estoy aquí, estoy aquí... Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo las noticias que daba del Niño Rey. -Este pobre zagal nos engaña o se engaña -Exclamó Gaspar enojado-. Dice que nos guiará a un establo ruinoso, y que allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella ya no brilla y nuestro corazón desmaya. Melchor guardó silencio. Para él no se había ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente a medida que adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación, Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable apenas perceptible, idealmente delicada y melodiosa resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al Niño. -¿No oyes, Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje... o volvernos a nuestra patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí. -Y vosotros, ¿no oís la música? -repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de dulce llanto. -Nada oímos, nada vemos... -Responden los dos Magos, afligidos. -Orad, y veréis... Orad, y oiréis... Orad, y Dios se revelará a vosotros. Magos y séquito echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén. La niebla se disipa; el paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la estación; claros arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el gorjeo de las aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante y belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan las banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa a su lado y no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni advierten nada. -Van ciegos -exclama Melchor. Y los Magos aprietan el paso, mientras se aleja la cohorte.        
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SALVADOR RUEDA
 
EL PATIO ANDALUZ Cuadros de costumbres
 
"La noche-buena"
 

Nos hallamos en Andalucía.

La tarde, llena de vagos rumores empieza a declinar.

Algunas listas de fuego se extienden a lo largo del ocaso, y el color azul del cielo se trueca en violado, rojo o cárdeno, según que la luz con mayor o menor intensidad descompone sus rayos en el aire. Sevilla y Málaga y Córdoba, como el resto de Andalucía, y como el resto de España, penetran en la Noche-buena con su estrepito de almireces, el fragor acompasado de sus zambombas y el ruido de sus cien mil panderetas, cuyo estruendo, unido al de los villancicos alegres, al de las canciones populares y al concierto de bandurrias y de guitarras, forman ese extraño conjunto, vago y poetico, que en vísperas de Pascua caracteriza a la hermosa nación española. Apenas en el hogar, templo de todo lo más santo en esta noche, se encienden las luces, cuando ya innumerables comparsas, provistas de estandartes, luces de bengala, enormes panderos, trajes e instrumentos, atraviesan por todas las calles de la población, excitando el entusiasmo, y llevando tras de sí esas graciosas turbas de rapaces, que con sus carcajadas y gritos, dan mas carácter al cuadro deslumbrador y fantástico. Mientras así va la gente entonando a coro canciones donde se mezclan y vibran todos los sentimientos nacionales, en el hogar, no muy lejos de la ahumada chimenea, que ostenta su inmensa campana, bajo la que arde difícil castillo de troncos, la madre se goza en avistar cuidadosamente la cena, que habrá de ser por demás esplendida, toda vez que esta noche no tienen cabida en el alma las penas, y las risas trinan como pájaros en los labios, y las danzas estallan al compas de los corchos de las botellas, y el vino ríe a carcajadas cayendo en las copas resplandecientes. El cuadro es encantador. Al lado de la joven de encendido semblante que bulle entre un campamento de platos, tazas, jarros de cristal y fuentes de fondos rameados, el muchacho que a la lumbre se calienta, o mira embebecido la llama azulada que oscila y tiembla sobre los troncos como agitada cimera, o juega con el gato, al que hace sacar las secretas uñas, mientras vuelto hacia arriba se revuelca en el trozo de manta que cuelga de una silla, donde un anciano, el abuelo de los chiquillos, mueve de acá para allá las tenazas, cogiendo el carcomido tronco, que empuja nuevamente al centro de la lumbre, o prende fuego con un ascua al cigarro, dejando de hacer arder, por esta vez, la yesca, a los consabidos golpes del pedernal y del acero.

En el extremo de la cocina, que es donde tiene lugar la cena, se alza detrás de una silla la escopeta ; una ventana llena de grietas, cuyas hojas ni llegan arriba ni tocan abajo, muestra, a mas de recia tranca que la cruza de parte aparte, un enorme y oxidado cerrojo, que ejecuta una sinfonía de chirridos cada vez que se cierra; en el vasar descuellan sobre las tazas puestas boca abajo, cien pequeñas figuras que representan, ya un nido de porcelana, ya un gallo trasparente con alas de cristal, o bien un perro diminuto que observa con la misma inmovilidad y fijeza del barro; en un extremo de la estancia, asoma por detrás de un banco de madera el tieso carrizo de la zambomba, que al menor roce del cercano vestido da una nota ronca y ridícula; una fila de sillas hace alto alrededor de la cocina, cuyos asientos muestran esportillados agujeros, y por último, el techo se extiende sobre los revueltos circunstantes, con sus vigas informes y torcidas, sus tomizas enroscadas a las maderas, sus listas de cañas oprimidas unas con otras, y sus nidos de golondrinas, tristes y desiertos. Colgado de un clavo pende el negro candil, dentro de cuya taza culebrea la esponjada torcida que arde en el puntiagudo mechero, enviando a la habitación rayos macilentos. En un lebrillo de barniz verde y brillante, donde hay pintadas multitud de aves de largas plumas, bate la masa, ya en punto, la gallarda moza, en tanto que la madre de la joven deja caer en el aceite blandos aros en forma de buñuelos, los cuales dan un grito agudo al tocar el líquido y atraviesan a nado hasta las orillas, donde, sufriendo en los bordes el cosquilleo espumoso del aceite, van poco a poco tornándose del color del oro. Una lanza de hierro los ensarta, ya fritos, y trasportalos a otra enorme fuente, no menos pintarrajeada que el lebrillo. Tal se hacinan sobre ella los buñuelos, que la fuente acaba por convertirse en pirámide; y mientras en distintos platos se colocan, ya las tajadas del hebroso bacalao, ya los huevos con las aceitunas, o ya el blanquísimo arroz con leche, los chiquillos empiezan a mojar rubias tortillas en trasparente miel, echada a exprofeso, con escasa medida, en el fondo de plato fino.

Cuando en estas y otras tareas semejantes se muestra más afanada la familia, aparece en el umbral de la puerta el resto de la misma, que componen tíos y tías, sobrinos y sobrinas, hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, y todos los demás descendientes del abuelo, cual con un plato de dulces, quien con un cesto de fruta, el de allí con un cucharon enorme que amenaza dejar a todos sin comer, y el de allá, por último, con la repleta bota a la espalda, que después del saludo, alarga al abuelo, este a su vez la da a la madre de sus nietos, la madre de estos a su esposo, su marido a la cuñada, y esta, por fin, la inclina sobre un enorme vaso, que, una vez medio de vino, entrega a la gente menuda, no sin dejar de tasar ella los tragos, ni dejar tampoco de arrebatar el vaso de manos de aquel que permanece demasiado tiempo con la cara puesta hacia arriba. A todo esto, ya los chiquillos de ambas familias han hecho el alegre tejido del juego, y nada permanece en su sitio, ni al abuelo se le deja en paz, ni cesan los chillidos y las carreras, ni tampoco se deja de oir de vez en cuando el tronido de algún plato que se rompe, o de verse correr el agua de alguna copa vibrante, que rueda, formando trinos, sobre el suelo.  Pasada la efusión de los primeros momentos y acabada de preparar la cena, aproxima cada cual su asiento en torno de la mesa, y como en años anteriores, la familia completa, y hasta aumentada, da principio a la comida con el clásico potaje de garbanzos, después que el abuelo ha bendecido la cena. La tropa menuda, que forma en mesa aparte, no cesa de mover algazara, y una mujer de la familia, la más dulce y cariñosa, se encarga de estar a la vista del pequeño festín de los muchachos, ya haciéndoles los platos, ya prendiendo nuevamente la servilleta al que la deja caer, o ya imponiendo silencio a aquella zumbadora colmena de abejas alegres, que nunca llega a ver saciada su glotonería. No bien en la otra mesa se ha llegado a la mitad del primer plato, cuando una descomunal sopa de pan aparece en su centro, señal segura de que nadie puede seguir comiendo mientras no circulen las radiantes copas.

Llénanse los vasos, y después de empinar cada cual el suyo entre francas risotadas, guiños maliciosos y rancias sentencias, sácase la sopa de la fuente, y prosigue la bulliciosa cena. Describir los incidentes graciosos, las felices ocurrencias y el movimiento de vasos, cucharas, botellas, tenedores, tazas y fuentes, sería punto menos que imposible; se necesitaría poseer la ejecución de Fortuny… la paleta de Goya o de Teniers, para expresar el prodigio de luz, viveza y gracia. Cuando el último muchacho se ha rendido al sueño, y todos sus demás compañeros duermen junto a él en mullido e improvisado lecho, cuando el rescoldo de la chimenea se ha amortiguado, y el anciano ha referido a los chicuelos un largo cuento de encantados y princesas, salpimentado con las consabidas frases de Pues señor, érase que se era, Cuenta que contarás, ¿ Qué mal te quiere que por aquí te envía? y otra porción de fórmulas dictadas por sabroso castellano antiguo, las mozuelas, poniéndose de veinticinco alfileres, y los mozos, estirándose bien la faja y envolviendo el semblante en las vueltas de la española capa, lánzanse todos a la calle en dirección al templo, donde a punto de las doce da principio la cebrada Misa del Gallo. Las calles retiemblan bajo el peso de las comparsas, músicas, patrullas, bandadas de muchaDS y fiestas ruidosas, en las que resuenan las alegres sonajas, los punteos de guitarra, el eco de las canciones, el estrépito de las charangas y el fragor de los gritos, carreras y disputas, todo lo cual flota, ondula, mécese y reverbera como mar fantástico, donde a la vez arden cien luces de bengala, con que alumbra su paso la muchedumbre.

En las demás iglesias, como en la catedral, la gente se funde y se codea en incesante hervidero, viéndose en esta noche confundidos el vulgo y la aristocracia, la dama elegante y la graciosa hija del pueblo, el mozo de sombrero sobre la ceja y el petimetre de ceñido traje e innecesarios quevedos. Las naves de la catedral relucen con sus cien mil arañas y candelabros, y bajo sus arcos retumba el órgano majestuoso, lanzando notas aflautadas y roncas. Por la puerta principal, casi cubierta de chapas metálicas y gruesos clavos de hierro, avanza una comparsa provista de zambombas y bandurrias, y por un momento vense confundidos bajo los arcos, el tremendo rugido del órgano, y la popular y alegre fermata de la malagueña.

Terminada la misa entre multitud de villancicos entonados por voces atipladas como de ángeles, la gente empieza a salir lenta y trabajosamente, produciéndose barullos y horribles empujones, desmayos de señoras y alaridos de viejas. Las calles vuelven a recobrar por un momento su insoportable ruido, y cuando ya circula solo la gente moza, nunca dispuesta a acostarse, armase en tal o cual casa ruidosa zambra, donde el baile ondula, el canto resuena, y el vino ardiente se desborda. El día próximo es primer día de Pascua. Los muchachos sueñan con su aurora como pudieran hacerlo los pájaros. Al pie del Nacimiento se han hecho extender la cama, y aguardan entre sueños próximas alegrías. Si bañara la luz sus semblantes, les veríamos sonreír dulcemente y agitar las manos cual si se hallasen despiertos y hablaran con otros camaradas. En un rincón está el Nacimiento. Una pequeña montaña, cubierta de nieve por las cimas y de inmóviles ríos por las faldas, sostiene la balumba de arboles, riscos, cabras, ovejas, gente de a pie, gente de a caballo, pequeñuelos zagales con regalos a la espalda, pastores con delicados presentes, crestas, barrancos, veredas, caseríos lejanos, y por último, galopando sobre el camino que culebrea y desciende a la llanura, los tres Reyes Magos  caballeros en tres soberbios corceles, que siguen la estrella de hojalata, colgada de rama macilenta. En el portal, preside la fiesta un San José de barro, enfrente de quien mira al recién nacido una pequeña Virgen, con su manto de colores, su corona de rayos de oro y su semblante de rosa. Por entre la respingona mula y el paciente buey, asoma su microscópica cabeza el Niño de Dios.

La noche rueda misteriosa. Ningún eco se percibe.

En las calles, ha reemplazado el silencio a la algazara. La luna alarga las sombras de las torres, y silba en las chimeneas el viento; en el hogar, donde no reina ya sino la sombra, enseña el gato sobre la ceniza los redondos ojos de esmeralda, luminosos y fantásticos; los ramajes hablan con tembloroso murmullo, y a lechuza grazna sobre las tumbas. Los sauces cabecean de sueño…

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De: karmyna Enviado: 07/12/2015 04:06
 
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De: karmyna Enviado: 07/12/2015 05:48
    


 
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