Antiguamente por las calles de la vieja Buenos Aires, cuando aún los taxis estaban lejos de invadir la ciudad, lo cotidiano era viajar en victorias o coches, nombres que recibían los carros tirados por un solo caballo, generalmente usados por las clases pudientes.
Con el tiempo comenzó a llamárseles “placeros” ya que sus paradas de espera eran en las esquinas de las plazas, denominación popular que mantuvieron hasta aproximadamente el año 1923.
En ese año se estrena en Buenos Aires la obra teatral de género grotesco llamada “Mateo” cuyo autor es Armando Discépolo, (no confundir con su hermano Enrique Santos Discépolo).
El argumento de esta obra cuenta la vida de un inmigrante italiano que mantiene a su numerosa familia trabajando como cochero. Ya para entonces los tranvías y automóviles comenzaban a hacerse cada vez más comunes y competían con los coches de tracción a sangre, don Miguel debía enfrentar al progreso y ello lo sumía en un profundo temor por el futuro de su familia y se desahogaba dirigiendo monólogos a su caballo que parecía comprenderlos y cuyo nombre era justamente “Mateo” que dio nombre a la obra y a la postre, a estos simpáticos carruajes. Esta pieza teatral tuvo un éxito fenomenal y una prolongada permanencia en la cartelera teatral porteña, el público parecía no cansarse de verla. También se suma, en 1937, la excelente película homónima dirigida por Daniel Tinayre, con guion propio basado en la obra de Discépolo, donde el cochero es interpretado por el renombrado actor Luis Arata (1895-1967).
Luego, con la prohibición de la tracción a sangre en la ciudad de Buenos Aires en 1960, se les permitió seguir trabajando en la zona de Palermo constituyéndose así en un paseo típico al salir de la visita al Jardín Zoológico. Pero, habían dejado de ser un paseo romántico para enamorados o el transporte de un señorito calavera que deseaba regresar a su casa luego de una noche de champán, sus últimos tiempos los vivieron, principalmente, como una diversión para niños y distracción de turistas.
Estos mateos fueron evolucionando con el tiempo, volviéndose muy atractivos a la vista tras el uso del filete porteño que les dio su identidad final. Sin embargo, la tendencia era desaparecer y ya no queda ninguno de ellos.
En la historia quedó la silueta de estos coches de fina estampa junto con el característico golpeteo de los cascos sobre el pavimento que sólo tenemos grabado en los oídos los que llegamos a escucharlos, en noches cerradas mientras tratábamos de conciliar el sueño. Como ha cambiado todo si pensamos que pertenecer a este fuerte y belicoso gremio era todo un orgullo, cuando eran los dueños de las calles porteñas.
Fuente de las fotos: AGN - Internet