HOY MURIÓ ROSY
Los sábados de Caballito frecuentemente son apacibles. Los vecinos se conocen por generaciones. Sola, Rosy vivía en un pasaje.
Flaquita, diminuta, encorvada, su ancianidad transitaba por el eje de un servicio solidario de buena vecina. Aferrada a un viejo escobillón, barría casi compulsivamente las veredas de las casas del vecindario. En ocasiones, intenté acercarme desde el saludo. Siempre le respondió a Sixto, mi fiel compañero caniche. Aveces me he preguntado como ha sido su juventud, en donde trabajó, porqué no formó familia. No importan las respuestas. Lo que importa es que, posiblemente, ella no se formuló esas preguntas. Hubiera sido interesante saber cuales eran sus preguntas.
El lunes al volver del mercado, la observé como siempre barriendo veredas y me di cuenta que su escobillón casi no tenía cerdas, en razón de oirse con sonoridad el ruido de la madera contra el piso tapizado de hojas. Frío otoño nos tocó este año, no recuerdo si lo pensé o lo dije.
Presuroso llegué a casa y tomé uno de los varios escobillones que habían en el fondo y me dirigí a entregarle. Me miró fijamente. Déjelo allí, contra el árbol, me dijo. Mientras regresaba, escuchaba a mis espaldas el chirrido sonoro de la madera.
Durante los dos días subsiguientes, inusualmente, el pasaje se alfombró de hojas. El jueves, yendo al zapatero, pude ver como Rosy con sus ojos chiquitos, redondos y abiertos era subida en camilla a una ambulancia. Pensé en el frío y en el escobillón sin cerdas. Un vecino me había comentado que esa casa no tenía conexión de gas ni luz. El día continuó plomizo.