
Además de las dudas por el amiguismo geopolítico, Daniel Diges se va a topar este año con varias zancadillas: actuar en segundo lugar y llegar a la final por la vía rápida
Eurovisión nos trata mal. Hace años que planea sobre el festival la duda de la honorabilidad en las votaciones y del amiguismo geopolítico con el que se emiten. Por eso, y por los numerosos fracasos que atesora la representación española en el certamen, nos quejamos de que la organización nos trata con poca deferencia y de que los países que participan y juzgan no comparten, interesadamente, nuestros gustos. Pero, ¿realmente España ha merecido en los últimos años ganar el festival? Desde que Rosa volviera a albergar esperanzas claras de victoria con su "Europe is living a celebration", poca cosa hemos merecido sobre los escenarios de la canción europea.
La sensación de entonces era de orgullo y pleno merecimiento, pero se quedó en sensación. Y tal vez sea mejor así, tal vez sea mejor merecerlo que ganarlo, con la que está cayendo. No hay lugar a engaños. Eurovisión es un concurso, un programa, un espectáculo, un negocio que vive de la audiencia, y por lo tanto, todo se hace por la audiencia. Albergar el gran escenario de este festival supone un buen premio para cualquier país anfitrión, o mejor dicho, para la cadena de televisión que adquiera los derechos de emisión. Sin embargo, esta vez no está claro que a TVE o a cualquier otra que se atreva a albergarlo, le convengan ganar este año.
Si hay alguien que sabe de esto es José Luis Uribarri, mítico presentador de Eurovisión para TVE que cada año se atreve a vaticinar las opciones de la canción española y el comportamiento de los "tejemanejes eurovisivos" del año según la sede de turno. Para esta edición, Uribarri lo tiene claro: "Quedaremos entre los diez primeros". Es decir, fracaso que te crió y con garantías de quedar peor de lo que hicimos con Rosa. En realidad, posibilidades de ganar hay, tal más de las que prevemos, pero lo que no hay son probabilidades.
Por si hubiera algún ápice de esperanza, Uribarri se encarga de eliminarla de un plumazo al analizar la apuesta española de este año: "A su favor cuenta con que es diferente a todo, Daniel Diges es un gran artista y la coreografía está muy bien pensada. Pero se va a topar con varias zancadillas: actuar en segundo lugar; que detrás actúa el anfitrión, Noruega, que es favorito con un cantante de voz privilegiada y balada insuperable; y que ir directos a la final hace que nos miren de reojo. Además pertenecemos a la vieja Europa, cuando lo emergente son los del Este". Es decir, la canción es diferente, o sea, incalificable, arriesgada, poco convincente, y para más inri, contamos con el inmerecido privilegio de llegar a la final por la vía directa, es decir, con ventaja. Todo un reclamo que acrecentará los despechos de media Europa.
Uribarri apela al optimismo, pero hace un flaco favor a la candidatura española prediciendo el mismo resultado año tras año: "Digna posición…", "Entre los diez primeros…" Luego llegan los votos y el contador se estanca miserablemente para extender el sentimiento de ridículo entre los esperanzados que siguen el certamen.
Eurovisión nos trata mal, sí, pero tiene razones para hacerlo. Y es que hacer el ridículo en Eurovisión no es algo nuevo para la canción española, que ha llegado a tomarse a mofa un festival con más de 50 años de historia (El Chikilicuatre provocó un verdadero cabreo en la organización, por ejemplo). Casos hay muchos, tantos como deficientes canciones, deficientes letras, deficientes estribillos: "Ay, quién maneja mi barca", "Ay qué deseo", "Bailar pegados es bailar", "Uno, el chiqui chiqui…", "I love you mi vida" "Tus ojos bandido"… son algunos ejemplos de grandes batacazos ante los más de 600 millones de los telespectadores potenciales del festival. Y si nos acordamos de ellos más que de los éxitos, por algo será. Nos acordaremos de "Algo pequeñito", seguro.
Breve historia de España en el festival

La primera participación de España en Eurovisión se remonta al año 1961, con la canción