POR GUILLERMO DESCALZI Solo un instante, esa es la duración del presente. Es todo lo que dura la existencia, todo lo que dura una vida actual, un instante que cambia y transcurre cediendo paso al que viene, dejando ir el que se va. Cuídenlo, el instante actual es todo lo que tenemos para actuar. Nadie puede actuar fuera del instante. Somos ‘instantáneos’.
Imagínense a Cronos, dios del tiempo, con la máquina de coser de su tía favorita, en mi caso la tía Pascualita, cosiendo a velocidad. Nuestra existencia transcurre como sus costuras, puntada por puntada, instante va e instante viene, cada vida un hilo en la aguja divina que se engancha con el de la bobina de abajo, el hilo del espacio-tiempo en la ola de la creación.
Tiempo, luz y existencia viajan a la misma velocidad. Si la ola de la creación fuese más lenta, entonces la luz se escaparía de la creación. Si fuese más veloz no habría luz capaz de iluminarla. Vivimos a gran velocidad en la ola de la creación pero nos movemos muy lentamente dentro de ella.
Todo instante es tan fugaz que hace algo comprensible de nuestra ansia de permanencia. Hay que saber llegar a ella, a nuestra permanencia en la Infinita Totalidad de la Eternidad, los tres absolutos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Llegamos a Su Luz con la luz de nuestra vida interior… si la tenemos.
Cada vida deja su imagen en la luz de cada uno de sus instantes. La admonición sobre la adoración de imágenes se refiere a imágenes de instantes a los que desearíamos volver vez tras vez... tras vez.
De cuando en cuando el Costurero Mayor detiene su costura para actuar sobre una puntada actual. Esa intervención implica la suspensión de ese instante en esa vida. Así son los milagros, intervenciones de la eternidad en instantes suspendidos momentáneamente, y ni nos percatamos de su suspensión. También es al revés: todos estamos llamados a intervenir en la eternidad, pero para eso necesitamos llegar a nuestro fin en luz.
Nuestra permanencia solo se logra debidamente al fin de nuestra existencia individual. La figura bíblica de no guardar maná para mañana nos advierte del peligro de codiciar y ‘guardar’ nuestros instantes más deseados. En la existencia todo transcurre y todo pasa. Hay que dejarlos pasar.
Hay que cuidarse de forzar nuestra permanencia aquí y ahora por cualquier motivo. La permanencia forzada produce cavidades en instantes que suspenden su transcurso no por intervención de la Totalidad sino por acción nuestra, forzando nuestra entrada repetida en algún ‘punto’ cuando en él no debiese haber más que una puntada de vida. Abren cavernas emocionales que tragan a quienes se meten en ellas. Aceleran nuestros sentimientos al punto de sacarnos de la realidad, y nos gustan por su pasión. Nos dejan con capacidad reducida de sentir a velocidad normal, queriendo volver a nuestras cuevas para sentir nuevamente a plenitud en la aceleración de nuevas entradas en las que perdemos cada vez más hasta quedar casi vacíos. Son instantes suspendidos en sustancias, objetos, personas, situaciones, posesiones, posiciones y poder convertidos en prisiones, demonios que no nos sueltan hasta habernos chupado la última gota de sentir natural, agujeros hechos ‘nuestros’ con el sentimiento que nos roban, agujeros en los que nos enterramos en vida.
Mi tía Pascualita cosía sin preocupación en su máquina Singer. Cualquiera menos experto hubiese cosido con ansiedad y temor de que le salga mal, pero nuestra ansia de permanencia, querer lo que queremos ahora y acá es tan fuerte que choca en lo más profundo de nuestro ser con la verdad que nos dice que no somos el Gran Costurero, y a pesar de eso nos metemos a coser como queremos porque queremos lo que queremos cuando lo queremos. Vivimos con mucho querer y poco amor en busca de satisfacción.
Manejamos nuestras imágenes más codiciadas, las que nos satisficieron, volviendo a sus causas para traerlas de regreso. Es un narcicismo hedonista del que se deriva mucho de nuestro temor y ansiedad existencial. Es el mayor obstáculo al amor en la vida, una de dos fuentes de luz interior. La otra está en la verdad individual, la verdad de quiénes somos. Llegan juntos, amor y verdad, dos caras de la misma moneda haciendo lo debido, un deber que no es obligatorio. La antítesis de ir por satisfacción está en hacer lo ‘debido’.
Levantemos los corazones. Uno, si ama, hace lo debido porque ama. Nuestra verdad y amor personal están en hacer lo debido. La luz de nuestro amor y verdad, el maná del alma en la vida, vacilaría, disminuiría y hasta se apagaría si no hiciéramos lo debido. Necesitamos encender ambos, nuestro amor y verdad, y mantenerlos encendidos hasta nuestra permanencia en la luz de Dios.