Los niños cubanos  me hacían la misma pregunta, sabiendo bien que en sus casas, los recién llegados  tenían que pasar una prueba por si alguno había apoyado en algún momento a Fidel  Castro. Mis padres nunca respaldaron a Castro, pero la tardía fecha en que  llegué al país resultaba sospechosa para algunas personas. Nos demoramos en  salir de Cuba por tener que esperar durante cuatro años la visa, y porque mis  padres creían que Castro no iba a durar mucho tiempo, y además, por el cariño  que sentían por la familia y por la patria. Sin embargo, la fecha de mi llegada,  10 años después que Castro tomara el poder, me marcó como diferente y por  consiguiente me excluyó del íntimo círculo de los chicos cubanos. También  influyeron los regionalismos del español que hablaba una niña que no venía de La  Habana, sino de la más apacible ciudad de Matanzas.
 
El rechazo de los  muchachos terminó por ser lo mejor que me pudo haber ocurrido. Me abrió los ojos  —y sobre todo el corazón— a otros niños. Otro grupo de recién llegados a la  escuela primaria rescató a la solitaria y nostálgica niña cubana: los muchachos  afroamericanos para quienes también era nueva una escuela integrada del noroeste  de Miami. Nunca olvidaré a una niña llamada Karen que todas las mañanas me  contaba la trama de sus programas de televisión favoritos, y me preguntaba qué  me gustaba, de modo que también ella pudiera aprender español.
 
Me habló de Dark  Shadows, un popular programa de vampiros. Todas las tardes, al terminar la  escuela, las travesuras que ocurrían en el programa desataban mi imaginación y  mis deseos de saber qué decían los personajes. En tres meses, yo hablaba inglés  mejor que la mayoría de los otros niños cubanos, y fue así que el idioma, la  libre expresión y las narraciones de historias se convirtieron en la pasión de  mi vida.
 
No me queda más que  darle las gracias a una furiosa defensora de Trump por hacerme recordar toda  esta historia personal en un momento tan crucial para Estados  Unidos.
 
“Tu viniste de Cuba  hace poco ¿verdad?”, dijo Garrido. “Por eso te expresas de la forma en que lo  haces”.
 
Me lanzó la  pregunta prototípica como un insulto retórico y por asociación, también insultó  a los cubanoamericanos que no aprueben su examen del tiempo vivido en Estados  Unidos y, sin duda, que no se hayan convertido en los robots de derecha que a  algunos tanto les gustan.
 
También Garrido  dejó en claro el desprecio que siente por el primer presidente negro, y usa el  mismo lenguaje, las mismas mentiras que emplean los blancos supremacistas para  expresar su odio hacia los cubanoamericanos y latinoamericanos en las cartas que  me envían.
 
“Prefiero a Donald  Trump como presidente que a un musulmán que ha creado división en nuestro país  por dos períodos consecutivos a los cuales fue electo por idiotas y estúpidos  como tú”, escribió Garrido.
 
Habla como una  verdadera admiradora de Trump. Deja que aflore el racista que tiene dentro e  ignora los logros de una sociedad diversa donde se valora a todos los seres  humanos. Justamente de eso se trata esta contienda presidencial.
 
Los seguidores  cubanoamericanos de Donald Trump sufren de lo que podría llamarse el síndrome de  supremacía cubana. Es una vieja enfermedad nacional del alma que han usado los  maquiavélicos hermanos Castro, despreciados por la sociedad habanera como hijos  bastardos de campesinos, para dividir y planear su camino hacia una larguísima y  odiosa dictadura.
 
A los  cubanoamericanos que respaldan a Trump no les da vergüenza admitir que les  importa poco si Trump es clasista, racista, narcisista, ni que de llegar a la  presidencia será un Chusma en Jefe, como escribí en la columna que enfureció  tanto a Garrido como a sus partidarios supremacistas.
 
Trump es el tipo de  dictador que les gusta.