El líder del grupo de montaña Edelweiss  captaba menores para su secta lavándoles el cerebro con fantasías sobrenaturales  y una férrea jerarquía militar.
  
El pederasta Eduardo González Arenas, "Eddie", líder de la secta  Edelweiss, en 1987 
El alienígena que violaba niños en el  monte
            PABLO  ORDAZ | EL  PAÍSNo debe de ser esto muy distinto a un  sacrilegio. La madre despechada —su hijo se fue, huyó un día al extranjero que  es cualquier otro barrio en Madrid— abre un viejo cajón de madera, tan noble  como la que cruje a sus pies en esta habitación. De lejos, entre calles  atestadas de coches en doble fila, se ve el parque del Retiro, menos amarillo  hoy que la tarde de otoño en que su hijo le reveló, con los ojos bajos de  vergüenza o tal vez de rabia, que desde hacía un año se acostaba con su monitor  de acampada. Desde entonces han pasado ya más de doce años, y el acto sacrílego  de abrir el cajón delante de un extraño, de profanar la memoria del hijo huido,  sólo se ve recompensado por hallar de nuevo su rastro: la fotografía del carnet  escolar, un dibujo de acuarela premiado con un notable alto y unejemplar de El  Principito en francés y español. Hay además un sobre grande de color marrón, un  montón de recortes de periódico y una sentencia. 
 
Una flor de alta montaña
 "El líder de Edelweiss, condenado a  168 años de prisión por 28 delitos de corrupción de menores". El titular de El PAÍS del 23 de octubre de 1991 se sostenía sobre una  fotografía de Eduardo González Arenas, más conocido por Eddie, un hombre de 44  años, serio, cabizbajo, con un traje azul y una camisa blanca de cuello duro. El  juez acababa de mandarlo a prisión por una larga temporada, después de  considerar probado que él, junto a sus lugartenientes Carlos de los Ríos,  Ignacio de Miguel y otros siete hombres más, habían organizado un grupo de  montaña con el fin de abusar sexualmente de niños de entre 11 y 14 años. La  organización se llamaba Edelweiss, que es el nombre de una flor que crece en  alta montaña. Hasta allí, bajo el pretexto de fomentar el deporte y el contacto  con la naturaleza, condujeron a los niños con el permiso de sus familias. Nadie  sospechó que desde la primavera de 1983 hasta el mes de noviembre de 1984 esos  niños fueron obligados a mantener relaciones homosexuales. Muchos llegaron a  ser sodomizados. Todos guardaron el secreto. Sólo así podrían ser elegidos por  Eddie para alcanzar el planeta Delhais y librarse del cataclismo nuclear que  con toda seguridad destruiría la tierra en  1992.
 
El zorro le  dijo al principito: «Si quieres un amigo, ¡domestícame!».
Nadie ha vuelto a  sacar el libro del cajón, pero de ese mundo —tan fantástico como las 43 puestas  de sol en un solo día o la boa que se tragó a un elefante— se sirvieron Eddie y  sus colaboradores para encandilar a los niños, captados en colegios y  parroquias cercanas al parque del Retiro. Les contaban que también ellos podían  ser dueños de un desierto con una sola flor, convertirse en un principito de  verdad, tener poderes. Eddie era en realidad el príncipe Alain, enviado por  fuerzas extraterrestres para llevarles al Planeta de los Niños, un lugar más  allá de las estrellas donde sólo podrían entrar los elegidos. Sólo ellos estaban  llamados a conocer el verdadero sentido de la libertad, el amor y la justicia.  Había además otro secreto. Lo reveló Eddie y todos le creyeron: «La mujer es una  imperfección, un símbolo de maldad; ahí tenéis el ejemplo de  Eva».
 
Al  principio fue una excursión. Sólo eso. Un fin de semana en el campo, observando  las estrellas, jugando a juegos inocentes alrededor del fuego de campamento;  regresando al colegio el lunes por la mañana con un montón de historias nuevas  en la cabeza. Los monitores de Edelweiss eran jóvenes conocidos en el barrio,  de buena familia, capaces de convencer al padre más severo. Incluso algunos se  ofrecían para ayudar a los muchachos en las asignaturas más difíciles. Las  reuniones —para evitar cualquier suspicacia— se celebraban a la vista de todos.  Edelweiss buscaba a veces la coartada de la iglesia o la ecología. El primer  local que utilizó la organización para agrupar a sus jóvenes montañeros  pertenecía a la parroquia del Sagrado Corazón, en la plaza del Perú. Después se  trasladó a un quiosco situado cerca del Palacio de Cristal del Retiro, al que  todos se referían como La Cabaña. Desde principios de los años 70 hasta el día  de noviembre de 1984 en que la policía desarticuló Edelweiss y detuvo a sus  dirigentes, todos los grupos de montaña organizados por Eduardo González Arenas  se apoyaron sobre tres de sus obsesiones: hombres, planetas y  uniformes.
 
Camisa  verde, pantalones de faena o bombachos, medias rojas, boina y pañoleta. Eddie  guarda de su paso por la Legión dos condenas disciplinarias, 16 meses de  arresto y una afición desmedida por lo paramilitar. Los miembros de su  organización debían lucir en el bolsillo izquierdo de la camisa el escudo de  Boinas Verdes, el de España en el brazo izquierdo y el de Madrid en el derecho,  donde también había lugar para una escarapela con el nombre de la división a la  que pertenecían. En la boina, un botón rojo, y, en los hombros, los galones  correspondientes a su rango. La pañoleta era roja y amarilla para la división  101 y azul y blanca para las demás. También existían dos escuelas  especializadas, la de comandos (O.C.) y la de Policía Boinas Verdes (P.B.V).  Bajo la dirección absoluta de Eddie, los integrantes del grupo se dividían en  jabatos —los recién captados—, monitores —los instructores—, fieles, senadores y  siervos según ascendieran en la estructura piramidal que siempre aplicó González  Arenas a sus organizaciones. Ignacio de Miguel —hijo del sociólogo Amando de  Miguel— y Carlos de los Ríos estuvieron siempre en la cima, los dos guardias de  hierro que sostenían al jefe o le guardaban ausencia durante sus viajes a  Delhais o, más frecuentemente, a la cárcel.
 
Eddie  anunció su regreso un día de primavera de 1983. La jornada anterior, Carlos e  Iñaki reunieron a los elegidos:
—Mañana  llegará Eddie, al que también podéis llamar príncipe Alain. Ahora debe de estar  en el planeta Delhais o en otros grupos Edelweiss en su misión salvadora.  Vosotros sois los elegidos.
 
Los más  guapos, los más inocentes quizá; los más atrevidos seguro. Los elegidos. Uno de  ellos no pudo superar la vergüenza y huyó de casa años después, olvidándose en  el cajón de su mesilla de noche la cartilla escolar, la acuarela y El  principito. Su madre reconstruye la pesadilla con precisión de relojero,  recreándose casi en sus errores, reconociendo al fin:
 
—Sí, mi  hijo también fue guardia de hierro.
Luego se  inclina sobre el cajón abierto y coge la sentencia. Busca la página ocho,  detiene la mirada de forma automática en el cuarto párrafo, y lee. O, más bien,  recita; corrigiendo incluso sobre la marcha el estilo embarullado del juez: «La  graduación de guardia de hierro sólo se concedía a los elegidos en un ritual  solemne donde eran marcados en el brazo izquierdo con un alambre candente. En el  mismo acto prestaban juramento de fidelidad absoluta al  grupo».
 
Se para,  levanta la vista y aclara:
—Mi hijo  tiene esa extraña cruz en el costado, bajo la axila, tapada por el brazo  izquierdo. Yo no se la vi hasta meses después de descubrirse el escándalo. No  es tan fácil ver desnudo a un hijo de 13 años.
 
Baja la voz  y mira de reojo al cajón y al desconocido, como si se arrepintiese de haber  resucitado el recuerdo. Pero sigue leyendo: «Después del juramento, era  necesario superar la última fase: mantener relaciones homosexuales. Para ello  durante este tiempo de aprendizaje se les hacía ver las bondades de los  contactos entre los componentes del sexo masculino, siempre que fueran con los  instructores, los demás niños o bien el líder, Eduardo González Arenas. Ello  suponía —y ahora la madre vuelve a levantar la voz, como queriendo descubrir la  clave del engaño— poder alcanzar la perfección que les haría merecedores del  viaje al otro planeta. Un lugar donde sólo eran posibles las relaciones con el  mismo sexo».
 
Había  guardias de hierro que intentaban resistirse a ese tipo de contactos. González  Arenas tenía una solución muy eficaz para ese problema. Uno de los adolescentes  que intentó mantenerse virgen contó después su  experiencia:
 
—Me dijeron  con toda naturalidad que no me preocupara. Y a continuación me pidieron que me  acostase con Raquel o con Esther, las dos únicas chicas que a veces acompañaban  a Eddie. Fue una experiencia horrible. La mujer se movía de tal forma que me  hizo mucho daño. Me fui llorando. Eddie me consoló. Me aseguró que por detrás  dolía menos. Unos días después, me acosté con él.
 
Amistades  particulares
Los jóvenes guardias de hierro —aún no iniciados en el sexo—  obtenían entonces otra prueba irrefutable de que Eddie decía la verdad, velaba  por sus intereses, estaba dotado de una fuerza especial que lo hacía infalible.  Así no le era difícil introducir sus métodos, infringir castigos muy severos a  los jabatos descarriados y, sobre todo, elegir a sus Amistades Particulares  (A.P.). Éste era, sin lugar a dudas, el privilegio máximo. La sentencia que  condenó a Eddie a 168 años de cárcel hace especial hincapié en las siglas  A.P.,una de las claves secretas que utilizaban los miembros de la organización:  «Los procesados habían enseñado a los menores que, ante la presencia de  extraños, hablaran con términos que no pudieran descifrar su verdadero  significado; así, cuando hablaban de jugar al ajedrez, se referían a mantener  todo tipo de contactos homosexuales; si hablaban de su A. P, querían referirse a  su Amistad Particular, una relación semejante a la conocida como  noviazgo».
 
Una vez que  Eddie designaba a una Amistad Particular, no había forma de escapar. El juez  considera probado que los 10 acusados, uno de ellos como líder y jefe supremo,  otros dos como segundo y tercer jefe, y siete más como instructores de  Edelweiss, captaban a los menores para su ingreso en el grupo y, tras fomentar  su imaginación con historias de los planetas Nazar y Delhais, acababan  manteniendo relaciones sexuales con todos los que asumían esas ideas. Los  detalles de la sentencia son escalofriantes: «Sodomizaban a los menores, todo  ello precedido de abrazos o caricias lascivas, introduciéndose normalmente en  la cama de los niños por la noche. En todos los casos eran menores de 18 años.  En alguna ocasión, los niños —sujetos pasivos de la relación sexual— aún no  habían cumplido los 12 años. Es el caso de M.A.C.T., que alcanzó esa edad con  posterioridad a la desarticulación de Edelweiss».
 
El juicio  se celebró en el mes de septiembre de 1991, casi siete años después de la  detención de los dirigientes de la red. Los menores de entonces ya habían  cumplido la mayoría de edad. El ejercicio de la memoria se convirtió entonces en  una trampa. Niños que habían estado en tratamiento psiquiátrico durante años  para olvidar la pesadilla, se vieron obligados, de una forma brutal, a relatar  cada trago de su experiencia. La sala donde debía celebrarse la vista oral no se  parecía a un confesionario o a un diván. Delante de ellos, además de sus  verdugos, se encontraban los representantes del fiscal, cuatro acusaciones  particulares y 10 defensas, además del público y los periodistas. Ninguno, sin  embargo, rehusó la ocasión para contar su violento despertar a las relaciones  sexuales: «Coitos anales con eyaculación, intentos de coitos anales, eyaculación  entre las piernas, masturbaciones recíprocas, caricias en zonas erógenas,  abrazos, besos ... ».
 
La policía  —dirigida por el inspector José Antonio Ávila, cuyo papel en la investigación  fue crucial para desmadejar la trama— reunió pruebas de la gran influencia que  el fundador de la organización ejercía sobre sus súbditos. Un informe policial  incluido en el sumario advertía: «La fe de los chicos en González Arenas es  ciega, y ninguno de ellos hubiera dudado en realizar cualquier acto ordenado  por él. Era como una cadena que más tarde hubiera sido muy difícil romper». La  policía sospechó entonces que los planes de Eddie iban más allá del abuso  sexual. Pepe Rodríguez, estudioso de las sectas, refleja ese temor: «Esto es la  maniobra de un loco o un delincuente que estaba gestando la organización de una  banda delictiva muy violenta».
 
No tuvieron  tiempo. El inspector Ávila desarticuló la red sin dejarles opción para la  huida. González Arenas y tres de sus lugartenientes —Carlos de los Ríos, Rafael  Dueño y Antonio Gutiérrez— fueron detenidos el día 4 de diciembre de 1984  cuando cenaban en un restaurante de la avenida Vizconde de Valbom, en Lisboa. El  arresto se produjo un día después de que el juzgado número 25 de instrucción de  Madrid cursara una orden de busca y captura, difundida inmediatamente por la  Interpol. El único que consiguió burlar el cerco policial y huir a Brasil fue  Ignacio de Miguel, apoyo constante de Eddie en la dirección del grupo. Sólo unos  días más tarde, el 9 de diciembre de 1984, El PAÍS ofrecía un extenso reportaje  sobre la desarticulación de Edelweiss titulado «Un extraterrestre muy  singular». Dos de las personas entrevistadas en la información se lamentaban  de que Eduardo González Arenas hubiese gozado de tanta impunidad para actuar.  Sobre todo teniendo en cuenta que ya había sido detenido y condenado en 1976 por  corrupción de menores.
 
Una de las  declaraciones era de su padre; la otra, del primer denunciante del grupo  Edelweiss. El padre de Eddie, Eduardo González, ingeniero jubilado de una  empresa eléctrica, declaró: «Hemos hecho todo por salvar a nuestro hijo. Pero  las cosas no eran hace 20 años como ahora; entonces no se hablaba con tanta  claridad de estos problemas, y nadie nos dijo la verdad sobre nuestro hijo».  Eduardo González reconoció que, ya en la adolescencia, su hijo había necesitado  tratamiento médico: «Desde que advertimos cosas raras en él, lo hemos llevado a  médicos; nos decían que no estaba loco, que era un psicótico, que no se podía  hacer nada por él. Lo han reconocido también médicos militares, y nunca se nos  ha ofrecido una solución. Para nosotros es una historia de un tremendo dolor».  El primer denunciante del grupo Edelweiss declaró: «Lo de ahora se pudo evitar».  La mayoría de los padres afectados por las tropelías que Eddie cometió en 1976  en el popular barrio del Pilar de Madrid, entre los que se encontraban varios  funcionarios de policía, prefirieron guardar silencio: «Muchos tuvieron miedo  al escándalo».
 
No se hizo  nada y el príncipe Alain volvió a aparecer en Madrid en la primavera de 1983.  Iñaki de Miguel y Carlos de los Ríos prepararon de forma minuciosa su regreso.  Dice la sentencia que tanto uno como otro se encargaron de captar e instruir a  los menores en la ideología del grupo, atribuyéndole a Eddie conexiones  sobrenaturales. Aquella revelación alimentó aún más la intriga de los jóvenes  montañeros, que sólo después de la desarticulación de Edelweiss se enteraron de  la verdad. Eddie, según recoge la sentencia y amplía el escritor Pepe Rodríguez  en uno de sus numerosos estudios sobre las sectas, se encontró siempre mucho más  cerca de la tierra que de las estrellas. Su ficha del antiguo Registro de  Penados y Rebeldes lo certifica: «Condenado, por un delito de estafa, a la pena  de seis meses de arresto mayor el 14 de junio de 1971; condenado, por un delito  de estafa, a la pena de seis meses de arresto mayor el 26 de noviembre de 1976;  condenado, por un delito de escándalo público, a la pena de seis meses de  arresto mayor y 50.000 pesetas de multa el 5 de abril de 1979; condenado, por un  delito de corrupción de menores, a la pena de seis años de presidio menor y  30.000 pesetas de multa el 25 de septiembre de 1982». El príncipe Alain no llegó  a Madrid en la primavera de 1983 procedente del planeta Delhais, sino del patio  de una prisión.
 
Paseo de  Navidad
Edelweiss nació un día de Navidad. Eddie paseaba solo por el paseo  de la Castellana de Madrid. Eran las once de la noche y hacía frío. Lo contó en  una especie de memorias apresuradas escritas a mano en la cárcel de Lisboa:  «Nadie me invitó a compartir el calor familiar. La soledad, que nunca me ha  abandonado desde muy niño, me abraza en silencio, indulgente y profunda». Unos  meses atrás se había separado de su mujer, Julia Báez Trujillo, nieta del  dictador dominicano. La había conocido dos años antes, en 1968, y habían tenido  un hijo, Iván, quien según Eddie fue «secuestrado por los padres de Julia». De  ahí su determinación, tomada al final del largo paseo de Navidad: «Si yo no  tenía a mi hijo, todos los niños serían mis hijos. Si no tenía familia, ellos  serían, para siempre, mi familia, mis amigos».
 
No tardó  mucho en concebir. A finales de 1970, Eddie fundó en Madrid el embrión de todas  sus organizaciones posteriores y lo bautizó Asociación Juvenil de Montaña  Edelweiss. Se reunían en el local cedido por el párroco de Nuestra Señora del  Sagrado Corazón. Un año después, cambió el nombre del grupo por el de Boinas  Verdes de Edelweiss y extendió su actividad a cuatro colegios y tres  parroquias. Los Boinas Verdes  —la denominación Edelweiss quedó ya reservada  para unos cuantos elegidos— se distribuyeron por Cáceres, Alicante, Vigo,  Canarias y Badajoz. Más de 500 adolescentes —de los que sólo seis o siete eran  chicas— formaron parte de los Boinas Verdes en un periodo de cinco años. Nada  más que 50 alcanzaron el extraño privilegio de ingresar en Edelweiss. Algunos  Boinas Verdes se percataron, en 1975, de que su fundador se quedaba con el  dinero del grupo, lo denunciaron a la policía primero y lo expulsaron  después.
 
Eddie no se  arredró. Su currículo fue creciendo a un ritmo vertiginoso. Fundó  inmediatamente un grupo parecido que denominó Rangers, dentro del cual también  escogió a su guardia Edelweiss y creó otra sección llamada Camisas Pardas. El  experto en sectas Pepe Rodríguez sostiene que este subgrupo estaba influido por  una ideología «claramente nazi». Ya en 1976, Eddie es acusado de corrupción de  menores y pasa dos meses en la cárcel. A la salida, se traslada a Las Rozas, a  las afueras de Madrid, reorganiza Edelweiss e instituye la Guardia de Hierro de  Delhais. Desaparece un segundo antes de que lo vuelvan a denunciar y se traslada  a Alicante, donde su tío era entonces gobernador civil. La cercanía de la  autoridad competente apenas le afecta. En octubre de 1978, después de fundar la  Legión Juvenil de Montaña, Eduardo González Arenas se confiesa autor de 40  violaciones a jóvenes de su mismo sexo. Todos ellos pertenecían a su grupo de  montaña.
 
Había un  aviso en la pared. Tres años antes de la detención de Eddie, en la calle de  Jesús Aprendiz de Madrid, aparecieron varias pintadas: «Edelweiss». Días  después, junto al nombre del supuesto grupo de montaña, apareció otra palabra:  «Maricas». La fachada declaraba la caza de brujas. Las prácticas descubiertas en  Edelweiss fueron utilizadas por algunos sectores muy conservadores para  arremeter contra los homosexuales. No parecía tan importante el abuso a menores  como que esos menores fueran niños, y no niñas. La sentencia —aunque quizá  demasiado tarde— ayudaría a aclarar las cosas. Los 10 acusados fueron condenados  como autores de 28 delitos de corrupción de menores. Eduardo González Arenas, a  168 años. Carlos de los Ríos e Ignacio de Miguel, a 65 años. Y el resto -Millán  Arroyo Menéndez, Javier Bueno Huertas, Eduardo Gómez Ballesteros, Antonio  Gutiérrez Rodríguez, José Garrido Gil, Juan Iriarte Arrizabalaga y Javier Marcos  Martínez- a 28 penas de seis meses de arresto mayor. El tribunal aplicó a los  monitores la eximente de enajenación mental. Aunque la sentencia descartó que  Edelweiss fuera una secta, sí admitía que había utilizado métodos parecidos y  los acusados pudieron verse afectados por «indefensión intelectual y secuestro  de la voluntad».
 
Los  verdugos habían sido víctimas. Todos los acusados, incluidos Iñaki de Miguel y  Carlos de los Ríos, fueron captados por Eddie cuando todavía eran menores de  edad. Sería por eso que el flautista de Hamelin —así definió a Eddie Fernando  Oliete, uno de los abogados de la acusación— se quedó solo. Nadie —ni sus  lugartenientes en Edelweiss ni por supuesto los niños que corrompió— quiso estar  con Eddie el último día del juicio. Su segundo, Carlos de los Ríos, se situó de  repente al Iado de las víctimas, y contó al tribunal cómo Eddie también lo  había captado muy joven: «Me hizo un total y absoluto lavado de cerebro. Desde  que lo conocí a los 12 años hasta hace escasos días lo consideré un  extraterrestre, un enviado de las estrellas».
 
De los Ríos  intentó convencer al juez: «Si usted, con 12 o 13 años, se sitúa en un  campamento, al lado de una hoguera, bajo una noche estrellada y le empiezan a  hablar de planetas, estoy por asegurar que usted se lo habría creído». Julio  Martínez Lázaro, el periodista de EL País que cubrió el juicio, se acuerda  todavía de la desfachatez con que Carlos de los Ríos encaró al tribunal. De los  Ríos también se volvió hacia Eddie y le acusó: «No sólo me ha explotado, sino  que me ha humillado, me ha aplastado la personalidad». Bajo el influjo del  líder, De los Ríos intentó llegar a Berlín para rescatar a una familia del otro  lado del muro y, ya en prisión, escribió cartas sugiriendo que las historias de  homosexualidad que los niños achacaban a Edelweiss trataban de ocultar en  realidad algunos casos de incesto con los padres. El guardia de hierro, que  hasta entonces se había mantenido fiel al príncipe Alain, se volvió contra él,  lo destrozó con su declaración.
 
La  estratagema funcionó. Aunque Carlos de los Ríos e Iñaki de Miguel fueron  condenados a 65 años de prisión por 28 delitos de corrupción de menores, el  Gobierno indultó el 25 de febrero de 1994 al hijo del sociólogo Amando de  Miguel. La medida valoraba el arrepentimiento espontáneo de Iñaki, quien regresó  de Brasil para presentarse voluntariamente ante la justicia. El sociólogo, muy  afectado, había declarado: «El caso Edelweiss es el pago de una sociedad que  se cargó al Frente de Juventudes y a la Acción Católica y no supo sustituirlas  por nada». Amando de Miguel había sufrido por doble motivo.No sólo se trataba de  Iñaki, su hijo mayor. Otro de sus hijos, menor de edad, figuraba como víctima de  Edelweiss. Lo había captado su propio hermano.
 
El príncipe  Alain sigue en la tierra. Doce años después de ser detenido junto a una pensión  de Lisboa, Eduardo González Arenas continúa en la prisión de Ibiza, donde se  dedica a escribir libros. Eddie sale de vez en cuando para ir a ver a Marina,  su madre, la única persona que, a pesar del horror contenido en todas las  sentencias, sigue convencida de que su hijo es inocente. Marina Arenas dice que  todavía hay una verdad por desvelar. «Le prohíbo», advirtió desde su casa de  Ibiza el pasado mes de febrero, «que escriba cualquier cosa sobre mi hijo. Por  su propio bien. Mi hijo tiene en su mano hacer mucho daño, él sabe cosas que no  dijo en el juicio para no hacerle daño a mucha gente. La sentencia es ridícula.  Por su propio bien, no escriba nada. Y si lo escribe, iváyase al  cuerno!».
 
No hace  tanto, Eddie escribió un relato entre rejas. Le puso un título: «Un cadáver mal  calzado». Se presentó al concurso literario que organiza Instituciones  Penitenciarias y obtuvo el segundo premio. Pero no lo firmó. Utilizó un  seudónimo extraño, inquietante; una especie de homenaje al pasado. Quién sabe si  también al futuro. A pie de página, con letras mayúsculas, se puede leer:  Hamelin.
  
* Este  reportaje de la serie Verano en  negro fue escrito en 1996 y publicado  originalmente ese mismo año como un capítulo del libro Los sucesos de el  país.