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General: Testimonio de Daniel Zárate: Portador del VIH
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: administrador2  (Mensaje original) Enviado: 16/08/2019 13:30
LGTB - VIH+
A los 26 años cambió mi vida, me diagnosticaron VIH. Luego, todo empeoró: Cáncer. En poco tiempo aprendí a lidiar con el sistema de salud y a verme pelado por la quimioterapia e hinchado por los corticoides. Por primera vez, me enfrenté con la muerte.

                                                                                                               Foto de Daniel Zárate tomada de Instagram
Con mi enfermedad aprendí que todxs estamos un poco enfermxs       
Por Daniel Zárate | VICE
DANIEL HOSPITALIZADO – Le dije a Javi que le diera mecha, hacía meses que no fumaba porro. Ni bien inhalé la primera seca empecé a toser sin parar. La garganta se me puso rasposa, sentí el humo en mis pulmones y la tos iba en aumento. Javi me dio agua y me preguntó si estaba bien. Pero no le contesté y volví a darle otra pitada; y antes de pasarlo, otra más. Siempre pequé de ansioso, pero esta vez era porque estaba seguro que me iba a hacer bien. Me hubiera gustado consultarlo antes con mi médica, pero lo hice igual. Al rato estaba como quería, relajado. Como hacía mucho tiempo que no me sentía. No pensaba en la hora, ni en la medicación, ni en ninguna otra cosa. Estaba en el presente y solo quería reírme. Por ese ratito me sentí libre. Esa noche dormí sin dolores y no me desperté angustiado.
 
A fines de 2017 empecé a sentirme mal. Fui a pasar año nuevo con catorce amigues a una casa en Tigre, al norte de Buenos Aires. Teníamos todo lo necesario para pasar cuatro días inolvidables. Una casa inmensa con vista al río, pileta y extensiones de parque solo para nosotros. Un día me tiré a nadar y sentí que me dolían los brazos y la espalda. Estiré, hice yoga, me hicieron masajes y parecía haber sanado, pero al volver a Buenos Aires todo empeoró. Fiebre muy alta, un cansancio estrepitoso y los dolores que eran cada vez más fuertes. Pedí un médico a domicilio y lo descartó como una simple gripe. Me dijo que si en cinco días no bajaba la fiebre, fuera a hacerme análisis en una clínica. Al cuarto día seguía con 39°C. En ese momento me miré al espejo y supe que algo andaba mal.
 
Tardé una semana en ir a una clínica, a la otra me estaba haciendo análisis y al mes llegué a mi primer diagnóstico, VIH+. Mi primera reacción fue morirme de vergüenza y jurarme a mí mismo que mi papá no se iba a enterar. Fui con mi novio a una plaza que estaba a una cuadra para llorar tranquilo. Me impedí la angustia porque estábamos en 2018 y tenía todo a mi favor: un buen seguro médico privado y un novio que me apoyaba sin caer en el morbo de preguntarme: “¿y vos sabés quién fue?”. Sin embargo, sangré por la nariz del estrés.
 
A los días ya tenía una infectóloga y empezaron los preparativos del famoso tratamiento antirretroviral. La médica me dijo que tenía la carga viral muy alta, era esperable que continuara con esos síntomas. Me hizo sentir culpable por no haberme testeado antes y eso me cayó pésimo. Pero hoy pienso que de forma inconsciente, elegí no saber.
 
Me habían dicho que en dos semanas me sentiría mejor. Ya habían pasado tres. Todas las noches me despertaba entre tres y cuatro veces con la cama empapada por la transpiración nocturna, no podía caminar del dolor en las piernas y la fiebre no se iba. En mi cabeza solo importaba mantener el secreto. No quería tener sexo, evitaba atenderle el celular a mi papá y me refugié en anotar mis sueños en un cuadernito. ”Ir a bailar en Berlín” escribí en una de sus páginas.
 
Parecía que la pesadilla tenía un horizonte, me dijeron que estaba atravesando el síndrome de reconstitución, que sucede cuando los antirretros desenmascaran infecciones preexistentes. Una implosión interna de todo lo malo que tu cuerpo ya había incorporado. Pero al final fue mucho más que eso.
 
La médica me dijo que tenía la carga viral muy alta, era esperable que continuara con esos síntomas. Me hizo sentir culpable por no haberme testeado antes y eso me cayó pésimo. Pero hoy pienso que de forma inconsciente, elegí no saber.
 
La infectóloga me llamó de urgencia y fuí a verla. Desde el primer momento percibí la tensión en el consultorio. Hablaba por teléfono sin parar con alguien que le pasaba los resultados de mis últimos estudios. Su cara expresaba preocupación, y me miraba a los ojos. Yo le corría la mirada, me sentía culpable. Después de diez minutos cortó el teléfono. Me miró de nuevo fijo y me dijo que era un tema serio. Me descolocó, ¿cuándo algo no había sido serio en las últimas semanas? Agudicé mis sentidos, pero dejé de escucharla. Las malas noticias generan un impacto corporal difícil de explicar. Y sobre todo, las que parecen irreversibles. Es la mera imagen del meteorito que impacta contra el suelo. Una capa energética te recorre el cuerpo entero, el oído aumenta su percepción y en algunos momentos los ojos pierden la capacidad de enfocar. Le pedí que me lo repita. “Daniel, creemos que es cáncer”, me dijo. Por primera vez me enfrenté con la muerte.
 
Ese día quedé internado. Vino mi papá y, fiel a nuestro estilo, nos abrazamos en silencio. Un linfoma no-Hodgkin –cáncer del tejido linfático – en el hígado en estadio avanzado con metástasis en el sistema nervioso, 66% de probabilidades de sobrevivir y ninguna garantía de que no iba a ser parte del 33% restante. Me operaron del cerebro, del hígado y me extrajeron un pedacito de hueso de la cadera para ver la médula ósea. Todos los resultados dieron positivos. Cáncer por todos lados. Pensé en mi mamá y su lucha cuando le tocó a ella estar en una situación similar. Tenía una expectativa de seis meses de vida tras el diagnóstico, pero vivió cinco años. Eso me reconfortó, pero yo quería vivir mucho más que cinco años.
 
Pasaban las semanas y seguía en el hospital, mi cuerpo estaba devastado y tenía que ponerme fuerte para afrontar el tratamiento. Antes de empezar con quimioterapia te hacen una prueba que la denominan “quimio 0”, que es para ver si tu cuerpo resiste la intensidad química planeada. Ni bien me la inyectaron, mis pulmones se cerraron. Se me estrujó el pecho. No podía respirar. Mi cara se volvió roja y mis lágrimas daban cuenta que la cosa no estaba yendo bien. Mi novio avisó a las enfermeras y ellas activaron el protocolo de emergencia, me dieron oxígeno y me inyectaron una droga que me devolvió a la normalidad. Ese fue el inicio del tratamiento.
 
La vida en el hospital es un régimen estricto, te piden que descanses, pero dormir se torna un privilegio. Hacerme amigo de las enfermeras me permitió tener un gran ventanal con vista a un parque y palmeras, podía ver la cúpula de la capilla que me armonizaba la vista, pero las ventanas siempre permanecen cerradas así que no podía sentir el aire fresco. Me pinchaban para sacarme sangre dos veces por día y ellos decidían el horario de mi medicación. El primer día que me dejaron salir a caminar por los pasillos lo viví como una victoria personal. Sentía que cuando me sentaba en la sala de espera a colorear y escuchar música estaba fuera de las reglas. Por un ratito tenía la autonomía de mi cuerpo. Le pedía a mi papá que me trajera Coca Cola y chocolate, lo más lejano a la comida sin sal y sin amor hecha en serie para las más de setecientas personas que estábamos en esas. En boxes, como le gustaba decir a mi papá.
 
El día que me dieron el alta, esa primera alta, empezó el tratamiento. Por fin volvía a mi casa después de un mes de estar internado, listo para arrancar la quimioterapia diez días más tarde y con un esquema que duraría cerca de ocho meses. Un rato antes de que vengan a darme el certificado de alta médica firmado, tuvimos sexo con mi novio en el baño. Después de semanas volví a sentirme vivo. O al menos, con ganas de vivir. Lo hicimos en silencio, y riéndonos bajito mientras nos mirábamos a los ojos. Rompíamos las reglas, pero sanaban nuestras angustias. Cuando terminamos me miré al espejo, me ví pelado y lleno de granos por los corticoides. Los brazos blancos y las venas violetas por los pinchazos, pero sintiéndome amado y con la energía renovada, supe que estaba listo para lo que fuera.
 
Llegamos a mi casa y papá me preparó mi comida favorita: milanesas con puré de batata. La cantidad de sal que le puso me hizo llorar de la emoción. No estaba salado, estaba lleno de amor. Mi novio me alcanzó el reglamento que te dan para cuando estás externado, pero seguís siendo paciente. No salgas sin barbijo, lávate siempre las manos, no toques a animales extraños, evitá las multitudes, no fumes, no tomes, no comas nada crudo, ni frutas, ni verduras, ni sushi, no te beses con desconocidos, que no te tosan en la cara, que tu cuarto esté siempre limpio, tu ropa lavada, que no haya polvo, que no haya humedad, y una larga lista de etcéteras. Pensé cómo haría la gente que no puede cumplir con todo eso, porque su propia vida no cumple con esas normas, o no tiene quien le ayude, o quien le gestione los medicamentos o quien se enfrente a la burocracia del negocio de la salud. Sentí vergüenza de mis privilegios. Aún en la peor de las hostilidades, es importante reconocer dónde estás parado. Y más aún, hoy en día, con un Gobierno que deja sin medicamentos a miles de personas, entre ellas, quienes vivimos con VIH.
 
Siempre supe de la importancia de una rutina para estar bien. No se puede subestimar el rol de las estructuras. Contienen, tornan la entropía en algo sustentable. El riesgo es que esa estructura sea tan pesada que te hunda y mueras ahogado. Cada une tiene que encontrar la propia. En el hospital seguía rigurosamente las reglas, afuera aplicaría las propias.
 
No hay nada más lindo que sentirse conectado a tu cuerpo. Escucharlo. Percibir sus reclamos. Mi papá no durmió la noche que salí a bailar. El tratamiento no había terminado pero ya contaba con cinco ciclos de quimioterapia encima. Llevé mi cantimplora con agua que mantuve siempre llena, mi pastillero rosa con las seis pastillas que me faltaban tomar y la riñonera con alcohol en gel y toallitas húmedas para el baño. Y mi gorra rosa de plush para tapar mi calvicie, por supuesto. Llegamos temprano a propósito, para que el boliche no estuviera lleno, y cuando pasaron Lali Espósito bailé como si no hubiera un mañana. Sin querer, sin querer, lo de ayer fue sin querer, pero parecía queriendo decía la canción, y mis amigues me la cantaban a mí porque había fumado marihuana sin consultarle a mi médica. Mientras bailaba pude sentir la liberación de endorfinas, la renovación energética de mi cuerpo. Quería eternizar ese momento, detenerlo para darme cuenta de que eso era vivir. Por primera vez sentí en carne propia que curarme era posible. Y lo volví a sentir la vez que me quedé despierto toda la noche escribiendo y fui a sacarme sangre sin dormir, como cada vez que suena la alarma de la medicación.
 
Estaba internado el día que en Diputados se aprobó la media sanción para el proyecto que legalizaría el derecho al aborto. Me acuerdo cómo me interpeló, más allá de las enormes distancias, el concepto “mi cuerpo, mi decisión”. Pensé en mis reclamos por el acceso a la información de mi tratamiento, o por la simple necesidad de salir a la calle aunque haga un poco de frío para sentir el aire o ver el cielo. La autonomía del cuerpo es de lo más importante que tenemos, equiparable en mi entender, con la libertad. La enfermedad me llevó a comprender que todxs estamos un poco enfermxs en cuanto no seamos libres. Respetar la rigurosidad de la medicación es igual de importante que encontrar los momentos propios para escuchar a nuestro cuerpo y ser libres. Ser feliz, para mí, es ser libre.
 
Hoy miro para atrás y pienso en la cantidad de veces que se me acusó de querer romper las reglas, aún habiendo sido un alumno ejemplar en cuanto al tratamiento. Ser joven y estar enfermo es algo contradictorio, ya que las enfermedades se asocian a las personas más grandes. Siempre es preferible estar acostado. Pero yo me quería en movimiento, quería que el cuerpo me dijese que me acueste y respetarlo. Quería darme cuenta yo cuando tenía que decir basta. Porque por primera vez en mi vida, me quería cuidar de verdad. No para otrxs, sino para mí. No me pondría jamás en riesgo, porque nadie mejor que yo va a cuidarme del peligro. Creo que hay que aprender a escuchar a lxs médicxs como a uno mismo y que los tabúes también hacen metástasis.
 
Cuando propuse escribir esta nota me dijeron que incorporara el aprendizaje de todo lo que viví. Lo pensé y me doy cuenta que está completamente relacionado al momento de partida: elegí no saber por la opresión disfrazada de miedo y eso me destruyó por dentro, pero sentí que me empecé a curar cuando por fin pude escucharme a mí mismo. También cuando ví a mis amigues, a mi familia, a mi novio darlo todo para que me recupere porque sin eso es imposible. Pero el amor propio es el único capaz de salvarnos. Y que esa mierda que denominamos autoestima no puede estar determinada por lo que opine nadie más que unx mismx. Porque para escuchar al cuerpo, hay que tener la mente tranquila.
 
Y por último, que tomar las pastillas puede ser lo más importante, pero que también lo es perseguir la soberanía de nuestros deseos. Porque al fin y al cabo, para estar vivo, hay que ser libre.
 
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