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General: El tiro al pie de Oscar Wilde
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: CUBA ETERNA  (Mensaje original) Enviado: 15/08/2020 15:54
 CULTURA
En 1865 Lewis Carroll publicó Alicia en el país de las maravillas, preludio de tantos ismos e ideas contemporáneas. Si tuvo vía libre, si permaneció indemne.
 
El tiro al pie de Oscar Wilde: cómo el orgullo precipitó su fin
JORDI COROMINAS I JULIÁN
    En 1865 Lewis Carroll publicó 'Alicia en el país de las maravillas', preludio de tantos ismos e ideas contemporáneas. Si tuvo vía libre, si permaneció indemne incluso a la lectura de Su Majestad, fue por ser su trama un sueño donde todo se permitía y nada se vinculaba de modo directo con la realidad. Por eso mismo el célebre ¡que le corten la cabeza! espetado por la Reina de Corazones resultaba gracioso, aunque nunca fue inofensivo al incidir desde lo onírico en la superficie.
 
Era la jugada del doble victoriano, perpetuada por la literatura británica durante todo el último tercio del siglo XIX como método para poner el dedo en la llaga sin salpicarse de sangre ni condenas. Robert Louis Stevenson con 'El extraño caso del doctor Jekyll y mr. Hyde', Arthur Conan Doyle mediante la virtud de 'Sherlock Holmes' de desenmascarar partículas invisibles del aire cotidiano o H.G. Wells con su, valga la redundancia, 'El hombre invisible' apuntaron a esta fractura entre aquello aceptable y su reverso negativo, por todos conocido, víctima de la censura desde la moralidad imperante teñida por la impronta de Victoria, dueña y señora de su tiempo.
 
 
En esta lista George Bernard Shaw añadiría a Jack el destripador, a quien consideraba el mayor reformador social de su tiempo por destapar la miseria oculta del East End londinense, oprobio ignorado de la gran metrópolis del siglo XIX, pero nosotros queremos hablar de Oscar Wilde, presente en la lista por su 'Retrato de Dorian Gray', decadentismo en estado puro y la más velada de estas denuncias al abordar la temática de las apariencias desde una base estética, excusa para desarrollarla hacia otras latitudes.
 
Decir basta al bufón
En ese Londres con tantas capas de supuesta ética la clave era hacer lo que uno quisiera sin molestar ni ser visto. Cada uno podía tener sus vicios y a nadie incumbían mientras no llegaran al imaginario público, determinado en esa última década del Ochocientos por la espectacular irrupción de los periódicos a la hora de modelar la opinión general. En este sentido el irlandés Wilde era el niño mimado, el bufón perfecto, consentido por la élite al ser visto como su pepito grillo con sentencias volátiles y una energía demasiado desperdiciada en su propio pavoneo, talentoso hasta la médula y una especie de átomo libre a quien dar palmaditas en la espalda porque sus disparos eran un divertimento para su blanco, esos pocos elegidos amantes de ir al teatro, reír con las ocurrencias del personaje y soltarlas en algún evento social. Quizá por eso Wilde gusta tanto hoy en día, porque su brillantez no es solemne y sirve a cualquiera para parecer más inteligente de lo que en realidad es.
 
Wilde apreció este éxito para lucrarse y asumió, con interesada resignación, estar rodeado de imbéciles, pero al ser estos quienes alimentaban tanto su estómago como su cartera se acostumbró a la relación hasta sentirse intocable, y en ese mismo instante cometió el mayor de sus errores. El poeta, dramaturgo y polemista estaba casado con Constance Lloyd, madre de sus dos hijos. Su matrimonio no era obstáculo para desfilar por los clubes de postín de la capital del Imperio junto a Lord Alfred Douglas, Bossie, compañero y cómplice de correrías homosexuales desde 1891. Ambos, uno desde su insolencia artística y el otro desde su abolengo, no escondían ese amor que no dice su nombre, hasta sacar de sus casillas al padre de Douglas, el Marqués de Queensberry, creador de las reglas del Boxeo moderno y desencadenado contra los entonces llamados invertidos a partir de una gota brutal para colmar su vaso.
 
En 1894 su primogénito, Francis Douglas, murió a causa de las heridas recibidas durante una partida de caza. Era el secretario político de Lord Roseberry, a la sazón primer ministro de la Corona, y muchos dudaron sobre la versión oficial del fallecimiento, atribuyéndolo tanto a oscuras maniobras como a un suicidio sentimental, pues muchos creían en un romance entre el inquilino del 10 de Downing Street y su subalterno, entre ellos el Marqués de Queensberry.
 
Con toda probabilidad este episodio avivó más aún la ira de este contra Wilde, quien al volver de un viaje de placer junto a su pareja en Argelia se preparó para el estreno de 'La importancia de llamarse Ernesto' la noche del 14 de febrero de 1895, día de los enamorados. Queensberry pretendía sabotearlo, sin conseguirlo al serle reembolsada su entrada, pudiendo sólo entregar unas hortalizas, admitidas en el interior, no así el Marqués. Esta humillación derivó en el siguiente lance hacia su conclusión. El 18 de febrero el padre de Bossie depositó en el club Albermarle una de sus tarjetas personales con el siguiente escrito: "For Oscar Wilde posing as a somdomite".
 
El insultado era muy ingenioso y se hallaba en el cenit de su trayectoria. Debió leer la frase, sacar de la chistera alguna ocurrencia y luego, herido en su amor propio y henchido de prepotencia, acudir a la comisaría de policía para denunciar a su oponente por difamación.
 
El calvario
Las películas y la cultura popular han elevado a Wilde a la categoría de mártir. Su imprudencia no fue su homosexualidad, de haber callado nadie habría interrumpido su frecuentación de locales nocturnos, sino un exceso de confianza. Sin tanto orgullo, sin tanta arrogancia, habría pactado con Queensberry y el asunto no hubiera ido a mayores. A la postre los arruinaría, causándoles una muerte prematura. En 1885 la legislación británica aprobó una ley según la cual todo hombre que, en público o privado, cometiera un acto de indecencia grave contra una persona de su mismo sexo, o se implicara indirectamente en ese acto al favorecerlo, seria declarada culpable de un delito penado con un máximo dos años de prisión, con o sin trabajos forzados.
 
La medida, aprobada por un parlamento de mayoría liberal, no se aplicó a las mujeres por algo muy simple y sintetizado con maestría por la reina Victoria: una mujer nunca cometería algo similar. Cuestión zanjada y tiro al pie en el caso de Oscar Wilde, quien antes de asistir al tribunal para dilucidar la resolución de su causa viajó a Montecarlo con Alfred Douglas; al regresar a Inglaterra desistió de volver a hacer las maletas para escapar, esta vez para siempre porque según sus propias palabras, “uno no puede estar marchándose continuamente al extranjero, a menos que sea misionero o viajante de comercio, lo que es más o menos lo mismo.”
 
Se había precipitado en su decisión y ya no podía dar marcha atrás. El fracaso de Wilde en sede judicial fue un boomerang maligno; de acusador devino acusado desde la evidencia de múltiples pruebas inculpatorias. Había atentado contra las buenas costumbres y demostrarlo era coser y cantar, con o sin la tarjetita de Queensberry. Lo detuvieron el 5 de abril de 1895, sus obras en la cartelera fueron canceladas sin respeto por la presunción de inocencia, y las mentes más pudorosas pudieron exacerbar su hipocresía con los típicos yo ya lo decía cuándo, poco antes, lo aplaudían a rabiar en sus ostentosas butacas
 
En Old Bailey el dandi amado cuando convenía fue sometido al escarnio de ser procesado durante el epicentro de esa cálida primavera, un largo mes y medio donde le vejaron por la edad y clase social de sus ligues esporádicos hasta sentenciarle a finales de mayo a dos años de trabajados forzados en el penal de Newgate, primera etapa de su pesadilla entre rejas.
 
El adiós
Durante el juicio Alfred Douglas hizo mutis por el foro. Todos los implicados en este relato merecerían un artículo personalizado para desgranar sus infinitas complejidades. El episodio fue traumático y sólo acarreó desgracias. Constance Lloyd y los hijos de Wilde debieron emprender el camino del exilio y fueron demonizados. Queensberry pereció poco después, sin una mísera libra en el bolsillo.
 
Wilde no tenía cabida en el Reino Unido. Lo intuyó a la fuerza en noviembre de 1895 cuando, durante el enésimo traslado carcelario, permaneció media hora en el andén de Clapham Junction, vestido de recluso y esposado para ser sometido al público escarnio mientras la concurrencia aumentaba y una irrefrenable risa colectiva iba in crescendo, más aún al revelarse la identidad del preso. El burlador burlado fue abucheado y hasta recibió algún escupitajo. Luego lloró, como haría al salir del penal de Reading, antesala de su marcha a Normandía bajo el seudónimo de Sébastien Melmoth, reunirse con su querido Bossie en Nápoles para reanudar un amor imposible y penar en su agonía por el anhelado París, donde falleció el 30 de noviembre de 1900 en un hotel de la rue des Beaux Arts, en Saint-Germain- des- Prés a los cuarenta y seis años de edad.
 
El cadáver de la leyenda hubiera sido irreconocible hasta para sus más rendidos admiradores. El París que le había reído todas las gracias en los martes de Mallarmé, el París donde sus jóvenes discípulos cosechaban sus primeros éxitos le dio la espalda hasta integrarlo en los millones de anonimatos de cualquier gran ciudad, algo más patético si cabe para Wilde al ser en su propio espejo el reflejo supremo del artista. Quizá sonreiría si supiera de la suerte de su tumba en el Père Lachaise, colmada por la tradición de los besos desde la década de los noventa y blindada desde 2011 con una cristalera para no deteriorarla y transigir con el postureo de los alrededores, frivolidad posmoderna o última chanza del dramaturgo, quien escribe el presente desde las cenizas de su amargura.
 


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