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General: DONALD TRUMP: UN TIGRE INEXISTENTE
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De: CUBA ETERNA  (Mensaje original) Enviado: 22/01/2023 14:28
Un tigre inexistente
Por Duanel Díaz Infante
Desde su ridículo descenso en escalera mecánica, el fenómeno Trump ha sido un boom no solo para los canales de noticias de cable y los late night shows, sino también para la industria editorial. Ahí la zafra ha sido considerable, y tiene para largo. Por un lado, los llamados tell-all books —escritos por insiders que fueron saliendo de la Casa Blanca tras perder el favor de Trump— se suceden en las listas de bestsellers de The New York Times: John Bolton, Omarosa Manigault Newman, Stephanie Grisham, Mike Pence… Por otro lado, libros dedicados a la crónica y el análisis de la administración Trump, como A Very Stable Genius. Donald J. Trump’s Testing of America, de Philipp Rocker y Carol Leonnig, y The Divider. Trump in the White House, de Peter Baker y Susan Glasser. Hay, también, investigaciones en el pasado de Trump como Too Much and Never Enough. How my Family Created the World’s Most Dangerous Man, de Mary Trump, y Disloyal. A Memoir. The True Story of Former President Trump, de Michael Cohen. Y está, desde luego, la trilogía de Bob Woodward —Fear, Rage, Peril— donde Trump, siempre alardoso, le revela al célebre periodista secretos de inteligencia y, siempre imbécil, cosas que lo incriminan, como su conocimiento de la gravedad de la COVID-19 en el momento en que decía al público que este no era más que una gripe bajo control.
 
Lo que no hay son libros que defiendan el trumpismo. Está The Kid’s Guide to President Trump, de Mike Huckabee, muy promocionado en los segmentos comerciales de Fox News, pero apenas serias argumentaciones de los logros de la presidencia de Trump y la validez de los principios básicos del movimiento MAGA. En este respecto, el actual populismo norteamericano se diferencia de otros importantes populismos del pasado como, por ejemplo, el peronismo: aquel tuvo logros considerables, y una doctrina, no ya solo en las obras del propio Perón sino en las de intelectuales como Raúl Scalabrini Ortiz y John William Cook. De ahí que el debate sobre la naturaleza del peronismo —sus luces y sombras, su balance final— continúe hasta el día de hoy, y sea incluso posible soslayar la cuestión política para concentrarse en la leyenda, como hace magistralmente la serie Santa Evita, basada en la novela de Andrés Eloy Martínez. No parece haber en el trumpismo material para algo semejante; si acaso, dará para una futura temporada de la serie American Crime Story, que ha de subtitularse, dese luego, «Donald J. Trump vs the United States of America».
 
No hay, ni siquiera, artículos que consigan articular una defensa convincente del trumpismo. Y no se trata de una falta coyuntural —digamos, que los partidarios de Trump sean perezosos, o que no les guste escribir—, sino de una necesidad, o mejor, una imposibilidad. Sencillamente, los logros de la presidencia no existen, los principios del movimiento son falsos. Trump prometió reducir el déficit, construir un muro que México pagaría, reemplazar la deficiente infraestructura del país con nuevos puentes y aeropuertos y, sobre todo, sustituir el Affordable Care Act (popularmente conocido como Obamacare) por algo mucho mejor. Nada de eso se produjo, y la no derogación del ACA, durante los dos primeros años de la presidencia de Trump, es evidencia irrefutable de la mala fe que caracteriza al movimiento MAGA. ¿Por qué, con la Casa Blanca y las dos cámaras en control del Partido Republicano, no se derogó esa ley, si era, como alegaban, un plan socialista, un atentado a las sacrosantas libertades norteamericanas? Los propios votantes de Trump se ocuparon de llamar a sus representantes, haciéndoles saber lo que ellos ya sabían: que el Obamacare no era tan malo. Obama, y Hillary Clinton, que fue la primera en proponer un plan semejante en los noventa, quedaron reivindicados. Seguirán siendo, en el discurso, «de la boca pa’ fuera», denunciados como monstruos comunistas, pero en los hechos, cuando pudieron revertir sus políticas, los republicanos las conservaron.
 
Las órdenes ejecutivas de Trump fueron fundamentalmente simbólicas. Una de las primeras, Protecting the Nation from Foreign Terrorist Entry into the United States (enero de 2017), conocida como «Muslim ban», tenía el supuesto objetivo de mantener a Estados Unidos a salvo del terrorismo islámico, cuando la mayor amenaza terrorista, según la CIA y el FBI, no era ya esa, sino el terrorismo doméstico que el presidente cortejaría en sus declaraciones sobre la manifestación «Unite the Right» en Charlottesville. Poco después, en junio de 2017, Trump retiró a los Estados Unidos del Acuerdo de París, un tratado internacional dirigido a combatir el cambio climático, con el argumento de que este perjudicaba la economía norteamericana, pero forzó, entre el 22 de diciembre de 2018 y el 25 de enero de 2019, el «government shutdown» más largo de la historia, que se estima haya costado 11 billones de dólares al país.
 
Todo por un muro que, desde luego, nunca pretendió construir. La lógica del trumpismo es dirigirse a gente que se siente afligida, identificar una causa para esa aflicción, y afirmar que él es la única solución («Only I can fix it!», es una de sus frases más socorridas). Ahora bien, si resolviera los problemas, o si hiciera algunas de las cosas que propone, como construir el muro de marras, y nada cambiara, ¿mantendría el apoyo de sus seguidores? En un mundo ideal donde existiera un muro inexpugnable a lo largo de la frontera, no habría ya por qué temer la «caravana invasora», y el fervor de las gorras rojas probablemente menguaría. La crisis migratoria es representativa de todas las otras crisis, reales o no; el trumpismo no busca resolverlas sino agudizarlas, cuando no manufacturarlas; es justo ahí donde prospera.
 
En cuanto a la política exterior, con el pretexto de que los demás miembros de la OTAN no «contribuían lo suficiente» y de que «se aprovechaban de Estados Unidos», Trump debilitó la alianza con los países de Europa occidental, mientras se dedicaba a alabar a Putin —«smart», «savvy», «genius», y a otros dictadores de su calaña. Su idilio con Kim Jong-un («¡Tu frontera es increíble! Nadie trata de entrar. Si vieras la nuestra: ¡es un desastre!») no produjo, fuera de las ridículas «love letters» incautadas en Mar-a-Lago, ningún resultado. Corea del Norte ha continuado con su programa de misiles.
 
Por otra parte, la guerra de Ucrania ha evidenciado la necesidad de mantener unida y fuerte a la OTAN, si se quiere frenar la ola de los populismos de derecha que, liderados por Putin, pretenden un regreso al mundo más salvaje, menos reglamentado, de antes de la guerra del 14. Es posible, como ha afirmado Trump, que, de haber sido reelecto en 2020, no habría habido guerra en Ucrania, pero no porque él mantuviera a Putin a raya, sino porque, por el mero hecho de ocupar la presidencia de Estados Unidos, Putin ya estaría ganando, en tanto la democracia aquí se habría seguido desprestigiando. Fue justo porque en las elecciones de 2020 perdió en este frente que Putin se decidió a invadir Ucrania, un país que ha rechazado el modelo autoritario ruso para acercarse a Europa occidental, y es justo a raíz de esa invasión que el mundo ha descubierto cuán sobrevalorado estaba el poderío militar ruso. Con Trump en el poder, Putin era y parecía mucho más poderoso de lo que era y es.
 
Son estas las cosas que los partidarios de Trump no suelen defender o siquiera mencionar; es más fácil denunciar la «dictadura» de la izquierda en la academia, posar como disidentes, mientras se minimiza o pasa por alto el carácter autoritario del movimiento MAGA tanto en la política nacional como en el tablero de la geopolítica. El trumpismo preferirá siempre Twitter (o Truth Social) a un periódico, los fútiles comentarios al artículo razonado, la discusión oral a la argumentación escrita. Verba volant, scripta manent: en la discusión oral es más fácil negar lo que se acabó de decir, afirmar cualquier cosa sin demostrarla, escabullirse por las ramas, acusar gratuitamente al adversario de «comunista». Ya lo dijo Hillary Clinton, a propósito de los que protestaban su plan de healthcare en los noventa: «Si los datos no están a tu favor, ¡grita!».
 
Si la política es, en palabras del célebre historiador del mundo griego Moses Finley, «el arte de arribar a decisiones mediante la discusión pública y de obedecer después a tales decisiones como condición necesaria para la existencia normal de los hombres civilizados», witch-hunt, hoax, fake news, las tres palabras mágicas del trumpismo, definen una lógica contraria. Esos bumeranes, que siempre regresan para definir al movimiento MAGA, marcan la ruptura del diálogo civilizado, una ruptura que conduce, por un lado, a la violencia —terrorismo doméstico, asalto al Capitolio, intimidación a oficiales de elecciones, etc.— y, por otro, a la creación de safe spaces donde la doctrina conservadora florece, derribando blancos de paja como el comunismo o el «marxismo cultural».
 
Resulta revelador, por cierto, advertir la diferencia entre el discurso que se produce en esos safe spaces y el que se da en un debate donde uno está obligado a fundamentar sus afirmaciones. «Las élites woke —que son cada vez más la cultura dominante de este país—no quieren lo que nosotros queremos», dijo Rachel Bovard en la National Conservatism Conference. «Lo que quieren es destruirnos». «No solo van a usar todo el poder que tengan a su alcance para conseguir ese objetivo, sino que ya lo han estado haciendo durante años al controlar todas las instituciones culturales, intelectuales y políticas». Recientemente, Rachel Bovard fue invitada por Ross Douthat, articulista conservador de The New York Times, a debatir con Tim Miller, autor de Why We Did It: A Travelogue from the Republican Road to Hell. Ahí, en lugar de afirmar que hubo fraude, y pregonar la «Big Lie» como haría en el CPAC, Bovard hizo un falaz paralelo entre esta y la acusación, por algunos partidarios de Stacey Abrams, de que en las elecciones de 2018 en Georgia hubo fraude.
 
Forzados a argumentar, los trumpistas, o bien terminan rompiendo el diálogo, como hizo Trump en varias entrevistas televisivas e hicieron recientemente los candidatos trumpistas («You are a fraud!», le gritó el candidato a Secretario de Estado en Arizona a un periodista de The Guardian), o reculan al «donde dije digo, digo Diego»: Rachel Bovard terminó diciendo que si eres demócrata, no confías en los republicanos, y si eres republicano, no confías en los demócratas, como si no hubiera sido el ala trumpista del Partido Republicano la que sembró desconfianza en el sistema electoral. Ese relativismo es la versión soft del trumpismo, pero su necesaria contraparte, la versión hardcore, es la Big Lie, de la que Trump, por muy moderado que estuviera en el lanzamiento de su nueva campaña presidencial, no puede desprenderse: «Un Fraude Masivo de este tipo y magnitud permite rescindir todas las reglas, regulaciones y artículos, incluso aquellos incluidos en la Constitución», afirmó recientemente en Truth Social. Fuera del safe space, el discurso se debilita: quizás, dicen, no haya fraude masivo y sistemático, pero sí «irregularidades» en algunos condados. Mas incluso esta versión soft sigue siendo falaz: ¿cómo es que esas irregularidades, en 2020, favorecieron a un partido en una parte de la boleta (la Presidencia) pero no en otra (los representantes a la Cámara)? Hay fraude, irregularidades, solo cuando ellos pierden.
 
David Pakman dio la metáfora perfecta para esa falta de rigor entre descarada y adolescentaria que caracteriza al discurso trumpista: «—Hay un tigre en la habitación. —No veo el tigre. —El tigre es invisible. —Ok, eso es inusual, pero vamos a hacer lo siguiente: vamos a poner talco en el suelo, como aún tiene masa y volumen, cuando el tigre se mueva, dejará huellas. —No, no tiene peso. —Ok, vamos a poner comida pues tendrá que comer, y cuando coma veremos cómo se va agotando la comida. —No, es un tigre especial que no necesita comer…». El trumpismo es una rauda cetrería de sofismas, un catálogo de falacias (argumentum ad populum, argumentum ad verecumdian, argumentum ad ignorantiam, argumentum ad infinitum, petitio pincipii). Y esa otra falacia, que lamentablemente no tiene nombre latino, según la cual «todo el mundo tiene derecho a su opinión», que ya Ortega y Gasset advirtiera con agudeza en La rebelión de las masas («Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón»). Sin detenerse en ofrecer pruebas, datos, argumentos, el discurso MAGA va de una petición de principio a otra; de teoría de la conspiración en teoría de la conspiración crea una narrativa que no soporta la exposición al ácido de la crítica y el peso de los hechos.
 
El centro de esa narrativa es la idea de que los medios de comunicación están «biased against», prejuiciados contra los conservadores. Trump, que logró ganar en 2016 a pesar de tenerlos en contra, se convierte, desde esta perspectiva, en un héroe. El cuento de camino olvida la existencia de numerosas estaciones de radio conservadoras, la extraordinaria popularidad de figuras como Rush Limbaugh y Alex Jones, que durante décadas prepararon el terreno para el ascenso del trumpismo. De hecho, según muchos estudios sociológicos, la radio sigue siendo más influyente, para mucha gente, que la propia televisión. E incluso en esta, el supuesto prejuicio contra Trump debe ser relativizado. Apenas se destacó, por ejemplo, en las entrevistas y debates de la campaña de 2016, el hecho de que Trump se escabulló del servicio militar, lo cual habría puesto al candidato en aprietos, toda vez que su discurso se basaba en la afectación del patriotismo y la denuncia de los adversarios políticos como «antiamericanos».
 
Los que presentan a Trump como víctima de los medios de comunicación olvidan, u ocultan deliberadamente, lo que el expresidente sabe bien: la cuestión no es que hablen mal o bien de él, sino que hablen. En un sentido o en el otro, la atención mediática es su kryptonita. Su continuo diferendo con los medios, inevitable consecuencia de las calculadas provocaciones de Trump, fue su manera de mantenerse en el ciclo noticioso, y así, de paso, victimizarse para deslegitimar las supuestas «fake news», lo cual, como sabe cualquiera que haya leído sobre la Europa de los años treinta, es una táctica principal del playbook del fascismo. La crítica de la prensa libre como «enemigos del pueblo», retomada por Trump, es un primer paso hacia la clausura, o el control de los mismos, porque los enemigos del pueblo, ¿no deben ser exterminados o por lo menos domados para que no hagan tanto daño? Trump habló, en varias ocasiones, de cerrar medios, y más recientemente, su clon Kari Lake, tras afirmar que iba a ganar, que iba a ser reelecta y que iba a ser la peor pesadilla de las «fake news», agregó: «Media needs to be reformed».
 
¿Cómo serían —nos preguntamos— los medios si el trumpismo consolidara el poder y las cosas siguieran el curso que gente como Kari Lake quieren propiciar? No hay que hacer un ejercicio de imaginación: ahí tenemos Fox News, Newsmax y One America News Network. Concentrémonos en el primero de los canales, que es el más antiguo y el de mayor audiencia. El logo de Fox News es «fair and balanced (justos y equilibrados)»; sin embargo, ahora mismo se enfrenta a una demanda de Dominion Voting Systems Inc. por hacerse eco, en varios programas de noviembre de 2020, de la «noticia» (fake news donde las haya) de que sus softwares y algoritmos alteraron el resultado electoral. Es muy probable que Dominion no consiga ganar el juicio, dada la amplitud de la Primera Enmienda a la que se acoge Fox News, pero es un hecho que, en más de una ocasión, los abogados de Tucker Carlson, el presentador estrella de la cadena, han recurrido al argumento de que «lo que él hace es entretenimiento, y nadie razonable creería que Carlson se ajusta a los hechos».
 
Esta defensa legal es una involuntaria admisión de mala fe: Carlson sabe que miente, pero sus oyentes no, o no necesariamente. El canal se llama Fox News, no Fox Entertainment, y aparece en los bundles entre los canales de cable news, aparte del entretenimiento ofertado en pay-per-view como los combates de UFC, WWE o boxeo profesional. Si uno mira Patriot Purge, el documental producido por Carlson para Fox Nation (que sí es un servicio de pago) donde se presentan todas las teorías conspirativas en torno a la insurrección del 6 de enero en un intento desesperado por reescribir la historia contemporánea, no encontrará la menor indicación de que se trata de una obra de entretenimiento o de ficción. Todo es apócrifo, pero no es el apócrifo de la literatura —Ossian, los inexistentes libros reseñados por Borges y Bolaño—, sino el apócrifo de los demagogos, el de Los protocolos de los sabios de Sión.
 
Mientras se negaba a decir si estaba vacunado o no, Carlson acogió en su show a gente que ponía en duda la eficacia de las vacunas contra la COVID-19. Su argumento era que tener dudas sobre vacunas desarrolladas tan rápidamente no significaba, en sí mismo, estar en contra de la ciencia, y en eso tenía razón, pero, ante las dudas, ¿por qué no consultar a los especialistas, epidemiólogos, científicos con artículos peer-reviewed? En su lugar, Carlson le dio voz a un oscuro radiólogo que, rápidamente convertido en estrella en el ecosistema trumpista, terminó en la Casa Blanca como asesor de Trump. Hoy las estadísticas demuestran que casi el doble de republicanos que de demócratas han muerto de COVID-19, lo cual, a menos que se admita una correlación entre simpatías trumpistas y vulnerabilidad al nuevo coronavirus, demuestra que la campaña antivacunas de Fox News perjudicó a los propios oyentes de la cadena, muchos de ellos personas mayores y con factores de riesgo. Mientras la élite del trumpismo, gente como Carlson, Laura Ingrahan, Hanity, todos vacunados —se sabe que la cadena exigía prueba de vacunación a sus empleados— cobraban sus salarios millonarios, esos pobres que decían representar y defender padecían hospitalizaciones y muertes en muchos casos evitables.
 
Tucker Carlson Tonight, que se presenta como «the sworn enemy of lying, pomposity, smugness and group think» («el enemigo jurado de la mentira, la pedantería, la pomposidad y el pensamiento de rebaño») es de hecho Tucker Cinematic Universe. Entre otras cosas, Carlson ha afirmado en su programa que la protesta de los camioneros canadienses contra los mask mandates fue la «más importante protesta de derechos civiles en una generación» (no dio, claro, el dato de que casi el 90 por ciento de los camioneros canadienses estaban vacunados, y se trataba de una protesta minoritaria). Ahora Carlson, que lleva dos años minimizando el ataque al Capitolio, dice que la petición de la campaña de Biden a Twitter para que retirara desnudos de Hunter Biden es «el mayor atentado a la democracia». He aquí un patrón del trumpismo: minimizar amenazas reales (el cambio climático, el terrorismo doméstico) para exagerar amenazas mínimas, o inexistentes. Incluso alguien más moderado que Carlson, como Mike Pompeo, dijo recientemente en una entrevista que la presidenta de la American Federation of Teachers, Randi Weingarten —no Putin, no Kim Jung-un, que amenazan con usar armas nucleares—, es «la persona más peligrosa del mundo».
 
Más allá de generalizaciones vacías del tipo «los medios mienten» o peticiones de principio como «CNN es castrista», quien busque equivalencias a este tipo de falsedades en CNN, MSNBC o The New York Times no las encontrará. La cobertura de la retirada de las tropas de Afganistán evidencia, por ejemplo, que estos no fueron nada complacientes con la administración Biden. Se diría incluso, en algún caso, que se pasaban para no ser acusados de ser demasiado «suaves» con Biden después de haber sido, supuestamente, tan «duros» con Trump. Y las investigaciones de The New York Times sobre los contactos de la campaña de 2016 con los rusos han sido corroboradas luego por los tribunales y por el Muller Report, donde, cierto, no hay evidencia de «collusion» («colusión»), pero sí de «obstruction of justice» («ibstrucción de la justicia»), y se demuestra que «el gobierno ruso intervino en la elección presidencial de 2016 de manera extensa y sistemática». Otro tanto puede decirse de las investigaciones sobre los tax returns del expresidente. Trump atacó a The New York Times en Twitter llamándolo «the failing New York Times», pero mientras avanzan los procesos judiciales estos parecen confirmar más que refutar los hallazgos del periódico.
 
Precisamente porque son más o menos objetivos, ajustados a los hechos, es que el trumpismo denuncia estos medios como propagandísticos, mientras aquellos que sí son propagandísticos (Fox News, Newsmax, OANN, Infowars, Breitbart News Network…) son vistos como neutrales, hasta tanto no empiecen a criticar a Trump… Así, la presidencia de Trump no ha hecho más que confirmar la necesidad de la prensa libre, y el peligro de ese autoritarismo populista que busca blindarse de la crítica asimilándola a las élites «globalistas». Al final de la campaña de Herschel Walker, no se le permitía a ningún periodista que no fuera de Fox News acercarse al candidato a más de treinta pies. Está lo coyuntural: Walker es absolutamente incompetente, de ahí que otros senadores republicanos como Lindsay Graham y Ted Cruz lo arroparan para que no hablara tanto y tuviera menos oportunidades de hacer el ridículo, pero está lo esencial: el trumpismo tiende a reducir el espacio público en safe space porque es consciente de su falta de razón.
 
El pasado 9 de junio, mientras todos los grandes canales de cable y también los generalistas trasmitían la primera de las audiencias públicas del January 6th Select Committee, Fox News emitió el programa de Tucker Carlson, por primera vez sin anuncios comerciales, para que los televidentes no tuvieran la tentación de cambiar de cadena y enterarse de algo que contradijera su relato de la insurrección. «Apagué el televisor», dijo, entrevistada en un rally de las midterms, una señora que, tras participar en el rally del 6 de enero, no quiso luego ver las imágenes de violencia que las cámaras captaron dentro del Capitolio. He ahí, de nuevo, el trumpismo in nuce: la Big Lie produjo la insurrección, luego la violencia de esta es blanqueada, o sencillamente negada, en la burbuja trumpista. El discurso siempre muta por un lado hacia la violencia (satanizar y en última instancia atacar al adversario), y por el otro hacia los safe spaces. De hecho, ambas tendencias convergen en un régimen autoritario como el de Putin u Orban: la expulsión de los adversarios del espacio político, su barbarización, equivale, al cabo, a la constitución de un único safe space.
 
En ese sentido, Fox News —su evolución en los últimos siete años hacia el «entretenimiento» del prime time, que es pura propaganda, en detrimento de la franja más neutral, propiamente periodística de la tarde, y la progresiva disminución de las voces de centro e izquierda en los programas de debate— anuncia cómo serían los medios de comunicación si se produce esa «transición» a un régimen de «libertad» de que hablan los nuevos ideólogos del trumpismo. El modelo es Russia Today.


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