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General: A la UMAP nunca sobrevives del todo
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: guajiro cubano  (Mensaje original) Enviado: 23/01/2020 14:37
 La psicóloga Liliana Morenza, una de las integrantes del equipo de investigación de psicólogos en las UMAP, junto a 
homosexuales pertenecientes a la Compañía 4, Batallón 7, Unidad de Ayuda a la Producción. “La Violeta”, Camagüey, 1967
A la UMAP nunca sobrevives del todo
Claudia Padrón Cueto
    Por más de 50 años José Rolando Valdés no contó que él mismo se tuvo que arrancar una muela a sangre fría con una cuchara, ni que fue golpeado y tirado sin ropa por cuatro días en un calabazo. Tampoco dijo que fue obligado a seguir trabajando en un campo de caña con un brazo lastimado por un machetazo. Sentía vergüenza, así que casi nadie supo sobre el trabajo forzado y vejaciones que padeció. Durante más de cinco décadas calló sobre su reclusión en las UMAP.
 
Entre 1965 y 1968 el Estado cubano, amparado en la ley 1129 del 26 de noviembre de 1963 que estableció el Servicio Militar Obligatorio (SMO), comenzó a recluir hombres con edades entre los 18 y 26 años en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Aquel fue un experimento social que no solo buscaba higienizar el país de todo aquel que no encajara con el molde del «hombre nuevo», sino también disponer de unos 60 mil brazos obligados a cortar caña.
 
Hoy, a sus 72 años, José Rolando recuerda los camiones que iban por cada pueblo y ciudad recogiendo a los jóvenes que el Estado miraba con recelo. Las categorías para la reclusión eran diversas: religiosos, homosexuales, burgueses, desafectos, otros que no trabajaban y era considerados con alto potencial delictivo, guardias castigados. Aunque nunca lo tuvo claro, Valdés podría pertenecer a esta última categoría.
 
En 1965 comenzó su servicio militar como guardia de la Marina en el municipio de Bahía Honda, provincia de Pinar del Río. Ahí estuvo unos pocos meses hasta que secuestraron unas lanchas torpederas y como consecuencia la mayoría de los chicos que estaban en ese campamento acabaron, sin muchas explicaciones, en un camión que los llevó hasta el centro del país.
 
«Cuando llegué a la nueva unidad mi primera reacción fue negarme a usar el uniforme, no entendía por qué estaba allí y no lo acepté», recuerda.
Como consecuencia de su insubordinación fue golpeado por los guardias, que lo lanzaron en ropa interior a una celda durante cuatro días. «Así aprendí a quedarme callado y esperar que terminara aquel infierno sin causar problemas».
 
Había llegado al central Primero de Enero, un campo donde estaban recluidos homosexuales y cristianos. «En las noches había un sargento que metía a los chicos afeminados en un tanque de agua fría desnudos hasta que perdieran la conciencia», confiesa José con la voz cortada. «Los oíamos sufrir sin poder ayudarles. Es una de las cosas más tristes que he visto».
 
Los castigos en las UMAP, documenta el investigador Abel Sierra, podían ir desde los insultos verbales hasta el maltrato físico y la tortura. Víctimas de estos campos enumeran también, entre las formas de violencia, la práctica de enterrarlos en un hueco y dejarlos con la cabeza fuera durante varias horas. A otros los ataban a un palo o a una cerca y los dejaban durante la noche a la intemperie, expuestos a los mosquitos.
 
Se calcula que alrededor de ochocientos homosexuales fueron presos en sitios como este.
 
La psicóloga Liliana Morenza, una de las especialistas que integró el equipo investigación de psicólogos de las UMAP, junto a varios homosexuales y cabos. Compañía 4, Batallón 7, Unidad de Ayuda a la Producción “La Violeta”, Camagüey. 1967. (Cortesía de la doctora María Elena Solé a Abel Sierra)
 
Las unidades que recuerda José Rolando eran albergues largos donde dormían cientos de muchachos sobre camas de saco con colchonetas delgadas. Los baños estaban afuera y olían mal. Las cocinas eran de leña y la comida era escasa. Para el desayuno tomaban un vaso de agua con azúcar y tragaban un pedazo de pan. Unas cercas altas los separaban del exterior.
 
«Nos levantaban cada día a las 5:30 o 6:00 a.m. y volvíamos del campo de caña casi 12 horas después. En la noche, luego de la comida, nos formaban y comenzaba la lectura y debate de textos políticos. Comenzaba el adoctrinamiento cuando ya no tenías fuerzas ni para pensar».
 
Han pasado más de cincuenta años, pero José Rolando puede recordar casi todo de allí: olores, sensaciones, maltratos, las voces de los sargentos, la soledad. También es capaz de recitar de memoria un fragmento de un discurso de Fidel Castro que había escuchado en 1963 y que hasta hoy lo persigue:
 
«Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes ‘elvispreslianas’, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre».
 
«Nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones», concluía el discurso del máximo líder cubano.
 
Dos años después comenzaron las UMAP.
En el tiempo que estuvo recluido, José Rolando Valdés fue trasladado del central Primero de Enero a la cárcel de Morón donde vivió en condiciones de hacinamiento con presos comunes. De ahí lo llevaron a Vertientes para seguir cortando cañas hasta el cierre de los campos. Allí dice que conoció a Pablo Milanés.
 
La explotación del cuerpo
Las UMAP no solo eran una imposición de cierta masculinidad militante y barbuda, sin cabida para ademanes «afeminados». Era también mano de obra barata y disponible para la agricultura. En un artículo de la época, el economista Carmelo Mesa-Lago analizaba que el gobierno logró ahorrar por concepto de trabajo no pagado alrededor de trescientos millones de pesos cubanos, entre 1962 y 1967. Por todo un mes con jornadas de medio día, a José Rolando le pagaban siete pesos.
 
«Allí éramos esclavos, sin saber por qué. Los guardias nos vigilaban todo el día para asegurarse de que estuviésemos cortando caña. Ni siquiera enfermo o herido podías descansar».
 
Cuando este hombre habla de las UMAP las define como una especie de asfixia que lo enloquecía a ratos. Quizá por eso, algunos de sus compañeros se automutilaban para escapar. Otros, por su parte, no lograron salir con vida. «Allí hubo suicidios y asesinatos», rememora.
 
Aunque no lo presenció, dice que en su campamento mataron a un joven abakúa por indisciplinas graves. Antes fue situado par de veces frente al pelotón de fusilamiento. Las dos primeras serían una suerte de tortura, un simulacro sin balas. En la tercera, las armas sí estaban cargadas.
 
José Rolando dice que tuvo suerte porque logró salir de allí y continuar su vida. Se mudó hasta San Juan y Martínez, al oeste de Pinar del Río, donde nadie conocía su pasado. Se casó con una chica de ese pueblo y trabajó como cantante en un cabaret nocturno hasta emigrar a Estados Unidos en 2002. En todo ese tiempo no volvió a mencionar las UMAP.
 
«Son demasiados los recuerdos atroces y hasta hoy nadie ha pedido disculpas siquiera. ¿A quién debo culpar por mi sufrimiento en la UMAP? O por los años que me robaron y todos los horrores que vi allí. Aunque salgas con vida, a un lugar así no sobrevives del todo».
 
En junio de 1968 pararon el trabajo en el corte de caña. Les anunciaron que era el fin de la UMAP. Los hombres saltaban de la dicha. Costaba creerlo. José Rolando volvió a casa después de unos 30 meses. Su familia siempre creyó que salía de la Marina.
 


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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: guajiro cubano Enviado: 23/01/2020 14:41


 
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